Arnau92
Himbersor
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Traigo este artículo de un blog puesto que me ha parecido interesante ya que está escrito por un grupo afín al ecologismo del círculo de Félix Rodrigo jovenlandesa.
Voy a empezar por el final: el veganismo es la negación de todo lo que promete, ni es sostenible, ni es saludable, ni es una opción éticamente responsable. Más bien al contrario.
Hace no tantos años ser vegano suponía tras*itar por una senda desconocida para la mayoría, mientras que hoy día se está consolidando como una opción atractiva, por un motivo u otro, por una fracción de la población urbana. A su vez, una parte de ésta desanda el trayecto que le condujo a privarse voluntariamente de todo producto de origen animal, ya sea mediante un abandono reflexivo o, más frecuentemente, debido a problemas de salud[1].
No sería justo obviar que una parte de quienes hacen el esfuerzo de alterar sus pautas de alimentación convencionales en esta dirección lo hacen desde la buena voluntad, y es de agradecer que decidan actuar en base a sus valores. Sin ir más lejos, un servidor decidió hace años acercarse al movimiento por este motivo, y hoy pretendo que este texto sea un paso más hacia la superación del actual sistema de producción de alimentos, destructivo, insano e inmoral.
Quizá la mayor mentira vertida por el veganismo sea que es una forma sostenible de alimentar seres humanos. Esto es falso porque depende de una de las facetas más terribles que adopta la devastación ambiental: la agricultura. La agricultura (convencional o ecológica) que destripa los suelos y los abandona a la erosión; que inunda el entorno de tóxicos perniciosos para humanos, fauna y flora; que deseca los ríos, manantiales y acuíferos a la vez que demanda obras faraónicas que devastan el territorio para irrigar sus campos; que es incompatible con el bosque y necesita talarlo alterando el régimen de lluvias y destruyendo el hábitat de la mayoría de la fauna silvestre;que saliniza irreversiblemente los terrenos sobre los que se asienta; que demanda cantidades ingentes de petróleo y otras materias primas contaminantes, ya sea directamente o para la fabricación en grandes industrias de la maquinaria, las herramientas, los fertilizantes y los fitosanitarios; y, sobre todo, que concentra la propiedad en pocas manos, despoblando el medio rural, y conoce algunas de las formas más atroces de explotación laboral.
Poner en marcha un cultivo agrícola impone la necesidad de destruir el entorno antes existente, normalmente un bosque, cuyos árboles y arbustos han de ser talados, y los animales que en él se cobijaban y logran sobrevivir deben desplazarse a territorios más propicios. A continuación, es preciso roturar el suelo, acción que se repetirá año tras año, donde se acabará con la vida de cientos de roedores, conejos o liebres que habitan en las madrigueras del lugar, así como con millones de insectos y otros invertebrados. El uso de insecticidas, herbicidas, rodenticidas y otros plaguicidas se torna fundamental, ya sean convencionales o ecológicos, eliminando buena parte de la fauna del lugar ya sea directa o indirectamente. Muchos de los animales hacia quienes no se dirigen estos químicos, como jabalíes, corzos, ciervos o conejos deberán ser controlados igualmente, pues de otra manera comprometerían enormemente los cultivos. La cosecha es también un factor grande de mortalidad, y no es extraño descubrir en las lindes de los caminos amasijos de pelo y huesos de animales que han sucumbido bajo las aspas de una cosechadora.
Tampoco es inocuo para muchos animales el acto de empacar la trabajo manual en fardos una vez se ha cosechado el cereal, ya que es el lugar que perdices o codornices escogen para resguardarse.
Dicho esto, quien crea que su simple adscripción a la ideología vegana es capaz de evitar el sufrimiento animal o la devastación medioambiental yerra profundamente. Incluso en sus formas más respetuosas, la agricultura supone y demanda la eliminación de un gran número de animales (y plantas), y si quiere renunciar al empleo de combustibles fósiles (para, en este caso, fabricar fertilizantes químicos)ha de emplear estiércol, para lo que es necesario que exista la ganadería.
El veganismo no podría haber reunido seguidores de no ser por el alejamiento que se da entre quienes habitan en la urbe y el medio natural, y de esta manera ignoran la insoslayable norma que exige que para que unos vivan otros deben morir. Ignoran igualmente el funcionamiento del sistema productivo que abastece los supermercados de los que extraen sus alimentos. Por otro lado, el veganismo no es sino la forma que tiene un sector urbano de relajar su conciencia ante su indisposición a adquirir un compromiso real con los animales y el medio ambiente, ya que hacerlo supondría la renuncia a ciertas comodidades y actividades que practican cotidianamente, por ejemplo, la misma vida en las ciudades.
Adoptar un “estilo de vida” vegano es la píldora mágica que algunos urbanitas necesitan para pasar por alto lo derrochador, ineficiente, destructivo, expoliador y egoísta de su existencia en la ciudad.
El veganismo exige cumplir una simple norma, “no uses productos de origen animal”, que promete pretenciosamente a quien la obedezca la superioridad jovenlandesal de quien se ha hecho un guardián del planeta y un amigo de los animales con la sencilla solución de cambiar ciertos hábitos de consumo.
No en vano, la feroz negativa de buena parte del movimiento vegano de adoptar un compromiso vivencial para la superación del actual régimen decadente de producción de alimentos lleva a acumular en sus filas un alto número de fanáticos. Así, la persecución, el enfrentamiento, el insulto, el chantaje y la amenaza son herramientas muy frecuente en la sección más degradada de esta corriente[2].
Las directrices que promulga el veganismo son a veces claramente ridículas y dañinas. La fórmula que proscribe el uso de todo producto animal exige la eliminación de, por ejemplo, todo derivado de la actividad apícola. La miel probablemente sea el edulcorante natural menos agresivo con el medio, de hecho, la apertura de una explotación apícola supone un gran beneficio para el entorno. En su lugar, el veganismo promueve el cultivo de la caña de azúcar, del ágave o de otros productos que demandan ser cultivados, con el consiguiente perjuicio que genera la actividad agrícola, además del tras*porte y la tras*formación industrial en la mayoría de casos.
Es más, si un agricultor escoge complementar su explotación con unas cuantas colmenas, deberá aplicar un gran cuidado al aplicar los pesticidas de rigor, dado que las abejas son un insecto muy susceptible a estos y los acusan especialmente.
Por otro lado, la cera o el propóleo son una atractiva alternativa a otros productos industriales y farmacológicos contaminantes, finitos y costosos energéticamente.
Tratar de comparar a una abeja con un ser humano y otorgarle su sentido del dolor, su necesidad de libertad o su conciencia como ente individual es un nefasto antropomorfismo[3]. La abeja no es comparable, en ninguna de las facetas mencionadas, con un ser humano, puesto que su realidad vital es tajantemente distinta. Ésta es la colmena, y el sentido de su vida es el de proteger, criar, pecorear o copular, según su asignación genética.
Atribuir a un animal aspiraciones humanas es una crueldad aberrante de quienes dicen amar a la naturaleza, pero no la comprenden ni en lo más básico.
No es mi intención defender la ganadería intensiva, como más adelante desarrollaré, pero es necesario comprender que no es la única alternativa a la agricultura pese al limitado espectro que esbozan quienes publicitan el veganismo. Para ellos, sirve la escueta fórmula que asegura que producir un kilo de carne animal supone un gasto de “16 kilos de cereales, 20.000 litros de agua y la energía equivalente a 8,3 litros de combustible”[4] , por lo que animan a ingerir el cereal y ahorrarse el coste de producir un nuevo alimento a partir de él.
Esta frase admite muchas variantes, pero es una constante en la justificación del modo de vida vegano. Todo lo que afirma es cierto, siempre y cuando enfrentes dos realidades que deberíamos rechazar: la agricultura convencional y la ganadería industrial. Además, obvia que es irreal que un ser humano se alimente exclusivamente de cereales, pues su salud se resentiría rápidamente, y el veganismo admite y habitualmente consume otros tantos productos mucho más exigentes en agua y abonos que el cereal[5].
Si esta misma operación sustituyese la ganadería intensiva por la extensiva, mediante la que son aprovechados los pastos, el agua de los ríos o los frutos de los árboles y arbustos, para luego ser devueltos al territorio del que salieron vía micciones y excrementos, el veganismo sufriría una dramática pérdida de seguidores.
El veganismo es bien acogido por ciertos sectores poblacionales sencillamente preocupados por la salud. Hoy es una variante dietética más que muchos “profesionales” de la nutrición venden dada la enorme demanda que tiene por los deseosos de milagros a bajo coste.
Personalmente desconfío de que haya tantos nutricionistas como dietas distintas. Hay gurús para dietas carnívoras, cetogénicas, vegetarianas, veganas, bajas en grasas, bajas en carbohidratos,frugívoras, etc.
Hay que ser muy cuidadoso y crítico a la hora de plantearse cualquiera de estas dietas, e ignorar a quienes justifican su consejo con el argumento de autoridad, esto es, poniendo por delante su interminable lista de títulos académicos y cargos profesionales. Como muchos nutricionistas plenos de diplomas y reconocimientos defienden dietas radicalmente opuestas, prefiero prestar atención a quienes basan sus propuestas en la experiencia, en vez de en teorías e hipótesis, ya sea adquirida a través de sus pacientes o del estudio antropológico.
Un libro de enorme valía es “Nutrition and Physical Degeneration. A comparison of primitive and modern diets and their effects”, del doctor Weston A. Price. El autor, odontólogo estadounidense, decide llevar a cabo una investigación alrededor del globo hacia los años 30 del siglo XX, sobrecogido por el incremento de las enfermedades dentales que observaba en su consulta. Su estudio consiste en comparar poblaciones que mantienen un estilo de alimentación premoderno con aquellas que ya ingieren alimentos procedentes de la industria moderna.
De este periplo deja constancia gráfica a través de multitud de fotografías, donde muestra una salud dental generalmente impecable para los nativos alimentados a la manera tradicional, mientras que aquellos que la habían abandonado salen bastante mal parados al ser cotejados. Se suelen considerar poblaciones genéticamente relacionadas.
Sus conclusiones llegan más allá al, por ejemplo, advertir una escasa o nula incidencia de la tuberculosis en los nativos suizos que mantenían su estilo de vida, cuando esta enfermedad mermaba poblaciones modernizadas del país. Similares son los resultados para la malaria, disentería, tifus o fiebres producidas por garrapatas en distintas poblaciones africanas.
El doctor Price prestó especial atención a la dieta, y la describió para cada una de las poblaciones. A pesar de buscarlas, fue incapaz de encontrar ninguna comunidad que se alimentara exclusivamente de plantas. De hecho, los alimentos mejor valorados por todas ellas eran los procedentes de animales y ricos en grasa, siendo muy importantes las vísceras animales.
Algunos de ellos, como los esquimales, se alimentan exclusivamente de alimentos de origen animal, exhibiendo una vigorosa salud. Para su visita al continente africano asegura que la salud es superior en las tribus pastoras o cazadoras, siendo algo inferior la de las tribus agrícolas, aun consumiendo también estos animales en su dieta.
El conocimiento adquirido es puesto a prueba en su consulta, donde alcanza muy buenos resultados.
Su investigación dio lugar a una fundación que ostenta su nombre, a partir de la que se puede seguir profundizando en el asunto.
Lierre Keith, en su imprescindible libro “El mito vegetariano”[6], relata su desgarradora experiencia, que le hizo abandonar el veganismo por una exigencia corporal. Su fanatismo había llegado a tal punto que mantuvo durante unos 20 años un estilo de alimentación que llegó a producirle daños irreversibles en su salud. En sus propias palabras: “lo que consiguió abrirse paso a través de la estructura de mi fe fueron la enfermedad y el agotamiento”.
Fueron dos décadas lo que le costó a Keith darse cuenta de que el veganismo la estaba destruyendo, y fue así porque esta ideología se convirtió para ella en una religión, situación compartido por multitud de veganos actuales: “Estos vegetarianos no buscan la verdad sobre la sostenibilidad ni la justicia. Solo buscan los hechos específicos que respaldan su ideología y sus identidades. Y aquí es donde una opinión política se convierte en religión, desde el punto de vista psicológico, donde el que investiga busca la confirmación de sus creencias en lugar de un conocimiento activo sobre el mundo”.
La reincorporación de alimentos animales fue determinante para su salud, lo que comenta en su obra, junto con una valiosa investigación dietética al respecto.
No es extraño que para mucha gente llevar una dieta vegana sea una opción razonable. Siempre se nos ha dicho, sin que comprendamos muy bien por qué, que buena parte de nuestra alimentación ha de corresponder a frutas y verduras, o que no hay que excederse con las grasas animales ni la carne roja. Los titulares de multitud de noticias anuncian que consumir carne es cancerígeno, produce diabetes, aumenta el colesterol que obstruye nuestras arterias, y un largo etcétera. Por su parte, la pirámide nutricional cada vez arrincona más los productos de origen animal.
Voy a empezar por el final: el veganismo es la negación de todo lo que promete, ni es sostenible, ni es saludable, ni es una opción éticamente responsable. Más bien al contrario.
Vegan star, 30, reveals he ejaculated after eating salmon
The 30-year-old, from England, who boasts 175,000 YouTube subscribers and more than 85,000 Instagram ***owers, said eating fish rejuvenated his body and sex drive.
www.dailymail.co.uk
Hace no tantos años ser vegano suponía tras*itar por una senda desconocida para la mayoría, mientras que hoy día se está consolidando como una opción atractiva, por un motivo u otro, por una fracción de la población urbana. A su vez, una parte de ésta desanda el trayecto que le condujo a privarse voluntariamente de todo producto de origen animal, ya sea mediante un abandono reflexivo o, más frecuentemente, debido a problemas de salud[1].
No sería justo obviar que una parte de quienes hacen el esfuerzo de alterar sus pautas de alimentación convencionales en esta dirección lo hacen desde la buena voluntad, y es de agradecer que decidan actuar en base a sus valores. Sin ir más lejos, un servidor decidió hace años acercarse al movimiento por este motivo, y hoy pretendo que este texto sea un paso más hacia la superación del actual sistema de producción de alimentos, destructivo, insano e inmoral.
Quizá la mayor mentira vertida por el veganismo sea que es una forma sostenible de alimentar seres humanos. Esto es falso porque depende de una de las facetas más terribles que adopta la devastación ambiental: la agricultura. La agricultura (convencional o ecológica) que destripa los suelos y los abandona a la erosión; que inunda el entorno de tóxicos perniciosos para humanos, fauna y flora; que deseca los ríos, manantiales y acuíferos a la vez que demanda obras faraónicas que devastan el territorio para irrigar sus campos; que es incompatible con el bosque y necesita talarlo alterando el régimen de lluvias y destruyendo el hábitat de la mayoría de la fauna silvestre;que saliniza irreversiblemente los terrenos sobre los que se asienta; que demanda cantidades ingentes de petróleo y otras materias primas contaminantes, ya sea directamente o para la fabricación en grandes industrias de la maquinaria, las herramientas, los fertilizantes y los fitosanitarios; y, sobre todo, que concentra la propiedad en pocas manos, despoblando el medio rural, y conoce algunas de las formas más atroces de explotación laboral.
Poner en marcha un cultivo agrícola impone la necesidad de destruir el entorno antes existente, normalmente un bosque, cuyos árboles y arbustos han de ser talados, y los animales que en él se cobijaban y logran sobrevivir deben desplazarse a territorios más propicios. A continuación, es preciso roturar el suelo, acción que se repetirá año tras año, donde se acabará con la vida de cientos de roedores, conejos o liebres que habitan en las madrigueras del lugar, así como con millones de insectos y otros invertebrados. El uso de insecticidas, herbicidas, rodenticidas y otros plaguicidas se torna fundamental, ya sean convencionales o ecológicos, eliminando buena parte de la fauna del lugar ya sea directa o indirectamente. Muchos de los animales hacia quienes no se dirigen estos químicos, como jabalíes, corzos, ciervos o conejos deberán ser controlados igualmente, pues de otra manera comprometerían enormemente los cultivos. La cosecha es también un factor grande de mortalidad, y no es extraño descubrir en las lindes de los caminos amasijos de pelo y huesos de animales que han sucumbido bajo las aspas de una cosechadora.
Tampoco es inocuo para muchos animales el acto de empacar la trabajo manual en fardos una vez se ha cosechado el cereal, ya que es el lugar que perdices o codornices escogen para resguardarse.
Dicho esto, quien crea que su simple adscripción a la ideología vegana es capaz de evitar el sufrimiento animal o la devastación medioambiental yerra profundamente. Incluso en sus formas más respetuosas, la agricultura supone y demanda la eliminación de un gran número de animales (y plantas), y si quiere renunciar al empleo de combustibles fósiles (para, en este caso, fabricar fertilizantes químicos)ha de emplear estiércol, para lo que es necesario que exista la ganadería.
El veganismo no podría haber reunido seguidores de no ser por el alejamiento que se da entre quienes habitan en la urbe y el medio natural, y de esta manera ignoran la insoslayable norma que exige que para que unos vivan otros deben morir. Ignoran igualmente el funcionamiento del sistema productivo que abastece los supermercados de los que extraen sus alimentos. Por otro lado, el veganismo no es sino la forma que tiene un sector urbano de relajar su conciencia ante su indisposición a adquirir un compromiso real con los animales y el medio ambiente, ya que hacerlo supondría la renuncia a ciertas comodidades y actividades que practican cotidianamente, por ejemplo, la misma vida en las ciudades.
Adoptar un “estilo de vida” vegano es la píldora mágica que algunos urbanitas necesitan para pasar por alto lo derrochador, ineficiente, destructivo, expoliador y egoísta de su existencia en la ciudad.
El veganismo exige cumplir una simple norma, “no uses productos de origen animal”, que promete pretenciosamente a quien la obedezca la superioridad jovenlandesal de quien se ha hecho un guardián del planeta y un amigo de los animales con la sencilla solución de cambiar ciertos hábitos de consumo.
No en vano, la feroz negativa de buena parte del movimiento vegano de adoptar un compromiso vivencial para la superación del actual régimen decadente de producción de alimentos lleva a acumular en sus filas un alto número de fanáticos. Así, la persecución, el enfrentamiento, el insulto, el chantaje y la amenaza son herramientas muy frecuente en la sección más degradada de esta corriente[2].
Las directrices que promulga el veganismo son a veces claramente ridículas y dañinas. La fórmula que proscribe el uso de todo producto animal exige la eliminación de, por ejemplo, todo derivado de la actividad apícola. La miel probablemente sea el edulcorante natural menos agresivo con el medio, de hecho, la apertura de una explotación apícola supone un gran beneficio para el entorno. En su lugar, el veganismo promueve el cultivo de la caña de azúcar, del ágave o de otros productos que demandan ser cultivados, con el consiguiente perjuicio que genera la actividad agrícola, además del tras*porte y la tras*formación industrial en la mayoría de casos.
Es más, si un agricultor escoge complementar su explotación con unas cuantas colmenas, deberá aplicar un gran cuidado al aplicar los pesticidas de rigor, dado que las abejas son un insecto muy susceptible a estos y los acusan especialmente.
Por otro lado, la cera o el propóleo son una atractiva alternativa a otros productos industriales y farmacológicos contaminantes, finitos y costosos energéticamente.
Tratar de comparar a una abeja con un ser humano y otorgarle su sentido del dolor, su necesidad de libertad o su conciencia como ente individual es un nefasto antropomorfismo[3]. La abeja no es comparable, en ninguna de las facetas mencionadas, con un ser humano, puesto que su realidad vital es tajantemente distinta. Ésta es la colmena, y el sentido de su vida es el de proteger, criar, pecorear o copular, según su asignación genética.
Atribuir a un animal aspiraciones humanas es una crueldad aberrante de quienes dicen amar a la naturaleza, pero no la comprenden ni en lo más básico.
No es mi intención defender la ganadería intensiva, como más adelante desarrollaré, pero es necesario comprender que no es la única alternativa a la agricultura pese al limitado espectro que esbozan quienes publicitan el veganismo. Para ellos, sirve la escueta fórmula que asegura que producir un kilo de carne animal supone un gasto de “16 kilos de cereales, 20.000 litros de agua y la energía equivalente a 8,3 litros de combustible”[4] , por lo que animan a ingerir el cereal y ahorrarse el coste de producir un nuevo alimento a partir de él.
Esta frase admite muchas variantes, pero es una constante en la justificación del modo de vida vegano. Todo lo que afirma es cierto, siempre y cuando enfrentes dos realidades que deberíamos rechazar: la agricultura convencional y la ganadería industrial. Además, obvia que es irreal que un ser humano se alimente exclusivamente de cereales, pues su salud se resentiría rápidamente, y el veganismo admite y habitualmente consume otros tantos productos mucho más exigentes en agua y abonos que el cereal[5].
Si esta misma operación sustituyese la ganadería intensiva por la extensiva, mediante la que son aprovechados los pastos, el agua de los ríos o los frutos de los árboles y arbustos, para luego ser devueltos al territorio del que salieron vía micciones y excrementos, el veganismo sufriría una dramática pérdida de seguidores.
El veganismo es bien acogido por ciertos sectores poblacionales sencillamente preocupados por la salud. Hoy es una variante dietética más que muchos “profesionales” de la nutrición venden dada la enorme demanda que tiene por los deseosos de milagros a bajo coste.
Personalmente desconfío de que haya tantos nutricionistas como dietas distintas. Hay gurús para dietas carnívoras, cetogénicas, vegetarianas, veganas, bajas en grasas, bajas en carbohidratos,frugívoras, etc.
Hay que ser muy cuidadoso y crítico a la hora de plantearse cualquiera de estas dietas, e ignorar a quienes justifican su consejo con el argumento de autoridad, esto es, poniendo por delante su interminable lista de títulos académicos y cargos profesionales. Como muchos nutricionistas plenos de diplomas y reconocimientos defienden dietas radicalmente opuestas, prefiero prestar atención a quienes basan sus propuestas en la experiencia, en vez de en teorías e hipótesis, ya sea adquirida a través de sus pacientes o del estudio antropológico.
Un libro de enorme valía es “Nutrition and Physical Degeneration. A comparison of primitive and modern diets and their effects”, del doctor Weston A. Price. El autor, odontólogo estadounidense, decide llevar a cabo una investigación alrededor del globo hacia los años 30 del siglo XX, sobrecogido por el incremento de las enfermedades dentales que observaba en su consulta. Su estudio consiste en comparar poblaciones que mantienen un estilo de alimentación premoderno con aquellas que ya ingieren alimentos procedentes de la industria moderna.
De este periplo deja constancia gráfica a través de multitud de fotografías, donde muestra una salud dental generalmente impecable para los nativos alimentados a la manera tradicional, mientras que aquellos que la habían abandonado salen bastante mal parados al ser cotejados. Se suelen considerar poblaciones genéticamente relacionadas.
Sus conclusiones llegan más allá al, por ejemplo, advertir una escasa o nula incidencia de la tuberculosis en los nativos suizos que mantenían su estilo de vida, cuando esta enfermedad mermaba poblaciones modernizadas del país. Similares son los resultados para la malaria, disentería, tifus o fiebres producidas por garrapatas en distintas poblaciones africanas.
El doctor Price prestó especial atención a la dieta, y la describió para cada una de las poblaciones. A pesar de buscarlas, fue incapaz de encontrar ninguna comunidad que se alimentara exclusivamente de plantas. De hecho, los alimentos mejor valorados por todas ellas eran los procedentes de animales y ricos en grasa, siendo muy importantes las vísceras animales.
Algunos de ellos, como los esquimales, se alimentan exclusivamente de alimentos de origen animal, exhibiendo una vigorosa salud. Para su visita al continente africano asegura que la salud es superior en las tribus pastoras o cazadoras, siendo algo inferior la de las tribus agrícolas, aun consumiendo también estos animales en su dieta.
El conocimiento adquirido es puesto a prueba en su consulta, donde alcanza muy buenos resultados.
Su investigación dio lugar a una fundación que ostenta su nombre, a partir de la que se puede seguir profundizando en el asunto.
Lierre Keith, en su imprescindible libro “El mito vegetariano”[6], relata su desgarradora experiencia, que le hizo abandonar el veganismo por una exigencia corporal. Su fanatismo había llegado a tal punto que mantuvo durante unos 20 años un estilo de alimentación que llegó a producirle daños irreversibles en su salud. En sus propias palabras: “lo que consiguió abrirse paso a través de la estructura de mi fe fueron la enfermedad y el agotamiento”.
Fueron dos décadas lo que le costó a Keith darse cuenta de que el veganismo la estaba destruyendo, y fue así porque esta ideología se convirtió para ella en una religión, situación compartido por multitud de veganos actuales: “Estos vegetarianos no buscan la verdad sobre la sostenibilidad ni la justicia. Solo buscan los hechos específicos que respaldan su ideología y sus identidades. Y aquí es donde una opinión política se convierte en religión, desde el punto de vista psicológico, donde el que investiga busca la confirmación de sus creencias en lugar de un conocimiento activo sobre el mundo”.
La reincorporación de alimentos animales fue determinante para su salud, lo que comenta en su obra, junto con una valiosa investigación dietética al respecto.
No es extraño que para mucha gente llevar una dieta vegana sea una opción razonable. Siempre se nos ha dicho, sin que comprendamos muy bien por qué, que buena parte de nuestra alimentación ha de corresponder a frutas y verduras, o que no hay que excederse con las grasas animales ni la carne roja. Los titulares de multitud de noticias anuncian que consumir carne es cancerígeno, produce diabetes, aumenta el colesterol que obstruye nuestras arterias, y un largo etcétera. Por su parte, la pirámide nutricional cada vez arrincona más los productos de origen animal.