España entra en la espiral de la fin
Antoni Domènech · G. Buster · Daniel Raventós
15/07/12
El pasado viernes, 13 de julio, el Consejo de Ministros aprobó el radical paquete de medidas de austeridad fiscal procíclica anunciadas por Rajoy en sede parlamentaria dos días antes. “No disponemos de más ley ni de más criterio que el que la necesidad nos impone. Hacemos lo que no nos queda más remedio que hacer, tanto si nos gusta como si no nos gusta. Soy el primero en estar haciendo lo que no le gusta”: palabras literales de un presidente más nervioso, más inseguro y con peor dicción que de costumbre. Es la segunda vez en dos años que una escena así se produce en las Cortes: el 11 de julio de 2012 de Rajoy es el 10 de mayo de 2010 de Zapatero.
Zapatero se dio un autogolpe de Estado para evitar, supuestamente, el golpe de la intervención de la Troika. Con el resultado de todos conocido: todo fue a peor, como no podía ser de otro modo con unas políticas procíclicas de consolidación fiscal y recortes de derechos sociales e ingresos populares en un país, entonces, con un desempleo superior al 20%, el 45% de los jóvenes en paro y la demanda efectiva en rápido proceso de contracción. Ahora se anuncia un recorte anual para los próximos tres años de más del 2% del PIB, en un país con más del 25% de su población activa desempleada, más del 50% de los jóvenes en paro –decenas y decenas de miles convertidos ya en emigrantes— y una demanda efectiva en caída libre.
De ideas milagreras, retóricas electorales y agendas ocultas
Rajoy subió al poder con la idea milagrera –avalada por toda una corte de tertulianos, todólogos mediáticos y pseudoeconomistas diz-que-profesionales— de que bastaba poco más que un gobierno conservador de gentes de viso en la Moncloa para recuperar la “confianza” de los mercados financieros internacionales y la benevolencia de los burócratas de Bruselas y de Francfort. Esa era la idea “técnica” básica.
Había, además, una retórica de campaña electoral rectificadora del giro antisocial de Zapatero: no se tocaría a los pensionistas, no se tocaría a los funcionarios públicos, no se recortarían derechos ni en educación, ni en sanidad (¿quién dice copago?), ni en la cobertura del paro; habría austeridad y consolidación fiscal, por supuesto, pero se trataría de una “austeridad expansiva” (sic), facilitadora del crecimiento económico (no se subiría el IVA, ¡claro que no!). Contra el entreguismo de Zapatero, se defendería la soberanía nacional; España sabría hacerse respetar en la UE y ante la Troika: el Reino, en fin, no sería intervenido, ni informal ni, menos, formalmente. Por fin alguien haría valer la “marca España”.
Y había, por supuesto, una agenda oculta. Con la excusa de la necesidad de bienquistarse a los mercados financieros y recuperar la “confianza” perdida por la calamitosa gestión del PSOE, acometer un conjunto de contrarreformas –incoadas ya por el gobierno Zapatero y largamente anheladas por la derecha social española— que alteraran radical e irreversiblemente la relación de fuerzas. Que reconfiguraran la constitución social del país, particularmente la regulación del mercado de trabajo. Que reordenaran pro domo sua, a favor del poder político-económico del PP, la fatalmente dañada estructura bancaria (lo que pasaba crucialmente por convertir a Bankia en un coloso financiero privado promiscuamente vinculado al partido). Que terminaran de poner en almoneda y desmantelar el sector público, pusieran proa a la conversión de la vida económica de nuestro país en un rimero interminable de peajes privatizados, cobrables por rentistas improductivos de toda laya, nacionales y extranjeros, y entraran por uvas en la más o menos disimulada tarea de recentralizar administrativamente y jibarizar el “Estado de Medioestar” español, como atinadamente lo ha llamado en alguna ocasión Gaspar Llamazares.
La agenda oculta, en una palabra, consistía en aprovechar la crisis para consolidar hasta las últimas consecuencias el tipo de capitalismo oligopólico de amiguetes políticamente promiscuos construido por el PSOE y el PP en las últimas décadas y reubicar al núcleo político dirigente conservador en la nueva situación. Si se quiere, y por servirnos del neologismo muy a propósito inventado por el académico de la lengua Emilio Lledó, pasar de la economía política del capitalismo oligopólico de amiguetes, al casino de negocios público-privados de los “amigantes” (que rima con mangantes).
Del fracaso, también, de la agenda oculta
En tan sólo 6 meses de gobierno, la realidad de la crisis se ha llevado ya por delante la idea “técnica” básica del programa electoral del PP, la de la “confianza”: la prima de riesgo no ha dejado de subir, la renta variable no ha dejado de bajar, el interés de los bonos españoles se ha disparado hasta rebasar todos los niveles de alarma (7%), y lo que es más grave y perentorio, ha comenzado a acelerarse una fuga masiva de capitales y depósitos bancarios, cuyo ritmo anual se estima ahora mismo en un ¡50% de nuestro PIB! Un pánico bancario desatado, peligrosísimo para España y para el conjunto de la UE, al que no son ajenas las sucesivas torpezas del gobierno Rajoy en el manejo de la crisis de solvencia de la banca española. Y a todo eso, la unión bancaria y la garantía europea de depósitos –única medida eficaz para contener la hemorragia—, siguen ahora tan lejos, si no más, que antes de la famosa cumbre del pasado 28/29 de junio. Han pasado sólo dos semanas, y parecen meses. Tiempo suficiente, en cualquier caso, para que varios sedicentes “europeístas” demostraran una vez más su incapacidad para comprender la naturaleza de la crisis política europea y se cubrieran con el más bobalicón de los ridículos.
Como previsto por todo el mundo, de desmentir la retórica electoral se encargó el propio gobierno no bien entró en ejercicio. Pero lo verdaderamente interesante es la suerte que ha corrido en sólo 6 meses el desarrollo de la agenda oculta del PP. Porque la puesta por obra del “programa oculto” se fundaba también en la necia idea de la restauración de la “confianza” (y en el pésimo diagnóstico –compartido con el núcleo dirigente del PSOE— de la naturaleza de la presente crisis europea que subyace a esa idea). La realización del programa oculto de Mariano Rajoy pasaba decisivamente por evitar la intervención de España por la Troika; intervenido el Reino, todo cambia. No importa el grosero jaleo forofesco de los diputados del PP a cada anuncio de recorte declarado por el jefe, ni siquiera el obsceno “que se joroben” los parados de una pijilla descerebrada que calienta escaño en las Cortes. Harto más significativo se antoja el rostro desalterado del Presidente del gobierno. Porque, si bien se entiende, de lo que verdaderamente se despedía era de su agenda oculta.
Y despedirse de la agenda oculta no era sólo despedirse del verdadero programa partidista con que accedió al gobierno. Es mucho más. Es despedirse de toda una época política y económica que ese programa trataba de salvar, y a su modo, perpetuar, rectificándola por la vía de escorar irrreversiblemente, hasta donde se pudiera, su centro de gravitación hacia la derecha. Es muy significativo que el Consejo de Ministros del pasado viernes comenzara no en Moncloa, sino en la Zarzuela, con el monarca en persona presidiendo la sesión del reconocimiento oficial de todos los fracasos. Como agarrándose a un clavo ardiendo, precisamente al amparo de un Rey de todo punto desacreditado ante la opinión pública y convertido en los últimos meses en la cara visible del fracaso nacional y del fin de época. En el símbolo mismo de la agónica fatiga política, social y jovenlandesal del régimen de la Segunda Restauración borbónica que fue la tras*ición democrática.
Res ipsa loquitur: ministros que filtran secretos de su cartera (el escándalo de la ministra Báñez y el ERE del PSOE); una red gigantesca de espionaje a empresas y ciudadanos y compra y venta de datos privados protegidos por la ley con la connivencia de las instituciones privadas y públicas –incluidos los servicios secretos— encargadas de protegerlos; socialización de la corrupción de lo público a lo privado con las preferentes, como se ha visto con la apertura de la causa contra los gerentes de Bankia, la CAM y CaixaNovaGalicia; el bloqueo de un poder judicial incapaz de autogobernarse, carente de la legitimidad democrática que solo pueden otorgarle los ciudadanos, y no el escalafón de la judicatura y los acuerdos bajo mano entre el PP y el PSOE; unos incendios pavorosos que no se pueden extinguir por los recortes del gasto público; amnistía a los depredadores urbanísticos de la propiedad común de las costas; amnistía a los defraudadores fiscales… ¿Qué más?
La espiral de la fin
Con las medidas de recortes y austeridad fiscal que ha impuesto la Troika al gobierno, España entra en la espiral de la fin. Es decir, se aventura por la senda que ha llevado al suicidio económico, social y político a las naciones hasta ahora intervenidas (Grecia, Portugal, Irlanda). La dinámica es harto conocida: las drásticas medidas procíclicas de austeridad fiscal encaminadas a reducir la deuda y el déficit públicos generan destrucción de empresas y de empleo, desplome de los salarios, caída de la demanda agregada, descenso de los ingresos fiscales del Estado y, para cerrar el círculo vicioso, ulterior crecimiento del endeudamiento público, acrecida desconfianza de los acreedores internacionales y nuevas y más desapoderadas exigencias de austeridad y consolidación fiscales y consiguiente degradación del Estado social, de la enseñanza, de la sanidad, de la cobertura del desempleo.
En esa perspectiva, perdida la soberanía monetaria y sin autoridad fiscal común en la UE, el círculo vicioso sólo podría romperse con una enérgica mejora de la exportación. Los últimos datos al respecto no son nada halagüeños. Y no cabía esperar otra cosa. Primero, porque a diferencia de Portugal, por ejemplo, en donde el sector exportador representa cerca del 50% de su economía, la exportación española significa apenas un tercio, es decir que al menos dos tercios de la demanda de los productos de las empresas españolas vienen de un mercado interior deprimido por el paro creciente, por el tremendo estado de endeudamiento de las familias y de las empresas españolas, por los recortes salariales públicos y privados, por el terrible aumento del IVA, por las nuevas tasas universitarias, por el copago sanitario, por presentes y venideros peajes de usuario en el acceso a los bienes públicos o comunes; en una palabra, por las extremistas políticas de austeridad fiscal. Y segundo: porque las políticas de austeridad incompetentemente impuestas a escala europea han deprimido la demanda continental, y el grueso de nuestras exportaciones –como las de los alemanes, dicho sea de pasada— van a parar a una eurozona devastada por esas suicidas políticas procíclicas de consolidación fiscal.
Es evidente que el núcleo dirigente del PP es a estas alturas perfectamente consciente de todo eso. El fracaso estrepitoso de Montoro es el fracaso de la agenda oculta de una derecha política española que era todavía orgánica en intereses oligárquicos más o menos nacionalmente arraigados, y que tenía intereses electorales propios. Es aventurado –y acaso necio— decir que estamos asistiendo al triunfo del “independiente” y “cosmopolita” De Guindos, ese fracasado gestor europeo de los intereses del quebrado banco norteamericano Lehman Brothers.
Pero de lo que no cabe la menor duda es de que decidir –o allanarse a— meter a España en la espiral de la fin trae consecuencias devastadoras para la identidad de quien lo propone (el PP). Para la identidad de quien lo aplaude, jactándose incluso de haberlo propuesto antes (Duran i Lleida). Para la identidad de quien lo tolera “responsablemente” y aun lo acompaña como “inevitable” y “necesario” con dos que tres salvedades y matices y tres que cuatro lagrimitas impostadas (Rubalcaba). Y desde luego para la identidad política de quienes, aplaudiéndolo en el fondo, sólo pretenden aprovecharse del río revuelto para promover aquí o allá su propia agenda superficialmente populista (el desmantelamiento del Estado de las Autonomías, à la Rosa Díez; el fantasma del pacto fiscal catalán sin contenido social para justificar, à la Mas, su cruel ofensiva en toda regla contra los derechos de las clases populares).
Como las elites políticas coloniales tradicionales
Las medidas de choque decididas –“sin libertad”— por Rajoy la semana pasada van contra los intereses mediatos e inmediatos de la inmensa mayoría de la población española, incluidas esas clases medias madrileñas abrumadoramente votantes del PP que habrán perdido todos sus ahorros con la estafa de Bankia y Caja Madrid. La espiral de la fin al estilo griego no sólo tiene consecuencias económicas y sociales devastadoras; tiene también consecuencias para las propias elites políticas que se allanan de mayor o menor grado al suicidio de la nación. Porque pierden su identidad política como representantes fiduciarios más o menos legítimos de distintos intereses sociales más o menos encontrados, para convertirse paulatinamente en castas políticas de tipo colonial, sin arraigo social en la población. Franz Fanon describió hace ya muchos años a ese tipo de elites coloniales en Los condenados de la Tierra, una obra maestra de la literatura anticolonialista de los años 60.
Este era el tenor literal de su descripción: las elites coloniales, cualquiera que sea el matiz de su tonalidad político:
- niegan a los pueblos la seguridad en los puestos de trabajo;
- reducen los ingresos del grueso de la población al nivel de subsistencia;
- llevan a los pobres a la desesperación;
- buscan con denuedo desmantelar a los movimientos y a las organizaciones sociales, señaladamente a los sindicatos obreros;
- se empeñan en degradar el sistema educativo, de modo que solo las elites puedan tener acceso a la educación superior;
- hacen leyes a la medida de las empresas tras*nacionales saqueadoras;
- criminalizan el disenso, la crítica y a la oposición política no acomodaticia.
El corolario de esa clásica descripción del hacer de las elites coloniales era el comportamiento que buscaban inducir en la población: el miedo y la sensación de inestabilidad generados por esas políticas garantizaban la pasividad de la población, forzada a derivar hacia la propia supervivencia personal todas las energías disponibles.
Lo mejor del buen discurso parlamentario de Cayo Lara –convertido de facto en el jefe de toda la oposición en las Cortes, incluidos, verosímilmente, los parlamentarios socialistas desolados por las frívolas payasadas de Rubalcaba— es que entendió perfectamente este punto. No sólo ha traicionado Rajoy a su propio electorado al violar groseramente las promesas de su programa, no sólo, esto es, ha fracasado como político democrático, sino que ha fracasado también en la promoción de su agenda oculta “soberana”, es decir, ha fracasado como político tecnocrático. Doble fracaso. Se impone la consulta popular.
Hasta un periodista tan cargantemente circuelocuente como Pedro J. Ramírez se ha visto en la necesidad de reconocer sin reservas lo obvio, aunque sea para salir cínicamente al paso:
“En otras circunstancias el reconocimiento de esta súbita pérdida de autonomía democrática debería llevar aparejada la dimisión del gobierno de turno, la disolución del Parlamento y la convocatoria de nuevas elecciones. Pero nadie está pidiendo que Rajoy haga eso porque su rotundo triunfo electoral ha sido muy reciente y, como indican todos los sondeos, no se percibe ninguna alternativa fiable. Más bien existe el consenso de que al líder del PP le toca cargar con la cruz de lo que será una creciente impopularidad, gestionar con la mayor solvencia posible la ejecución del diktat de Bruselas y tratar de que la desagradable travesía del desierto concluya cuanto antes.” [“Protectorado de ’soberanía suspendida’”, El Mundo, 15 julio 2012.]
Quien comprenda mínimamente la naturaleza de la crisis política europea, o quien al menos sepa algo de macroeconomía elemental, o quien, si más no, se haya molestado en informarse un poco de la experiencia de Grecia, Irlanda y Portugal desde su intervención, sabe ya que lo que viene no es “una desagradable travesía del desierto” destinada a “concluir cuanto antes”. Sino la entrada en una verdadera espiral de la fin.
Que la población sea, o no, presa del pánico, que se entregue, o no, a una inerme pasividad política cruzado el portalón de esa espiral, dependerá de la decisión con que el conjunto de la izquierda social y política de este país –sindicatos obreros, 15 M, colectivos de parados y trabajadores precarizados, representantes institucionales (locales, autonómicos y estatales) de las izquierdas federalistas y soberanistas, asociaciones ciudadanas, colectivos culturales, investigadores y académicos comprometidos, grupos de apoyo a los desahuciados, afectados por las estafas bancarias, pequeños comerciantes arruinados por el IVA, autónomos acorralados por la inopinada subida de su IRPF, etc.— sepan aunar voluntades y plantear como una necesidad perentoria la convocatoria de un referéndum democrático que, manifiesta y clamorosamente fracasadas las elites rectoras dominantes, permita a los pueblos de España elegir libremente su destino en uno de los momentos más dramáticos de nuestra historia, que, como bien dijo hace muchos años el poeta, es la más triste de todas las historias.
Antoni Domènech es el Editor general de SinPermiso. Gustavo Búster y Daniel Raventós son miembros del Comité de Redacción de SinPermiso.
Antoni Domènech · G. Buster · Daniel Raventós
15/07/12
El pasado viernes, 13 de julio, el Consejo de Ministros aprobó el radical paquete de medidas de austeridad fiscal procíclica anunciadas por Rajoy en sede parlamentaria dos días antes. “No disponemos de más ley ni de más criterio que el que la necesidad nos impone. Hacemos lo que no nos queda más remedio que hacer, tanto si nos gusta como si no nos gusta. Soy el primero en estar haciendo lo que no le gusta”: palabras literales de un presidente más nervioso, más inseguro y con peor dicción que de costumbre. Es la segunda vez en dos años que una escena así se produce en las Cortes: el 11 de julio de 2012 de Rajoy es el 10 de mayo de 2010 de Zapatero.
Zapatero se dio un autogolpe de Estado para evitar, supuestamente, el golpe de la intervención de la Troika. Con el resultado de todos conocido: todo fue a peor, como no podía ser de otro modo con unas políticas procíclicas de consolidación fiscal y recortes de derechos sociales e ingresos populares en un país, entonces, con un desempleo superior al 20%, el 45% de los jóvenes en paro y la demanda efectiva en rápido proceso de contracción. Ahora se anuncia un recorte anual para los próximos tres años de más del 2% del PIB, en un país con más del 25% de su población activa desempleada, más del 50% de los jóvenes en paro –decenas y decenas de miles convertidos ya en emigrantes— y una demanda efectiva en caída libre.
De ideas milagreras, retóricas electorales y agendas ocultas
Rajoy subió al poder con la idea milagrera –avalada por toda una corte de tertulianos, todólogos mediáticos y pseudoeconomistas diz-que-profesionales— de que bastaba poco más que un gobierno conservador de gentes de viso en la Moncloa para recuperar la “confianza” de los mercados financieros internacionales y la benevolencia de los burócratas de Bruselas y de Francfort. Esa era la idea “técnica” básica.
Había, además, una retórica de campaña electoral rectificadora del giro antisocial de Zapatero: no se tocaría a los pensionistas, no se tocaría a los funcionarios públicos, no se recortarían derechos ni en educación, ni en sanidad (¿quién dice copago?), ni en la cobertura del paro; habría austeridad y consolidación fiscal, por supuesto, pero se trataría de una “austeridad expansiva” (sic), facilitadora del crecimiento económico (no se subiría el IVA, ¡claro que no!). Contra el entreguismo de Zapatero, se defendería la soberanía nacional; España sabría hacerse respetar en la UE y ante la Troika: el Reino, en fin, no sería intervenido, ni informal ni, menos, formalmente. Por fin alguien haría valer la “marca España”.
Y había, por supuesto, una agenda oculta. Con la excusa de la necesidad de bienquistarse a los mercados financieros y recuperar la “confianza” perdida por la calamitosa gestión del PSOE, acometer un conjunto de contrarreformas –incoadas ya por el gobierno Zapatero y largamente anheladas por la derecha social española— que alteraran radical e irreversiblemente la relación de fuerzas. Que reconfiguraran la constitución social del país, particularmente la regulación del mercado de trabajo. Que reordenaran pro domo sua, a favor del poder político-económico del PP, la fatalmente dañada estructura bancaria (lo que pasaba crucialmente por convertir a Bankia en un coloso financiero privado promiscuamente vinculado al partido). Que terminaran de poner en almoneda y desmantelar el sector público, pusieran proa a la conversión de la vida económica de nuestro país en un rimero interminable de peajes privatizados, cobrables por rentistas improductivos de toda laya, nacionales y extranjeros, y entraran por uvas en la más o menos disimulada tarea de recentralizar administrativamente y jibarizar el “Estado de Medioestar” español, como atinadamente lo ha llamado en alguna ocasión Gaspar Llamazares.
La agenda oculta, en una palabra, consistía en aprovechar la crisis para consolidar hasta las últimas consecuencias el tipo de capitalismo oligopólico de amiguetes políticamente promiscuos construido por el PSOE y el PP en las últimas décadas y reubicar al núcleo político dirigente conservador en la nueva situación. Si se quiere, y por servirnos del neologismo muy a propósito inventado por el académico de la lengua Emilio Lledó, pasar de la economía política del capitalismo oligopólico de amiguetes, al casino de negocios público-privados de los “amigantes” (que rima con mangantes).
Del fracaso, también, de la agenda oculta
En tan sólo 6 meses de gobierno, la realidad de la crisis se ha llevado ya por delante la idea “técnica” básica del programa electoral del PP, la de la “confianza”: la prima de riesgo no ha dejado de subir, la renta variable no ha dejado de bajar, el interés de los bonos españoles se ha disparado hasta rebasar todos los niveles de alarma (7%), y lo que es más grave y perentorio, ha comenzado a acelerarse una fuga masiva de capitales y depósitos bancarios, cuyo ritmo anual se estima ahora mismo en un ¡50% de nuestro PIB! Un pánico bancario desatado, peligrosísimo para España y para el conjunto de la UE, al que no son ajenas las sucesivas torpezas del gobierno Rajoy en el manejo de la crisis de solvencia de la banca española. Y a todo eso, la unión bancaria y la garantía europea de depósitos –única medida eficaz para contener la hemorragia—, siguen ahora tan lejos, si no más, que antes de la famosa cumbre del pasado 28/29 de junio. Han pasado sólo dos semanas, y parecen meses. Tiempo suficiente, en cualquier caso, para que varios sedicentes “europeístas” demostraran una vez más su incapacidad para comprender la naturaleza de la crisis política europea y se cubrieran con el más bobalicón de los ridículos.
Como previsto por todo el mundo, de desmentir la retórica electoral se encargó el propio gobierno no bien entró en ejercicio. Pero lo verdaderamente interesante es la suerte que ha corrido en sólo 6 meses el desarrollo de la agenda oculta del PP. Porque la puesta por obra del “programa oculto” se fundaba también en la necia idea de la restauración de la “confianza” (y en el pésimo diagnóstico –compartido con el núcleo dirigente del PSOE— de la naturaleza de la presente crisis europea que subyace a esa idea). La realización del programa oculto de Mariano Rajoy pasaba decisivamente por evitar la intervención de España por la Troika; intervenido el Reino, todo cambia. No importa el grosero jaleo forofesco de los diputados del PP a cada anuncio de recorte declarado por el jefe, ni siquiera el obsceno “que se joroben” los parados de una pijilla descerebrada que calienta escaño en las Cortes. Harto más significativo se antoja el rostro desalterado del Presidente del gobierno. Porque, si bien se entiende, de lo que verdaderamente se despedía era de su agenda oculta.
Y despedirse de la agenda oculta no era sólo despedirse del verdadero programa partidista con que accedió al gobierno. Es mucho más. Es despedirse de toda una época política y económica que ese programa trataba de salvar, y a su modo, perpetuar, rectificándola por la vía de escorar irrreversiblemente, hasta donde se pudiera, su centro de gravitación hacia la derecha. Es muy significativo que el Consejo de Ministros del pasado viernes comenzara no en Moncloa, sino en la Zarzuela, con el monarca en persona presidiendo la sesión del reconocimiento oficial de todos los fracasos. Como agarrándose a un clavo ardiendo, precisamente al amparo de un Rey de todo punto desacreditado ante la opinión pública y convertido en los últimos meses en la cara visible del fracaso nacional y del fin de época. En el símbolo mismo de la agónica fatiga política, social y jovenlandesal del régimen de la Segunda Restauración borbónica que fue la tras*ición democrática.
Res ipsa loquitur: ministros que filtran secretos de su cartera (el escándalo de la ministra Báñez y el ERE del PSOE); una red gigantesca de espionaje a empresas y ciudadanos y compra y venta de datos privados protegidos por la ley con la connivencia de las instituciones privadas y públicas –incluidos los servicios secretos— encargadas de protegerlos; socialización de la corrupción de lo público a lo privado con las preferentes, como se ha visto con la apertura de la causa contra los gerentes de Bankia, la CAM y CaixaNovaGalicia; el bloqueo de un poder judicial incapaz de autogobernarse, carente de la legitimidad democrática que solo pueden otorgarle los ciudadanos, y no el escalafón de la judicatura y los acuerdos bajo mano entre el PP y el PSOE; unos incendios pavorosos que no se pueden extinguir por los recortes del gasto público; amnistía a los depredadores urbanísticos de la propiedad común de las costas; amnistía a los defraudadores fiscales… ¿Qué más?
La espiral de la fin
Con las medidas de recortes y austeridad fiscal que ha impuesto la Troika al gobierno, España entra en la espiral de la fin. Es decir, se aventura por la senda que ha llevado al suicidio económico, social y político a las naciones hasta ahora intervenidas (Grecia, Portugal, Irlanda). La dinámica es harto conocida: las drásticas medidas procíclicas de austeridad fiscal encaminadas a reducir la deuda y el déficit públicos generan destrucción de empresas y de empleo, desplome de los salarios, caída de la demanda agregada, descenso de los ingresos fiscales del Estado y, para cerrar el círculo vicioso, ulterior crecimiento del endeudamiento público, acrecida desconfianza de los acreedores internacionales y nuevas y más desapoderadas exigencias de austeridad y consolidación fiscales y consiguiente degradación del Estado social, de la enseñanza, de la sanidad, de la cobertura del desempleo.
En esa perspectiva, perdida la soberanía monetaria y sin autoridad fiscal común en la UE, el círculo vicioso sólo podría romperse con una enérgica mejora de la exportación. Los últimos datos al respecto no son nada halagüeños. Y no cabía esperar otra cosa. Primero, porque a diferencia de Portugal, por ejemplo, en donde el sector exportador representa cerca del 50% de su economía, la exportación española significa apenas un tercio, es decir que al menos dos tercios de la demanda de los productos de las empresas españolas vienen de un mercado interior deprimido por el paro creciente, por el tremendo estado de endeudamiento de las familias y de las empresas españolas, por los recortes salariales públicos y privados, por el terrible aumento del IVA, por las nuevas tasas universitarias, por el copago sanitario, por presentes y venideros peajes de usuario en el acceso a los bienes públicos o comunes; en una palabra, por las extremistas políticas de austeridad fiscal. Y segundo: porque las políticas de austeridad incompetentemente impuestas a escala europea han deprimido la demanda continental, y el grueso de nuestras exportaciones –como las de los alemanes, dicho sea de pasada— van a parar a una eurozona devastada por esas suicidas políticas procíclicas de consolidación fiscal.
Es evidente que el núcleo dirigente del PP es a estas alturas perfectamente consciente de todo eso. El fracaso estrepitoso de Montoro es el fracaso de la agenda oculta de una derecha política española que era todavía orgánica en intereses oligárquicos más o menos nacionalmente arraigados, y que tenía intereses electorales propios. Es aventurado –y acaso necio— decir que estamos asistiendo al triunfo del “independiente” y “cosmopolita” De Guindos, ese fracasado gestor europeo de los intereses del quebrado banco norteamericano Lehman Brothers.
Pero de lo que no cabe la menor duda es de que decidir –o allanarse a— meter a España en la espiral de la fin trae consecuencias devastadoras para la identidad de quien lo propone (el PP). Para la identidad de quien lo aplaude, jactándose incluso de haberlo propuesto antes (Duran i Lleida). Para la identidad de quien lo tolera “responsablemente” y aun lo acompaña como “inevitable” y “necesario” con dos que tres salvedades y matices y tres que cuatro lagrimitas impostadas (Rubalcaba). Y desde luego para la identidad política de quienes, aplaudiéndolo en el fondo, sólo pretenden aprovecharse del río revuelto para promover aquí o allá su propia agenda superficialmente populista (el desmantelamiento del Estado de las Autonomías, à la Rosa Díez; el fantasma del pacto fiscal catalán sin contenido social para justificar, à la Mas, su cruel ofensiva en toda regla contra los derechos de las clases populares).
Como las elites políticas coloniales tradicionales
Las medidas de choque decididas –“sin libertad”— por Rajoy la semana pasada van contra los intereses mediatos e inmediatos de la inmensa mayoría de la población española, incluidas esas clases medias madrileñas abrumadoramente votantes del PP que habrán perdido todos sus ahorros con la estafa de Bankia y Caja Madrid. La espiral de la fin al estilo griego no sólo tiene consecuencias económicas y sociales devastadoras; tiene también consecuencias para las propias elites políticas que se allanan de mayor o menor grado al suicidio de la nación. Porque pierden su identidad política como representantes fiduciarios más o menos legítimos de distintos intereses sociales más o menos encontrados, para convertirse paulatinamente en castas políticas de tipo colonial, sin arraigo social en la población. Franz Fanon describió hace ya muchos años a ese tipo de elites coloniales en Los condenados de la Tierra, una obra maestra de la literatura anticolonialista de los años 60.
Este era el tenor literal de su descripción: las elites coloniales, cualquiera que sea el matiz de su tonalidad político:
- niegan a los pueblos la seguridad en los puestos de trabajo;
- reducen los ingresos del grueso de la población al nivel de subsistencia;
- llevan a los pobres a la desesperación;
- buscan con denuedo desmantelar a los movimientos y a las organizaciones sociales, señaladamente a los sindicatos obreros;
- se empeñan en degradar el sistema educativo, de modo que solo las elites puedan tener acceso a la educación superior;
- hacen leyes a la medida de las empresas tras*nacionales saqueadoras;
- criminalizan el disenso, la crítica y a la oposición política no acomodaticia.
El corolario de esa clásica descripción del hacer de las elites coloniales era el comportamiento que buscaban inducir en la población: el miedo y la sensación de inestabilidad generados por esas políticas garantizaban la pasividad de la población, forzada a derivar hacia la propia supervivencia personal todas las energías disponibles.
Lo mejor del buen discurso parlamentario de Cayo Lara –convertido de facto en el jefe de toda la oposición en las Cortes, incluidos, verosímilmente, los parlamentarios socialistas desolados por las frívolas payasadas de Rubalcaba— es que entendió perfectamente este punto. No sólo ha traicionado Rajoy a su propio electorado al violar groseramente las promesas de su programa, no sólo, esto es, ha fracasado como político democrático, sino que ha fracasado también en la promoción de su agenda oculta “soberana”, es decir, ha fracasado como político tecnocrático. Doble fracaso. Se impone la consulta popular.
Hasta un periodista tan cargantemente circuelocuente como Pedro J. Ramírez se ha visto en la necesidad de reconocer sin reservas lo obvio, aunque sea para salir cínicamente al paso:
“En otras circunstancias el reconocimiento de esta súbita pérdida de autonomía democrática debería llevar aparejada la dimisión del gobierno de turno, la disolución del Parlamento y la convocatoria de nuevas elecciones. Pero nadie está pidiendo que Rajoy haga eso porque su rotundo triunfo electoral ha sido muy reciente y, como indican todos los sondeos, no se percibe ninguna alternativa fiable. Más bien existe el consenso de que al líder del PP le toca cargar con la cruz de lo que será una creciente impopularidad, gestionar con la mayor solvencia posible la ejecución del diktat de Bruselas y tratar de que la desagradable travesía del desierto concluya cuanto antes.” [“Protectorado de ’soberanía suspendida’”, El Mundo, 15 julio 2012.]
Quien comprenda mínimamente la naturaleza de la crisis política europea, o quien al menos sepa algo de macroeconomía elemental, o quien, si más no, se haya molestado en informarse un poco de la experiencia de Grecia, Irlanda y Portugal desde su intervención, sabe ya que lo que viene no es “una desagradable travesía del desierto” destinada a “concluir cuanto antes”. Sino la entrada en una verdadera espiral de la fin.
Que la población sea, o no, presa del pánico, que se entregue, o no, a una inerme pasividad política cruzado el portalón de esa espiral, dependerá de la decisión con que el conjunto de la izquierda social y política de este país –sindicatos obreros, 15 M, colectivos de parados y trabajadores precarizados, representantes institucionales (locales, autonómicos y estatales) de las izquierdas federalistas y soberanistas, asociaciones ciudadanas, colectivos culturales, investigadores y académicos comprometidos, grupos de apoyo a los desahuciados, afectados por las estafas bancarias, pequeños comerciantes arruinados por el IVA, autónomos acorralados por la inopinada subida de su IRPF, etc.— sepan aunar voluntades y plantear como una necesidad perentoria la convocatoria de un referéndum democrático que, manifiesta y clamorosamente fracasadas las elites rectoras dominantes, permita a los pueblos de España elegir libremente su destino en uno de los momentos más dramáticos de nuestra historia, que, como bien dijo hace muchos años el poeta, es la más triste de todas las historias.
Antoni Domènech es el Editor general de SinPermiso. Gustavo Búster y Daniel Raventós son miembros del Comité de Redacción de SinPermiso.