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Es evidente que hablar de la supresión de impuestos hará sonreir escépticamente a muchos. Un masivo y secular lavado de cerebro ha hecho creer a la mayoría que los impuestos son necesarios. Un mal necesario como la prespitación. El Estado debe pagar sus gastos afirman virtuosamente los supuestos entendidos y para pagarlos debe de recurrir a los impuestos. A veces parece imposible que el hombre haya ido a la luna, inventado los ordenadores, la televisión y el teléfono, los rayos láser e internet. ¿Cómo diablos es posible que simultáneamente se profieran tales asnadas?...
Si el Estado necesita dinero para pagar sus gastos, justos, necesarios e imprescindibles gastos, sin meterse a comerciante ni a curandero, lo único que debe de hacer es pasar los correspondientes pedidos de bienes y servicios al sector privado y pagar con billetes emitidos por la Casa de la Moneda. Y por favor, que no me vengan con la memez de que esto es inflación; infinitamente más inflación es el sistema actual que consiste en pagar dicha deuda acudiendo a préstamos bancarios que deberán devolverse con suculentos intereses añadidos o quitando dinero a los ciudadanos mediante impuestos que reducirán la masa flotante de dinero y por vía de consecuencia disminuirán el consumo y generarán el paro. Entonces vendrán más impuestos para pagar a los parados y a toda la masa de burócratas que administrarán esos fondos y continuará la espiral plasmada en la tenebrosa ecuación actual: impuestos-paro.
Los impuestos, no me cansaré de repetirlo, no tienen una función económica; tienen una función política (como ocurre con la esa época en el 2020 de la que yo le hablo), cuyo objetivo consiste en privar de recursos y por consiguiente de libertad, de libertad “real” no retórica, a los ciudadanos.
En los países occidentales los impuestos han venido aumentando progresivamente desde hace décadas. Y si excepcionalmente bajan de forma "oficial", como pudo ser el caso de la América de Reagan, suben de forma "real" bajo la forma de la deuda exterior que un día u otro habrá que pagar de una manera u otra o bajo la forma de los impuestos indirectos sobre el consumo, el “lujo” y los servicios. Los occidentales tenemos que sufrir y soportar una verdadera sangría impositora que aumenta constantemente y cuya tendencia es aumentar más sin cesar. Los impuestos en la mayor parte de los países son casi expropiatorios, como es el caso de Dinamarca. Son “objetivamente” comunizantes aunque los gobernantes que los decretan sean muchas veces “conservadores” o pasen por tales. La tendencia es conseguir que todos trabajen para el estado.
Esa catarata de impuestos no tiene justificación económica alguna, digan lo que digan los Chicago Boys con sus talmúdicos Nobel de Economía, Milton Friedman y Paul Samuelsson a la cabeza. Ya lo he dicho, su justificación es única y exclusivamente política. Centrémonos ahora brevemente en el aspecto económico de los impuestos.
En la mayoría de los países concretamente en el mundo blanco existen diversas clases de impuestos: los que gravan la renta y los que gravan la propiedad. De hecho, son un solo impuesto pues las rentas ganadas por un individuo o una sociedad con su trabajo son propiedad suya. También hay impuestos sobre el consumo, los célebres e injustísimos impuestos indirectos sobre los servicios y prácticamente sobre todas las actividades humanas.
Pues bien, a lo largo de todo el siglo XX y siguiente, los impuestos sólo han disminuido en el mundo occidental en dos países y en dos épocas bien determinadas: en la Alemania nacionalsocialista y en la Italia fascista. Es más, el economista nacionalsocialista Gottfried Feder afirmaba que “el fin último de nuestro Estado es la consecución de una sociedad sin impuestos”. Estos son hechos históricos irrefutables. Como también lo son que Alemania (y menor medida Italia) alcanzó en el referido periodo una prosperidad económica sin parangón en la época; y eso que en ambos casos, sobre todo en el alemán, se partía de situaciones previas sencillamente caóticas. Caóticas y además superimpositivas. Partiendo no de cero sino de bajo cero, Alemania fue entre los años 1933 y 1939 el único país de toda la historia universal que redujo substancialmente sus impuestos al tiempo que mejoraba sus servicios públicos y aumentaba vertiginosamente su renta nacional.
El estado —cualquier Estado democrático— es un mal negociante. No es la nuestra una afirmación gratuita. Desafiamos al lector y a quien sea a que nos cite un ejemplo, uno sólo, de una empresa estatal de cierta importancia en cualquier parte del mundo que de buenos servicios y al mismo tiempo obtenga beneficios o por lo menos cubra gastos. De ahí el clamoroso fracaso de todos los llamados “socialismos”. El socialismo, el marxismo para entendernos, sólo puede funcionar —mal, pero funcionar al fin y al cabo— en la URSS y sus satélites a base de un sistema esclavista impuesto por un “estado-patrón” que gobernó a golpe de ukases sin preocuparse de legalismos, ni siquiera pro forma, y que castigaba los errores e insuficiencias en el terreno económico con la guandoca o la ejecución tras inculpación de “sabotaje económico”.
En los modernos estados occidentales, sobre todo cuando los respectivos partidos socialistas alcanzan el poder, tienen tendencia a buscar la adhesión de las masas y “comprar” así sus indispensables votos con promesas de desenfrenada demagogia, de las cuales hay que llevar a cabo efectivamente al menos una pequeña parte. Así los sucesivos gobiernos incurren en gastos tan excesivos como inútiles con sus programas “sociales” tan caros como ineficaces, que siempre resultarían mejor cubiertos por entidades privadas con finalidades tal vez menos “sociales”, pero provistas de la eficacia y el buen rendimiento inherentes a un buen comerciante europeo. Que tales servicios fueran homologados por el Estado es otra cuestión. Solo me interesa aquí y ahora destacar y subrayar el hecho más que demostrado por la experiencia diaria de que los servicios de todos los estados europeos son malos y caros, pero consiguen cubrir sus auténticas aunque escondidas finalidades reales que son:
1. Poder "colocar” a una ingente masa de funcionarios paniaguados cuyos votos y los de sus familiares y allegados irán al partido en el poder, o a quienes deben su sinecura.
2. Poner al pueblo en situación de extrema dependencia ante el “dios” estado pues como dijera Séneca “Quien todo lo puede dar, todo lo puede quitar”.
3. Limitar progresivamente los restos de independencia que le queden al pueblo al atentar seria y permanentemente contra su bolsillo con impuestos que reducen su haberes hasta límites de mínimos vitales. Y ya se sabe que a quien no tiene dinero, la más liberal de las sacrosantas y masónicas constituciones no le garantiza su libertad. (Ni a quien lo tiene tampoco, pero siempre algo más que a quien no lo tiene y en todo caso esa es otra historia).
Y como colorario de todo ello y para cubrir los gastos de los famosos “programas sociales” los estados recurren a los créditos bancarios como cualquier particular, a los empréstitos, a la emisión de deuda pública y a mil otros sistemas de agenciarse recursos, aunque siempre devengando intereses directa o indirectamente a instituciones bancarias y financieras. Los impuestos son así a la corta y a la larga medios seguros para imponer a los pueblos las ataduras de la finanza sionista y criminal.
Hemos citado a Gottfried Feder que hablaba de una sociedad sin impuestos pero no se debe de omitir que además de hablar de ello el régimen nacionalsocialista lo puso en práctica, citándose como más aleccionador el caso del estado de Baviera —que no era en verdad de los más ricos de Alemania— cuya hacienda regional se construía sin la contribución de un solo pfennig de estado central alemán. Es decir, que lo que Baviera obtenía de la explotación de los bosques y jardines públicos, de los ferrocarriles y tranvías, de los servicios de correos, radiofonía, telégrafos y teléfonos, servía para pagar sus atenciones culturales y educacionales, sus servicios públicos y su administración de justicia. El caso de la Alemania “nancy” es ejemplarizante pues fue un país que prosperó tremendamente mientras los demás de hundían en el caos inflacionario reduciendo paulatina y acentuadamente sus impuestos con la confesada tendencia a suprimirlos por completo.
Si hace nueve décadas una región de las menos favorecidas de su país como Baviera cubría sus gastos internos y aún le sobraba dinero para concurrir al pago de la deuda nacional y ello aplicando apenas una cuarta parte del programa ideológico de su partido necesariamente subordinado a las necesidades políticas de la época, resulta sobrecogedor pensar qué podría hacerse hoy en día en Occidente si se aplicara una economía natural, sencilla y correcta, sin la carga de los impuestos y no el bodrio antinatural que nos han impuesto los poderes fácticos atendiendo a conceptos y premisas de los apologistas e ideólogos de la economía de libre mercado donde los representantes del "pueblo escogido" llevan, casualmente la primacía: Popper, Menger, Hayek, Mises, Wieser, Morgenstern, Rosestein, Krugman, Stiglitz, Arrow, Kaldor, Rothbard, etc, etc.
Ataduras impositivas para los esclavizados “goyim”, naturalmente, no para los judíos, quienes de acuerdo a lo establecido en Los Protocolos de los Sabios de Sión, cuando ellos alcancen el poder, su gobierno, al que califican de “autocrático”, evitará “cargar sensiblemente a la masa de nuestro pueblo con impuestos, partiendo de un principio de autopreservación”. Repetimos y subrayamos: NUESTRO PUEBLO.
No torturemos los textos y limitémonos a la semántica: el orador protocolario se refiere, no puede referirse a nadie más, a “su pueblo”, fijémonos bien, no por atender a principios éticos o jovenlandesales, no por caridad o compasión, sino por un simple “principio de autopreservación”, afirma el orador que no hay que cargarlo con impuestos. Ni con muchos, ni con pocos. Sencillamente el pueblo judío no pagará impuestos. Es decir, para impedir que surjan descontentos que puedan poner en peligro las estructuras del poder tan sabiamente montadas por los miembros del Kahal o el Gran Sanedrín, en una admirable y tenaz labor de siglos.
El caso de los grandes multimillonarios judíos es ilustrativo por que generalmente escapan al fisco que ellos han contribuido a imponer a los “goyim” utilizando diversos recursos y procedimientos tan ilegítimos como irreprochablemente legales. Uno de los más socorridos sistemas es el de las fundaciones exentas de pago de impuestos por definición. Un instrumento fundamental de la ****ría, junto con las sociedades anónimas, la bolsa, la deuda, los impuestos y los bancos centrales, como reconocen "Los Protocolos", "en su lucha secular contra los goyim".