Espartano27
Madmaxista
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Estos vascos también pagan las pensiones | El Correo
El año pasado llegaron 5.063 pagapensiones a Bizkaia, el 70% de origen sudamericano. Son la solución de la que habla el Gobierno vasco para insuflar aire a una sociedad envejecida
Los pagapensiones son el mejor indicador económico: llegan cuando el ciclo es positivo y el mercado demanda mano de obra. «Si las cosas van bien, las clases medias les contratan para cuidar de sus mayores y las labores domésticas, y otro tanto ocurre con la hostelería, el comercio...». Gorka Moreno dirige el Observatorio vasco de la inmi gración, Ikuspegi, y su diagnóstico es de una claridad meridiana. «Si no llegamos a tener inmi gración en los últimos años, la población vasca hubiera caído por debajo de los niveles de hace veinte años», dice en consonancia con la consejera Beatriz Artolazabal cuando habla de la «necesidad» que Euskadi tiene de esos 10.000 pagapensiones que arriban al año. Su llegada, coinciden todos los indicadores, redunda en una mejora de la economía. ¿Por qué? «Son gente joven, trabajan y no van al médico. Se gasta poco en ellos y cotizan a la Seguridad Social. Son necesarios, precisamente para que toda esa gente que ha pagado sus impuestos antes que ellos tenga asistencia médica y las ayudas que su situación de dependencia requiera después de toda una vida de sacrificios».
Los recelos, sin embargo, no acaban de desaparecer. «Es falso -insiste Moreno- que vivan de la RGI o de otras ayudas, aunque reciban el 35% de las que se disponen». Representan el 9,4% de la población, aunque su tasa de pobreza es del 30% frente al 5% de los autóctonos. «Pero es que su nivel de vulnerabilidad es mayor. ¿Alguien cree realmente que en Neguri estén discriminados porque sus vecinos tienen menos ayudas sociales que los de Sestao? Lo extraño sería lo contrario», apostilla.
La clave es empadronarse, «poner el contador a cero», para formalizar la residencia y optar a derechos, algo evidente sobre el papel pero que sigue costando llevar a la práctica. Entre ellos las diferencia son evidentes: los chinos tienen salarios altos y tasas de desempleo por lo general inferiores a las de los autóctonos -«cuando vienen no lo hacen a lo loco, tienen apoyos»-, mientras que magrebíes y subsaharianos sufren más carencias formativas, tasas de paro más altas y perciben más prestaciones. Nivelar ese desajuste es una labor de décadas. «Serán sus hijos quienes recojan los frutos», dice Moreno.
El viaje de Mari empezó con un año de intercambio en la Universidad de Deusto. Estudiaba Sociología en un centro jesuita de Managua y unas amigas le facilitaron el camino. Para cuando volvió a acabar el proyecto de fin de carrera, ya conocía a Manu, el que luego sería su marido. «Regresé buscando un desarrollo profesional que encontré en el Ayuntamiento de Bilbao durante seis meses, pero luego pasé mucho tiempo sin trabajar y comprendí que era renovarse o morir», resume. Y empezó Enfermería en la UPV. «Bien por un lado, porque pude elegir al tener buenas notas; y mal por otro, pues al ser mi segunda carrera no tuve opción a beca». Así que se vio obligada a desdoblarse cuidando niños, personas mayores, haciendo tareas de limpieza... «Siempre sin ayudas». Tantos esfuerzos rindieron frutos y ahora trabaja en en el hospital de Basurto.
June, Pol -hijos de un matrimonio anterior de Manu- e Itzel han sido testigos de ese camino a menudo sembrado de espinas, «aunque lo bonito de nuestra familia es la mezcla». Mari preside la asociación Na- huatl Elkartea de nicaragüenses, que acaba de cumplir diez años y que crece como la espuma: la llegada de ciudadanos de ese país se ha disparado en Bizkaia y Gipuzkoa debido, sobre todo, a la represión liderada por el otrora revolucionario Daniel Ortega. «Y con una característica -abunda Mari-, el 82% de los que llegan son chicas jóvenes, que dejan a los hijos en su país y están en una situación muy vulnerable; la mayoría empleadas de hogar como internas, sin contratos, sin empadronar, sin derecho a la salud, al voto...».
Sus hijos hablan euskera «y a la que le toca aprender ahora es a mí», admite tras un curso intensivo de 4 horas todos los días. «Me siento integrada, pero no vasca». Agradece las oportunidades, «muchas y buenas», pero rompe una lanza por sus paisanos: «No es que no sean necesarios, es que son invisibles. 'Necesitamos que vengan', decía el otro día la consejera Artolazabal, pero una vez aquí nos tienen tres años en el limbo, sin sueldos ni condiciones adecuadas, propiciando que haya ciudadanos de primera, de segunda y de tercera».
https://static3.elcorreo.com/www/multimedia/201809/16/media/cortadas/jovenlandia-k6UG--624x385@El%20Correo.jpg
Birama hijo habla euskera con el desparpajo de Perurena, también castellano «y entiende serer», explica Amaia, su progenitora, hija de armadores de Ondarroa y a quien el destino tenía reservado un marido que trajo la marea. El chaval, que va a la escuela pública Zaldupe, le dice a todo el mundo que es senegalés, como su padre, que hace doce años y después de seis días de atroz travesía por el Atlántico, desembarcó en La Gomera y empezó una nueva vida. «Realmente no lo necesitaba, mi padre tenía seis pesqueros allá en Bassoul. Sólo quería demostrar de qué era capaz por mí mismo».
Pues bien, en un mes pasó de un campamento militar a una pensión de Madrid, y de allí en autobús a Markina, a casa de un pariente. Se empadronó, empezó a estudiar en la EPA y se colocó en una fábrica de caucho para después pasar a lo que conocía de primera mano, la pesca, donde su tío Moussa había trabajado años atrás. Después de tres años, y probado el arraigo, entró en la dinámica de pedir sucesivos permisos de residencia. «Tengo dos hijos españoles -Birama, de 5 años, y Daba, de 3 meses- y yo no puedo serlo sin renunciar a mi nacionalidad. Si lo acabo haciendo, será por ellos», dice mirando a Amaia, con quien se casó en una mezquita de Senegal. «Los árabes son más intransigentes y es difícil ver matrimonios mixtos. Pero mi mujer es cristiana y yo de la religión del amor, el respeto es absoluto».
Aunque su relación con la gente ha sido por lo general cordial -«a veces descubres miradas malas o gente que te ignora, pero no le das importancia»-, no es ajeno a los prejuicios. Su mujer, asistenta social, lo sabe muy bien. «La gente cada vez cumple más años, necesita más cuidados y más especializados. No hay dinero para todos y a ellos les culpan de la falta de trabajo y hasta de robar 'nuestras' mujeres. Eso lo he oído yo. ¡Es ridículo!».
Birama trabaja en la lonja Urbare, dedicada a la exportación de pescado, donde conservan «todo lo que se pesca aquí: desde merluza, gallos y bonito hasta perlitas y verdel». «¿Que cómo me imagino dentro de veinte años? Pues muy cansado -rompe a reír-, pero rodeado de mis hijos que habrán logrado abrirse camino».
Lo primero que hacen Khalid y Karima es ofrecer un té ala hierbabuena caliente y espumoso, cuya fragancia se derrama por toda la casa. La hospitalidad bereber es legendaria y Khalid es un digno embajador de su tierra, la misma que abandonó por falta de oportunidades y a la que vuelve en cuanto tiene ocasión. Lleva 14 años en España y hace uno que consiguió la doble nacionalidad, «un punto de inflexión» en su biografía que él interpreta como «un premio». Desde su 1,98 metros -«2 con zapatos», bromea- impone, lo que sin duda viene bien en el centro de menores de Laukiz donde trabaja «tratando de explicar a los chicos que las oportunidades hay que aprovecharlas, que las reglas son iguales para todos, y que si traicionas la confianza que depositan en ti es normal que te devuelvan a tu país». Nada le satisface más que verles salir con un trabajo, porque también él tuvo su ángel de la guarda.
Sin duda, sabe de lo que habla. Él se vino con una licenciatura en Historia y un visado de turista que fue sucesivamente renovando. Trabajó en la recogida de la mandarina y en la del melocotón, en granjas de pollos y pavos; luego, como encofrador, a menudo con sueldos bajos y gente que se aprovechaba de su necesidad. «Curiosamente, lo peor fue cuando me nombraron oficial de primera y había gente que, sin saber leer un plano, se creía mejor que yo y pensaba que le quitaba el trabajo», relata en cuanto salen por la puerta sus hijos Nabil, Souhail y Bilal (este último, de 7 años, habla euskera, castellano y chapurrea bereber).
Con todo, tuvo suerte. «Nunca he dormido en la calle ni en un albergue. Trabajaba y ganaba dinero, y siempre conté con compatriotas que me echaron una mano». Todo ese tiempo cotizando a la Seguridad Social «y nunca pedí ayudas, incluso aproveché el paro para estudiar Integración Social». ¿Las pensiones? «Contribuir es bueno, al menos si nos necesitan es que existimos». Se sabe, sin embargo, en el punto de mira, «sobre todo cuando sale el tema de las mezquitas», y hace hincapié en que su mujer no quería salir en las fotos «y me ha costado convencerla. Pero, ojo, decide ella».
«Yo soy vasco, mamá», le reprocha Christopher Lander, 11 años, a Saidy Lazarte cuando esta la sirve los frijoles, la ensalada, las patatas y la carne, «todo junto en el plato, a la manera de Bolivia». Su «principito» -como le dice, mimosa- es el motivo de todos sus desvelos, «depende de mí y no puedo bajar la guardia», se repite. Saidy es el paradigma del sacrificio y la entrega. El padre de su hijo la abandonó cuando la supo embarazada y ella, animada por un hermano que vivía en Londres, decidió dar el salto y probar fortuna en España. Una carrera de renuncias que empezó en su propio país, cuando tuvo que interrumpir sus estudios de Derecho -estaba en tercer curso- y abrirse camino en un país donde sólo jugaba a su favor -y no es poco- el idioma. «En una semana hice los papeles, pero cuando venía en avión rezaba para que me devolviesen».
Saidy no tardó en ponerse las pilas. Mientras trabaja limpiando casas y en un bar los fines de semana, estudió durante tres años para sacarse el título de administrativo. «Entre los deberes y la necesidad de un sueldo, dormía tres horas como mucho». Ella al menos tenía a su familia aquí, «siempre hemos sido una piña y nos hemos ayudado los unos a los otros», relata delante de su hermana Celinda.
Conoce mejor que nadie los obstáculos del viajero para buscar un piso, conseguir un empleo... «Las veces que te echan atrás porque tienes un hijo de 3 años y buscan a alguien con disponibilidad total, que no te pagan lo que te deben. O que te piden euskera. ¿Y qué vas a hacer?», suspira. Ese problema no lo tendrá su hijo, que estudia modelo D en el Félix Arana de la calle Autonomía, que juega al fútbol, al ajedrez... Una esponja. «Limpiamos casas y cuidamos a los niños de los demás, pero nuestros hijos estarán más preparados», señala con un brillo contagioso en los ojos, ella que acompaña al chaval a los partidos y vitorea desde la grada «con bufanda y todo».
De Euskadi le gusta «la disciplina» de la gente, «en mi país llegamos tarde a todo», y lo «concienciados que están todos con el medio ambiente». Siento que esto «es mucho más seguro» y afirma que cuando vuelve a su país no respira tranquila «ni cuando vamos cinco por la calle». Y rompe una lanza por los suyos, «que venimos con espíritu de superación, a dar lo mejor de nosotros, no a llevarnos la RGI, ni a quitarle el pan a nadie, ni a trabajar por la mitad. Yo he cobrado ayudas, pero lo honesto es utilizarlas para arrancar, no te puedes hacer dependiente de ellas». Y se va camino de la Escuela de Idiomas, donde estudia inglés dos días por semana.
El año pasado llegaron 5.063 pagapensiones a Bizkaia, el 70% de origen sudamericano. Son la solución de la que habla el Gobierno vasco para insuflar aire a una sociedad envejecida
Los pagapensiones son el mejor indicador económico: llegan cuando el ciclo es positivo y el mercado demanda mano de obra. «Si las cosas van bien, las clases medias les contratan para cuidar de sus mayores y las labores domésticas, y otro tanto ocurre con la hostelería, el comercio...». Gorka Moreno dirige el Observatorio vasco de la inmi gración, Ikuspegi, y su diagnóstico es de una claridad meridiana. «Si no llegamos a tener inmi gración en los últimos años, la población vasca hubiera caído por debajo de los niveles de hace veinte años», dice en consonancia con la consejera Beatriz Artolazabal cuando habla de la «necesidad» que Euskadi tiene de esos 10.000 pagapensiones que arriban al año. Su llegada, coinciden todos los indicadores, redunda en una mejora de la economía. ¿Por qué? «Son gente joven, trabajan y no van al médico. Se gasta poco en ellos y cotizan a la Seguridad Social. Son necesarios, precisamente para que toda esa gente que ha pagado sus impuestos antes que ellos tenga asistencia médica y las ayudas que su situación de dependencia requiera después de toda una vida de sacrificios».
Los recelos, sin embargo, no acaban de desaparecer. «Es falso -insiste Moreno- que vivan de la RGI o de otras ayudas, aunque reciban el 35% de las que se disponen». Representan el 9,4% de la población, aunque su tasa de pobreza es del 30% frente al 5% de los autóctonos. «Pero es que su nivel de vulnerabilidad es mayor. ¿Alguien cree realmente que en Neguri estén discriminados porque sus vecinos tienen menos ayudas sociales que los de Sestao? Lo extraño sería lo contrario», apostilla.
La clave es empadronarse, «poner el contador a cero», para formalizar la residencia y optar a derechos, algo evidente sobre el papel pero que sigue costando llevar a la práctica. Entre ellos las diferencia son evidentes: los chinos tienen salarios altos y tasas de desempleo por lo general inferiores a las de los autóctonos -«cuando vienen no lo hacen a lo loco, tienen apoyos»-, mientras que magrebíes y subsaharianos sufren más carencias formativas, tasas de paro más altas y perciben más prestaciones. Nivelar ese desajuste es una labor de décadas. «Serán sus hijos quienes recojan los frutos», dice Moreno.
El viaje de Mari empezó con un año de intercambio en la Universidad de Deusto. Estudiaba Sociología en un centro jesuita de Managua y unas amigas le facilitaron el camino. Para cuando volvió a acabar el proyecto de fin de carrera, ya conocía a Manu, el que luego sería su marido. «Regresé buscando un desarrollo profesional que encontré en el Ayuntamiento de Bilbao durante seis meses, pero luego pasé mucho tiempo sin trabajar y comprendí que era renovarse o morir», resume. Y empezó Enfermería en la UPV. «Bien por un lado, porque pude elegir al tener buenas notas; y mal por otro, pues al ser mi segunda carrera no tuve opción a beca». Así que se vio obligada a desdoblarse cuidando niños, personas mayores, haciendo tareas de limpieza... «Siempre sin ayudas». Tantos esfuerzos rindieron frutos y ahora trabaja en en el hospital de Basurto.
June, Pol -hijos de un matrimonio anterior de Manu- e Itzel han sido testigos de ese camino a menudo sembrado de espinas, «aunque lo bonito de nuestra familia es la mezcla». Mari preside la asociación Na- huatl Elkartea de nicaragüenses, que acaba de cumplir diez años y que crece como la espuma: la llegada de ciudadanos de ese país se ha disparado en Bizkaia y Gipuzkoa debido, sobre todo, a la represión liderada por el otrora revolucionario Daniel Ortega. «Y con una característica -abunda Mari-, el 82% de los que llegan son chicas jóvenes, que dejan a los hijos en su país y están en una situación muy vulnerable; la mayoría empleadas de hogar como internas, sin contratos, sin empadronar, sin derecho a la salud, al voto...».
Sus hijos hablan euskera «y a la que le toca aprender ahora es a mí», admite tras un curso intensivo de 4 horas todos los días. «Me siento integrada, pero no vasca». Agradece las oportunidades, «muchas y buenas», pero rompe una lanza por sus paisanos: «No es que no sean necesarios, es que son invisibles. 'Necesitamos que vengan', decía el otro día la consejera Artolazabal, pero una vez aquí nos tienen tres años en el limbo, sin sueldos ni condiciones adecuadas, propiciando que haya ciudadanos de primera, de segunda y de tercera».
https://static3.elcorreo.com/www/multimedia/201809/16/media/cortadas/jovenlandia-k6UG--624x385@El%20Correo.jpg
Birama hijo habla euskera con el desparpajo de Perurena, también castellano «y entiende serer», explica Amaia, su progenitora, hija de armadores de Ondarroa y a quien el destino tenía reservado un marido que trajo la marea. El chaval, que va a la escuela pública Zaldupe, le dice a todo el mundo que es senegalés, como su padre, que hace doce años y después de seis días de atroz travesía por el Atlántico, desembarcó en La Gomera y empezó una nueva vida. «Realmente no lo necesitaba, mi padre tenía seis pesqueros allá en Bassoul. Sólo quería demostrar de qué era capaz por mí mismo».
Pues bien, en un mes pasó de un campamento militar a una pensión de Madrid, y de allí en autobús a Markina, a casa de un pariente. Se empadronó, empezó a estudiar en la EPA y se colocó en una fábrica de caucho para después pasar a lo que conocía de primera mano, la pesca, donde su tío Moussa había trabajado años atrás. Después de tres años, y probado el arraigo, entró en la dinámica de pedir sucesivos permisos de residencia. «Tengo dos hijos españoles -Birama, de 5 años, y Daba, de 3 meses- y yo no puedo serlo sin renunciar a mi nacionalidad. Si lo acabo haciendo, será por ellos», dice mirando a Amaia, con quien se casó en una mezquita de Senegal. «Los árabes son más intransigentes y es difícil ver matrimonios mixtos. Pero mi mujer es cristiana y yo de la religión del amor, el respeto es absoluto».
Aunque su relación con la gente ha sido por lo general cordial -«a veces descubres miradas malas o gente que te ignora, pero no le das importancia»-, no es ajeno a los prejuicios. Su mujer, asistenta social, lo sabe muy bien. «La gente cada vez cumple más años, necesita más cuidados y más especializados. No hay dinero para todos y a ellos les culpan de la falta de trabajo y hasta de robar 'nuestras' mujeres. Eso lo he oído yo. ¡Es ridículo!».
Birama trabaja en la lonja Urbare, dedicada a la exportación de pescado, donde conservan «todo lo que se pesca aquí: desde merluza, gallos y bonito hasta perlitas y verdel». «¿Que cómo me imagino dentro de veinte años? Pues muy cansado -rompe a reír-, pero rodeado de mis hijos que habrán logrado abrirse camino».
Lo primero que hacen Khalid y Karima es ofrecer un té ala hierbabuena caliente y espumoso, cuya fragancia se derrama por toda la casa. La hospitalidad bereber es legendaria y Khalid es un digno embajador de su tierra, la misma que abandonó por falta de oportunidades y a la que vuelve en cuanto tiene ocasión. Lleva 14 años en España y hace uno que consiguió la doble nacionalidad, «un punto de inflexión» en su biografía que él interpreta como «un premio». Desde su 1,98 metros -«2 con zapatos», bromea- impone, lo que sin duda viene bien en el centro de menores de Laukiz donde trabaja «tratando de explicar a los chicos que las oportunidades hay que aprovecharlas, que las reglas son iguales para todos, y que si traicionas la confianza que depositan en ti es normal que te devuelvan a tu país». Nada le satisface más que verles salir con un trabajo, porque también él tuvo su ángel de la guarda.
Sin duda, sabe de lo que habla. Él se vino con una licenciatura en Historia y un visado de turista que fue sucesivamente renovando. Trabajó en la recogida de la mandarina y en la del melocotón, en granjas de pollos y pavos; luego, como encofrador, a menudo con sueldos bajos y gente que se aprovechaba de su necesidad. «Curiosamente, lo peor fue cuando me nombraron oficial de primera y había gente que, sin saber leer un plano, se creía mejor que yo y pensaba que le quitaba el trabajo», relata en cuanto salen por la puerta sus hijos Nabil, Souhail y Bilal (este último, de 7 años, habla euskera, castellano y chapurrea bereber).
Con todo, tuvo suerte. «Nunca he dormido en la calle ni en un albergue. Trabajaba y ganaba dinero, y siempre conté con compatriotas que me echaron una mano». Todo ese tiempo cotizando a la Seguridad Social «y nunca pedí ayudas, incluso aproveché el paro para estudiar Integración Social». ¿Las pensiones? «Contribuir es bueno, al menos si nos necesitan es que existimos». Se sabe, sin embargo, en el punto de mira, «sobre todo cuando sale el tema de las mezquitas», y hace hincapié en que su mujer no quería salir en las fotos «y me ha costado convencerla. Pero, ojo, decide ella».
«Yo soy vasco, mamá», le reprocha Christopher Lander, 11 años, a Saidy Lazarte cuando esta la sirve los frijoles, la ensalada, las patatas y la carne, «todo junto en el plato, a la manera de Bolivia». Su «principito» -como le dice, mimosa- es el motivo de todos sus desvelos, «depende de mí y no puedo bajar la guardia», se repite. Saidy es el paradigma del sacrificio y la entrega. El padre de su hijo la abandonó cuando la supo embarazada y ella, animada por un hermano que vivía en Londres, decidió dar el salto y probar fortuna en España. Una carrera de renuncias que empezó en su propio país, cuando tuvo que interrumpir sus estudios de Derecho -estaba en tercer curso- y abrirse camino en un país donde sólo jugaba a su favor -y no es poco- el idioma. «En una semana hice los papeles, pero cuando venía en avión rezaba para que me devolviesen».
Saidy no tardó en ponerse las pilas. Mientras trabaja limpiando casas y en un bar los fines de semana, estudió durante tres años para sacarse el título de administrativo. «Entre los deberes y la necesidad de un sueldo, dormía tres horas como mucho». Ella al menos tenía a su familia aquí, «siempre hemos sido una piña y nos hemos ayudado los unos a los otros», relata delante de su hermana Celinda.
Conoce mejor que nadie los obstáculos del viajero para buscar un piso, conseguir un empleo... «Las veces que te echan atrás porque tienes un hijo de 3 años y buscan a alguien con disponibilidad total, que no te pagan lo que te deben. O que te piden euskera. ¿Y qué vas a hacer?», suspira. Ese problema no lo tendrá su hijo, que estudia modelo D en el Félix Arana de la calle Autonomía, que juega al fútbol, al ajedrez... Una esponja. «Limpiamos casas y cuidamos a los niños de los demás, pero nuestros hijos estarán más preparados», señala con un brillo contagioso en los ojos, ella que acompaña al chaval a los partidos y vitorea desde la grada «con bufanda y todo».
De Euskadi le gusta «la disciplina» de la gente, «en mi país llegamos tarde a todo», y lo «concienciados que están todos con el medio ambiente». Siento que esto «es mucho más seguro» y afirma que cuando vuelve a su país no respira tranquila «ni cuando vamos cinco por la calle». Y rompe una lanza por los suyos, «que venimos con espíritu de superación, a dar lo mejor de nosotros, no a llevarnos la RGI, ni a quitarle el pan a nadie, ni a trabajar por la mitad. Yo he cobrado ayudas, pero lo honesto es utilizarlas para arrancar, no te puedes hacer dependiente de ellas». Y se va camino de la Escuela de Idiomas, donde estudia inglés dos días por semana.
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