La balandra "La astuta" o el cúter "Fox"

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Reino de España
por José Manuel Padilla Barrera, rescatado del Diario de Avisos

En la calurosa madrugada del 25 de Julio de hace 213 años, en plena guerra entre España e Inglaterra, Francisco de Tolosa, Vicente Rosique y José Marrero, comandantes de los castillos de San Pedro, Paso Alto y San Miguel, respectivamente, permanecían vigilantes, como todo el resto de jefes de los otros castillos y fuertes que componían la línea de defensa de Santa Cruz de Tenerife, intentando ver u oír algún movimiento en la bahía, en una noche especialmente oscura. El silencio era absoluto, ni en las casas, ni en las calles, ni en toda la línea brillaba una sola luz. Se temía un nuevo ataque de los ingleses, que ya lo habían intentado en dos ocasiones.

Pasadas las dos de la mañana, Tolosa divisó una embarcación, Rosique distinguió un bulto que conjeturó que podía ser un buque y Marrero avistó una vela que se dirigía a la playa y pensó que era la balandra enemiga llamada La astuta. Lo que los tres vieron fue el cúter Fox, que tenía, aproximadamente, las dimensiones de una balandra, y "fox", en inglés, es astuta.

El teniente John Gibson

El cúter Fox, a pesar de su pequeñez, no era un buque cualquiera, era famoso y apreciado por la rapidez con la que cumplía su función de correo, pero lo era aún más por su comandante, el teniente John Gibson, admirado por ser un modelo de marino inglés, hombre ya mayor, audaz y valiente. Por eso, en enero de 1797, se le encomendó una importante misión: hacer llegar desde Londres, al almirante Jervis, comandante en jefe de la flota inglesa en el Mediterráneo, la noticia de que se estaba formando una gran escuadra franco-española con objeto de atacar a Inglaterra en su propio territorio, y la orden de que tomara las medidas necesarias para que los navíos españoles del Mediterráneo no pudieran llegar a Brest, punto de reunión. Este mensaje que portó el Fox, fue el desencadenante de los hechos que desembocaron en la gran batalla naval del cabo de San Vicente, en la que Gibson a bordo de su barco, fue testigo de cómo Nelson asombraba a propios y extraños, más, quizás, a propios que a extraños, logrando así Gran Bretaña un gran triunfo sobre nuestros desolados marinos.

Esa fama que Gibson tenía no era gratuita. Uno de sus hechos basta para confirmarlo: A fines de 1794, formaba parte de la flota que al mando del almirante Hotham mantenía el bloqueo de la francesa que estaba refugiada en el puerto de Tolón. Los franceses decidieron romperlo y tratar de recuperar Córcega.

Durante una escaramuza, el Fox se encontró de pronto con el Ça Ira, navío de 80 cañones. Gibson, aprovechando con destreza la gran arboladura de su buque, quizás desproporcionada para su tamaño, y un casco muy afilado que cortaba el mar, de ahí su denominación, no lo pensó dos veces y se deslizó a su popa, a cuyo alcázar pidió a voz en grito que arriaran la bandera tricolor, o que de lo contrario se dispusieran a verse hundidos. Se burlaron los franceses con desprecio, y el inglés destrozó las bellas ventanas del jardín de popa con sus cañones de seis libras. Cuando el gran navío quiso maniobrar, Gibson ya se había perdido en el horizonte.

Quizás el daño no fuera mucho, pero la humillación sí. El Ça Ira era un buque emblemático para los franceses, su nombre representaba el espíritu de la Revolución, el de una canción, más bien un himno, que fue tan famosa y cruel, por cierto, como La Marsellesa.

Después de cuatro interminables y tediosos meses en el bloqueo del puerto de Cádiz, que los ingleses establecieron después de la batalla de San Vicente, el cúter Fox formó parte de la expedición que el 14 de julio, al mando del ya contralmirante Nelson, se hizo a la vela para dirigirse a Tenerife, donde esperaban encontrar grandes riquezas a bordo de barcos que, con motivo de la guerra, se habían refugiado en el puerto de Santa Cruz. Un acto más de piratería a la que tan proclives eran los ingleses, aunque es posible que escondiera intenciones más ambiciosas.

En las primeras horas del día 22, los ingleses trataron de apoderarse del castillo de Paso Alto desde el mar, pero el intento fracasó. Ese mismo día insistieron en el asalto, esta vez por tierra, y de nuevo obtuvieron el mismo resultado. Después de esas dos grandes frustraciones a las que Nelson no estaba acostumbrado, se pensaba entre los oficiales ingleses que iba a renunciar al empeño. Sin embargo no fue así; basándose en la información proporcionada por un prusiano huido del pueblo, decidió un ataque directo al corazón de Santa Cruz. En ese ataque, al cúter Fox, para su desgracia, se le encomendó una misión totalmente inapropiada para un barco de sus características.

En la noche del 24, Gibson fue abarloando el cúter a los distintos barcos que debían tras*bordarle hombres; en total el pequeño buque llegó a tener a bordo unos 200, tripulación incluida; sus dimensiones: 12 metros y medio de eslora por poco menos de cinco de manga, no daban para más; los 500 que dice Viera y Clavijo, quizás fuera porque le venía bien para componer el verso endecasílabo que correspondía en la silva. Además, por si fuera poco, se le cargó también con cañones ligeros, municiones y escalas de asalto.

A las 11 de la noche, partiendo desde el Bufadero, remando en absoluto silencio, con los remos envueltos en trapos, una nube de botes encabezados por el que tras*portaba al propio Nelson puso rumbo al muelle de Santa Cruz. Cerraba la formación el cúter Fox que necesitaba para navegar, desplegar, al menos, alguna de sus velas y esa fue su perdición, porque una vela blanca, por oscura que fuera la noche, se podía distinguir. Pero lo que fue un infortunio para los ingleses, resultó una suerte para los españoles.

Un grave error

La presencia del cúter Fox fue providencial para la defensa de Santa Cruz. Cuando Tolosa, a pesar de la oscuridad, alcanzó a ver una embarcación que parecía estar a tiro de cañón y hacía por el muelle; le disparó dos cañonazos de a 24, y gracias al resplandor de los fogonazos que iluminó por unos instantes la bahía, pudo distinguir también a los botes ingleses que, igualmente, venían enfilados al muelle. En ese momento la cabeza de la formación de lanchas se encontraba a medio tiro de cañón de su objetivo; habían pasado, por tanto, por delante de los castillos de Paso Alto y de San Miguel y estaban ya a la altura de la batería de San Antonio sin haber sido descubiertos. De no ser por esa necesaria, aunque inoportuna para los ingleses, vela del cúter, Nelson podría haber logrado el efecto sorpresa que pretendía.

En el momento que se descubrió al cúter en aguas de la bahía, sonaron las campanas de alarma y una tormenta de fuego se desencadenó sobre los asaltantes; todos los cañones de la línea, desde Paso Alto hasta San Pedro dispararon al unísono. Cuando se desató ese infierno, el cúter Fox navegaba entre los castillos de Paso Alto y San Miguel. Uno de los marinos que iban sobre su cubierta contaba años después que una andanada terrible de las baterías costeras atravesó el frágil casco de la embarcación, que se fue a pique sin remedio. Logró salvarse librándose de sus propios compañeros que lo arrastraban hacia abajo, y hasta en tres ocasiones tocó fondo, al final, presa de ese estado parecido al de un sueño que precede a la asfixia, apareció un bote que lo izó a bordo antes de exhalar el último aliento. Ese casi milagroso bote, bien pudo ser el que tras*portaba hasta su buque insignia, el Theseus, al contralmirante Nelson, al que su hijastro, el teniente Nisbet, había rescatado del horror del frustrado desembarco en el muelle, con su brazo derecho destrozado, y que a pesar de su doloroso estado colaboró en el salvamento de los náufragos. No todos tuvieron la misma suerte, hubo 97 ahogados en el naufragio, además de su comandante, el teniente John Gibson, que fiel a la tradición marinera se hundió con su barco.

Los tres personajes, Tolosa, Rosique y Marrero se disputaron el mérito de haber hundido al cúter; por eso el verso "¿disparólo Rosique?" Seguro que sí, que disparólo, no tanto que acertáralo; el padre del último de ellos, el alcalde real Domingo Vicente Marrero, opinaba que querían disputarle esa gloria a su hijo, por no parecerles bien que un natural del lugar fuera digno de tal elogio. Nihil novum sub solem. Los expedientes que en su día se abrieron no llegaron, como es natural, a ninguna conclusión.

El hundimiento del cúter Fox supuso prácticamente para los ingleses el fracaso del ataque, porque en unos instantes perdieron más de la quinta parte de sus hombres sin haber llegado a entrar en combate, puesto que los supervivientes tampoco pudieron hacerlo. El que ya era una leyenda para los ingleses, el hasta entonces invicto Nelson, cometió un increíble y trágico error, al utilizar de una manera insensata un barco, famoso por su velocidad, haciéndolo desfilar lentamente, como si de un blanco de feria se tratase, por delante de las baterías españolas. Nadie, jamás, le recriminó este tremendo desacierto, que costó casi un centenar de muertos, ni tampoco la derrota sufrida ante un desconocido general español, al frente de una modesta guarnición. Cuando llegó a Londres, considerándose, a sí mismo, un estorbo para sus amigos y un inútil para su nación, fue, sin embargo, recibido como un héroe, condecorado, y en mayo de , 1798 ya estaba otra vez a las órdenes del almirante Jervis en el Mediterráneo.

Entre todos los acontecimientos que sumados acabaron en la gran victoria, única española en esa contienda, no hay duda que la presencia primero y el hundimiento después, del cúter Fox, fueron de los más decisivos, tal como lo pudieron ser, el conseguir herir a Nelson o la oportuna llegada del teniente Siera al castillo de San Cristóbal para desmontar, con su mágica frase, "el Batallón está intacto", el farol con el que los ingleses que quedaron en tierra, quisieron intimidar al general Gutiérrez.
 
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