Las fosas
El Estado no debe abdicar de su obligación cuando tenga conocimiento de enterramientos clandestinos
14/09/2008
La familia del maestro fusilado junto a García Lorca y supuestamente enterrado en la misma fosa que el poeta, en el barranco de Víznar, ha solicitado al juez Garzón la exhumación de su cadáver. Hasta ahora, la petición ha tropezado con la oposición de la familia Lorca, reacia a la apertura de la fosa común donde yacen, además, otros dos cadáveres del mismo fusilamiento perpetrado por los sublevados. La providencia de Garzón reclamando datos de muertos y desaparecidos a diversos organismos e instituciones concede una nueva oportunidad a la familia del maestro para que su voluntad sea escuchada.
Cabe preguntarse si el juez está haciendo un uso correcto de sus atribuciones, puesto que ha iniciado un procedimiento propio de la fase de instrucción sin haber decidido aún si es competente ni tampoco si los delitos que están detrás de esos enterramientos clandestinos son perseguibles. Ambos puntos quedarían solventados si Garzón encontrara la manera de tipificar la represión franquista como genocidio, en cuyo caso no existiría prescripción para los delitos cometidos y la Audiencia Nacional sería competente.
El escándalo sobre las fosas y la posterior represión franquista ha impedido advertir que, en realidad, se suscitan dos problemas diferentes. Uno es la eventual apertura de una causa penal contra los autores de las muertes, algo que resultaría inviable, excepción hecha de su conversión en genocidio. Otro es la existencia, aún hoy, de decenas de enterramientos clandestinos. Hace tiempo que este segundo problema debería estar resuelto, y no a instancias de la Audiencia Nacional ni tampoco de las asociaciones de la Memoria Histórica. Tendría que ser la Administración la que tomara la iniciativa bajo el impulso de la normativa existente sobre la sepultura de los cadáveres. Resulta inexplicable que el Estado conozca la existencia de enterramientos clandestinos y se inhiba o, peor aún, abdique de sus obligaciones en favor de las asociaciones, como establece la Ley de Memoria Histórica, un texto jurídico sui géneris con el que el Gobierno quiso salir del embrollo político en el que se había metido.
Desde la perspectiva de la estricta legalidad, y no de ninguna memoria histórica, la familia Lorca no debería sentirse agraviada porque el Estado cumpla con sus funciones en relación con el enterramiento clandestino donde podría encontrarse el poeta. Tampoco tendría ningún sentido que los partidos se enzarzasen en una discusión en torno a la metáfora de si el cumplimiento de sus funciones por parte del Estado abre o cierra heridas.
El hecho de que en España se viviera una guerra civil y una atroz dictadura fue la causa de que existan miles de cadáveres en las cunetas; pero no puede servir de excusa para que sigan yaciendo en ellas. Esto nada tiene que ver con la memoria, que sólo incumbe a familiares, historiadores y, en general, a los ciudadanos, sino con el cumplimiento de las leyes por parte del Estado.
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