Sextus Flavius Lascivius
Madmaxista
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Esta fué la última oleada turística germánica rechazada por los romanos, Constancio II Augusto encomendó a Juliano la tarea enfrentandose con 13.000 efectivos a 35.000 alamanes y venciendo de forma inesperada gracias a la disciplina y el entrenamiento de los romanos.
De la "Rerum Gestarum" de Amiano que yo sepa no se ha hecho una traducción reciente en español, ni siquiera en la Biblioteca Clásica Gredos , así que el texto que pego es de una edición de 1896 (se nota por ejemplo en los acentos en la preposición "a"). Aunque el estilo es algo mas literario que descriptivo hay detalles interesantes, por ejemplo como los germanos combatían a los catafractos.
Nuestros jefes veían ya al enemigo formar sus columnas de ataque: mandóse hacer alto y en seguida los antepilarios y hastatos se ordenan en filas y quedan parados, presentando un frente de batalla tan fuerte como un muro. El enemigo, queriendo imitar nuestra prudencia, guardó igual inmovilidad. Viendo toda nuestra caballería colocada en el ala derecha, le opusieron á la izquierda, en compactas masas, lo mejor de sus jinetes, entre cuyas filas, empleando una táctica muy bien entendida, cuyo conocimiento debían al desertor mencionado ya , pusieron aquí y allá algunos peones ágiles y armados á la ligera. Habían observado, en efecto, que las riendas y el escudo no dejaban á sus jinetes más que un brazo libre para lanzar el dardo, y el más diestro, en un combate cuerpo á cuerpo con un clibanario romano, no conseguía más que fatigarse en vano contra el soldado completamente defendido por su armadura de hierro; pero que un peón, en quien no se reparaba en medio del combate, cuando solamente se piensa en. el que se tiene delante, podía deslizarse por los costados del caballo, herirle en el vientre y desmontar de esta manera al enemigo invulnerable, al que fácilmente se vencía entonces y no contentos con esta disposición, nos preparaban a su derecha otra clase de sorpresa.
Mandaban aquel ejército feroz y belicoso Chnodomario y Serapión, los más poderosos de todos los reyes confederados. En el ala izquierda, donde según esperaban los bárbaros, el combate había de ser más furioso, se mostraba el funesto promotor de aquella guerra, Chnodomario, ceñida la frente con una banda roja y montando un caballo cubierto de espuma. Amante del peligro, confiando ciegamente en sus prodigiosas fuerzas, apoyábase altivo en su lanza de formidables dimensiones, llamando la atención desde lejos por el brillo de sus armas. Hacía mucho tiempo que tenía acreditada su superioridad como valiente soldado y hábil capitán. Serapion mandaba el ala derecha; éste apenas había entrado en la edad de la pubertad, pero el talento se había adelantado en él á los años. Era hijo de aquel Mederico, hermano de Chnodomario, cuya vida entera había sido un tejido de perfidias. Mederico, que como rehen había permanecido mucho tiempo en las Galias, donde se inició en algunos de los misterios religiosos de los griegos; debiéndose esta circunstancia el cambio de nombre de su hijo Agenarico por el de Serapion.
En segunda línea estaban los cinco reyes inferiores en poder, diez hijos ó parientes de reyes, y detrás de éstos considerable número de hombres muy respetables para los bárbaros. El ejército se elevaba a treinta y cinco mil combatientes, pertenecientes a diferentes naciones; parte de ellos asalariados, y sirviendo los demás en virtud de convenios de mutuo auxilio.
Había resonado la terrible señal de las bocinas cuando Severo, que guiaba el ala izquierda de los romanos, vió á corta distancia delante de él parapetos cubiertos de gentes armadas que, levantándose de pronto, habían
de introducir perturbación en las filas. Sin acobardarse suspendió, sin embargo, la marcha, ignorando con qué número tenía que pelear, temiendo avanzar y no queriendo retroceder. El César vió la vacilación ea aquel punto; acudió á él con una reserva de doscientos jinetes, que conservaba alrededor de su persona, dispuesto á acudir á donde fuese necesaria su presencia y siempre más animoso cuando mayor era el peligro. En rápida carrera recorrió el frente de la infantería, animando á todos; y como la extensión de las líneas y su profundidad no permitían arenga general, y tampoco quería despertar las suspicacias del poder, arrogándose lo que él mismo consideraba como prerrogativa del Emperador, limitóse á correr de aquí para allá resguardándose como podía de los dardos del enemigo, y dirigiendo á unos ó á otros, conocidos ó no, algunas frases enérgicas que les excitaban á cumplir su deber: «Compañeros, decía á unos, al fin tenemos una verdadera. batalla; este es el momento que deseábamos todos, y que vuestra impaciencia adelantaba siempre(……)
Hablando á cada uno de la manera conveniente, mandó avanzar la mayor parte de sus fuerzas contra la primera línea de los bárbaros. Entonces la infantería alemana se estremeció de indignación contra los jefes que estaban á caballo, prorrumpiendo en espantosos gritos. Debían pelear á pie como los demás, decían; que nadie tuviese ventajas en caso de huída; que nadie tuviese medios de salvarse abandonando á su suerte a los demás. Esta manifestación hizo que Chnodonario abandonase el caballo, siguiendo todos su ejemplo; no dudando ninguno que alcanzarían la victoria.
Dieron la señal las bocinas, y por ambas partes se vino á las manos con igual brío, empezando por una nube de dardos. Desembarazados de las armas arrojadizas, los germanos se lanzaron sobre nuestras fuerzas con más ímpetu que simultaneidad, rugiendo como fieras. Mayor ira que de ordinario erizaba su espesa cabellera y sus ojos brillaban con furor. Intrépidos al abrigo de los escudos, los romanos paraban los golpes, y blandiendo la pica, presentaban la fin á la vista del enemigo. Mientras la caballería sostiene el ataque con vigor, la infantería aprieta sus filas y forma una muralla con todos los escudos reunidos. Densa nube de polvo envuelve á los combatientes. Los romanos pelean con diferentes peripecias; aquí resisten bien, allá ceden; porque acostumbrados la mayor parte de los germanos á esta maniobra, se ayudaban con las rodillas para penetrar en nuestras filas. La lucha era cuerpo á cuerpo entre todos, mano contra mano, escudo contra escudo, y por todas partes resonaban gritos de triunfo ó de angustia.
Aprovechando la ventaja y dispersión de la caballería, los alemanes caen sobre la primera línea de la ínfantería romana, esperando encontrar soldados quebrantados é incapaces de resistir enérgicamente; pero se sostuvo el choque y se peleó durante algún tiempo con igual fortuna. Los cornutos y los bracatos, soldados aguerridos, al espantoso gesto que les es propio, unieron en aquel momento el tremendo grito de guerra que lanzan en el calor del combate, y que, comenzando por un murmullo apenas perceptible, va subiendo por grados y concluyendo por estallar como un rugido parecido al de las olas al estrellarse en un escollo. Chocan las armas, los combatientes se empujan en medio de una nube de dardos y de una nube de polvo que todo lo oculta, pero las masas desordenadas de los bárbaros no dejan de avanzar con el furor de un incendio; y más de una vez, la fuerza de sus espadas consigue romper la especie de tortuga con que se protegen las filas romanas con la unión de los escudos. Los batavos ven el peligro y dan la señal de ataque; secundados por los reyes acuden á la carrera en socorro de las legiones y se rehace el combate. Estas formidables fuerzas debían, ayudando la fortuna, decidir el éxito hasta en las circunstancias más críticas. Pero los alemanes, á quienes parecía dominar una rabia de destrucción, no dejaban de continuar en. sus desesperados esfuerzos. Aquí sin interrupción vuelan los dardos, se vacían los carcaxes; allá se acometen cuerpo á cuerpo; la espada choca con la espada, y el filo de las armas entreabre las corazas.
El herido, mientras le queda una gota de sangre, se levanta del suelo y se obstina en pelear. Las probabilidades son casi iguales por ambas partes. Los germanos tenían ventaja por la fuerza y energía muscular; los romanos por la táctica y la disciplina; en los unos, ferocidad y ardor; en los otros, serenidady cálculo. Estos confiaban en la inteligencia; aquéllos en la fuerza del cuerpo. Cediendo algunas veces bajo los golpes del enemigo, el soldado romano se erguía en seguida. El bárbaro á quien flaqueaban los jarretes, peleaba rodilla en tierra, demostrando así su extremada obstinación. De pronto los germanos principales, con sus reyes al frente y siguiéndoles la multitud, atacan en masa compacta á, los romanos, abriéndose paso hasta la legión escogida, colocada en el centro de batalla, formando lo que se llama reserva pretoriana.
Allí las filas más apretadas y profundas les oponen muralla tan resistente como una torre, volviendo á comenzar el combate con nuevo vigor. Atentos á parar los golpes y manejando los escudos á la manera de los mirmilones, nuestros soldados herían fácilmente los costados de sus adversarios, que en su ciego furor olvidaban cubrirse. Pródigos de sus vidas y no pensando más que en vencer, los alemanes intentan los últimos esfuerzos para romper nuestras filas; pero los nuestros, cada vez más seguros de sus golpes, cubren el suelo de muertos y las filas de los que atacan sólo se renuevan para caer á su vez. Al fin flaquea su valor y los gritos de los heridos y moribundos acaban de espantarles. Agobiados por tantas pérdidas, ya no les quedaban fuerzas más que para huir, cosa que hicieron de pronto en todas direcciones, con la precipitación desesperada que lleva á los náufragos á abordar la primera playa que ven.
Cuantos presenciaron aquella victoria convendrán en que fué más deseada que esperada. Sin duda algún dios propicio intervino aquel día en favor nuestro. Los romanos cayeron sobre los fugitivos, y, á falta de las es- padas embotadas, que más de una vez les fueron inútiles, arrancaban la vida á los bárbaros con sus propias armas. No se cansaban los ojos de ver correr la sangre, ni los brazos de herir. A ninguno se perdonó. Multitud de guerreros gravemente heridos pedían la fin para librarse de los sufrimientos; otros, en el momento de expirar, abrían los moribundos ojos para ver por última vez la luz.
Juliano "El apóstata", héroe de Argentoratum, salvador de la Galia (II) - Historia o leyenda
De la "Rerum Gestarum" de Amiano que yo sepa no se ha hecho una traducción reciente en español, ni siquiera en la Biblioteca Clásica Gredos , así que el texto que pego es de una edición de 1896 (se nota por ejemplo en los acentos en la preposición "a"). Aunque el estilo es algo mas literario que descriptivo hay detalles interesantes, por ejemplo como los germanos combatían a los catafractos.
Nuestros jefes veían ya al enemigo formar sus columnas de ataque: mandóse hacer alto y en seguida los antepilarios y hastatos se ordenan en filas y quedan parados, presentando un frente de batalla tan fuerte como un muro. El enemigo, queriendo imitar nuestra prudencia, guardó igual inmovilidad. Viendo toda nuestra caballería colocada en el ala derecha, le opusieron á la izquierda, en compactas masas, lo mejor de sus jinetes, entre cuyas filas, empleando una táctica muy bien entendida, cuyo conocimiento debían al desertor mencionado ya , pusieron aquí y allá algunos peones ágiles y armados á la ligera. Habían observado, en efecto, que las riendas y el escudo no dejaban á sus jinetes más que un brazo libre para lanzar el dardo, y el más diestro, en un combate cuerpo á cuerpo con un clibanario romano, no conseguía más que fatigarse en vano contra el soldado completamente defendido por su armadura de hierro; pero que un peón, en quien no se reparaba en medio del combate, cuando solamente se piensa en. el que se tiene delante, podía deslizarse por los costados del caballo, herirle en el vientre y desmontar de esta manera al enemigo invulnerable, al que fácilmente se vencía entonces y no contentos con esta disposición, nos preparaban a su derecha otra clase de sorpresa.
Mandaban aquel ejército feroz y belicoso Chnodomario y Serapión, los más poderosos de todos los reyes confederados. En el ala izquierda, donde según esperaban los bárbaros, el combate había de ser más furioso, se mostraba el funesto promotor de aquella guerra, Chnodomario, ceñida la frente con una banda roja y montando un caballo cubierto de espuma. Amante del peligro, confiando ciegamente en sus prodigiosas fuerzas, apoyábase altivo en su lanza de formidables dimensiones, llamando la atención desde lejos por el brillo de sus armas. Hacía mucho tiempo que tenía acreditada su superioridad como valiente soldado y hábil capitán. Serapion mandaba el ala derecha; éste apenas había entrado en la edad de la pubertad, pero el talento se había adelantado en él á los años. Era hijo de aquel Mederico, hermano de Chnodomario, cuya vida entera había sido un tejido de perfidias. Mederico, que como rehen había permanecido mucho tiempo en las Galias, donde se inició en algunos de los misterios religiosos de los griegos; debiéndose esta circunstancia el cambio de nombre de su hijo Agenarico por el de Serapion.
En segunda línea estaban los cinco reyes inferiores en poder, diez hijos ó parientes de reyes, y detrás de éstos considerable número de hombres muy respetables para los bárbaros. El ejército se elevaba a treinta y cinco mil combatientes, pertenecientes a diferentes naciones; parte de ellos asalariados, y sirviendo los demás en virtud de convenios de mutuo auxilio.
Había resonado la terrible señal de las bocinas cuando Severo, que guiaba el ala izquierda de los romanos, vió á corta distancia delante de él parapetos cubiertos de gentes armadas que, levantándose de pronto, habían
de introducir perturbación en las filas. Sin acobardarse suspendió, sin embargo, la marcha, ignorando con qué número tenía que pelear, temiendo avanzar y no queriendo retroceder. El César vió la vacilación ea aquel punto; acudió á él con una reserva de doscientos jinetes, que conservaba alrededor de su persona, dispuesto á acudir á donde fuese necesaria su presencia y siempre más animoso cuando mayor era el peligro. En rápida carrera recorrió el frente de la infantería, animando á todos; y como la extensión de las líneas y su profundidad no permitían arenga general, y tampoco quería despertar las suspicacias del poder, arrogándose lo que él mismo consideraba como prerrogativa del Emperador, limitóse á correr de aquí para allá resguardándose como podía de los dardos del enemigo, y dirigiendo á unos ó á otros, conocidos ó no, algunas frases enérgicas que les excitaban á cumplir su deber: «Compañeros, decía á unos, al fin tenemos una verdadera. batalla; este es el momento que deseábamos todos, y que vuestra impaciencia adelantaba siempre(……)
Hablando á cada uno de la manera conveniente, mandó avanzar la mayor parte de sus fuerzas contra la primera línea de los bárbaros. Entonces la infantería alemana se estremeció de indignación contra los jefes que estaban á caballo, prorrumpiendo en espantosos gritos. Debían pelear á pie como los demás, decían; que nadie tuviese ventajas en caso de huída; que nadie tuviese medios de salvarse abandonando á su suerte a los demás. Esta manifestación hizo que Chnodonario abandonase el caballo, siguiendo todos su ejemplo; no dudando ninguno que alcanzarían la victoria.
Dieron la señal las bocinas, y por ambas partes se vino á las manos con igual brío, empezando por una nube de dardos. Desembarazados de las armas arrojadizas, los germanos se lanzaron sobre nuestras fuerzas con más ímpetu que simultaneidad, rugiendo como fieras. Mayor ira que de ordinario erizaba su espesa cabellera y sus ojos brillaban con furor. Intrépidos al abrigo de los escudos, los romanos paraban los golpes, y blandiendo la pica, presentaban la fin á la vista del enemigo. Mientras la caballería sostiene el ataque con vigor, la infantería aprieta sus filas y forma una muralla con todos los escudos reunidos. Densa nube de polvo envuelve á los combatientes. Los romanos pelean con diferentes peripecias; aquí resisten bien, allá ceden; porque acostumbrados la mayor parte de los germanos á esta maniobra, se ayudaban con las rodillas para penetrar en nuestras filas. La lucha era cuerpo á cuerpo entre todos, mano contra mano, escudo contra escudo, y por todas partes resonaban gritos de triunfo ó de angustia.
Aprovechando la ventaja y dispersión de la caballería, los alemanes caen sobre la primera línea de la ínfantería romana, esperando encontrar soldados quebrantados é incapaces de resistir enérgicamente; pero se sostuvo el choque y se peleó durante algún tiempo con igual fortuna. Los cornutos y los bracatos, soldados aguerridos, al espantoso gesto que les es propio, unieron en aquel momento el tremendo grito de guerra que lanzan en el calor del combate, y que, comenzando por un murmullo apenas perceptible, va subiendo por grados y concluyendo por estallar como un rugido parecido al de las olas al estrellarse en un escollo. Chocan las armas, los combatientes se empujan en medio de una nube de dardos y de una nube de polvo que todo lo oculta, pero las masas desordenadas de los bárbaros no dejan de avanzar con el furor de un incendio; y más de una vez, la fuerza de sus espadas consigue romper la especie de tortuga con que se protegen las filas romanas con la unión de los escudos. Los batavos ven el peligro y dan la señal de ataque; secundados por los reyes acuden á la carrera en socorro de las legiones y se rehace el combate. Estas formidables fuerzas debían, ayudando la fortuna, decidir el éxito hasta en las circunstancias más críticas. Pero los alemanes, á quienes parecía dominar una rabia de destrucción, no dejaban de continuar en. sus desesperados esfuerzos. Aquí sin interrupción vuelan los dardos, se vacían los carcaxes; allá se acometen cuerpo á cuerpo; la espada choca con la espada, y el filo de las armas entreabre las corazas.
El herido, mientras le queda una gota de sangre, se levanta del suelo y se obstina en pelear. Las probabilidades son casi iguales por ambas partes. Los germanos tenían ventaja por la fuerza y energía muscular; los romanos por la táctica y la disciplina; en los unos, ferocidad y ardor; en los otros, serenidady cálculo. Estos confiaban en la inteligencia; aquéllos en la fuerza del cuerpo. Cediendo algunas veces bajo los golpes del enemigo, el soldado romano se erguía en seguida. El bárbaro á quien flaqueaban los jarretes, peleaba rodilla en tierra, demostrando así su extremada obstinación. De pronto los germanos principales, con sus reyes al frente y siguiéndoles la multitud, atacan en masa compacta á, los romanos, abriéndose paso hasta la legión escogida, colocada en el centro de batalla, formando lo que se llama reserva pretoriana.
Allí las filas más apretadas y profundas les oponen muralla tan resistente como una torre, volviendo á comenzar el combate con nuevo vigor. Atentos á parar los golpes y manejando los escudos á la manera de los mirmilones, nuestros soldados herían fácilmente los costados de sus adversarios, que en su ciego furor olvidaban cubrirse. Pródigos de sus vidas y no pensando más que en vencer, los alemanes intentan los últimos esfuerzos para romper nuestras filas; pero los nuestros, cada vez más seguros de sus golpes, cubren el suelo de muertos y las filas de los que atacan sólo se renuevan para caer á su vez. Al fin flaquea su valor y los gritos de los heridos y moribundos acaban de espantarles. Agobiados por tantas pérdidas, ya no les quedaban fuerzas más que para huir, cosa que hicieron de pronto en todas direcciones, con la precipitación desesperada que lleva á los náufragos á abordar la primera playa que ven.
Cuantos presenciaron aquella victoria convendrán en que fué más deseada que esperada. Sin duda algún dios propicio intervino aquel día en favor nuestro. Los romanos cayeron sobre los fugitivos, y, á falta de las es- padas embotadas, que más de una vez les fueron inútiles, arrancaban la vida á los bárbaros con sus propias armas. No se cansaban los ojos de ver correr la sangre, ni los brazos de herir. A ninguno se perdonó. Multitud de guerreros gravemente heridos pedían la fin para librarse de los sufrimientos; otros, en el momento de expirar, abrían los moribundos ojos para ver por última vez la luz.
Juliano "El apóstata", héroe de Argentoratum, salvador de la Galia (II) - Historia o leyenda
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