EL VALLE DE TIRANIA

FrandeSales

Himbersor
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9 Feb 2021
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Recorriendo el valle de Tiraña volví a sentir esa mágica sensación que otorga la conjugación de un entorno bucólico y la quietud de una tarde de verano.

Era como una ensoñación medieval y romántica, como si todo tuviera un filtro del tonalidad difuminado de los sueños.

El Chino no cerraba la boca, pero yo me abstraía y asentía y contestaba de manera automática, estando más pendiente de ver las colinas, los bosques, las lóbregas cuadras del ganado llenas de telarañones, las viejas casonas al par de la carretera que estaban medio cayéndose, con las buhardillas hundidas y las tejas desprendidas sobre agrietadas aceras en las que crecía hierba silvestre,
y admirando también las casas levantadas por los jubilados de la mina que teniendo nociones de albañilería habían construido fincas únicas e irrepetibles, repletas de enanitos, burros, lechuzas y farolillos de piedra adornando las entradas,
con alguna bandera de Asturias ondeando al aire caluroso de la tarde y una balsámica pomarada flanqueando los caminitos de piedra hacia los porches, repletos de tayuelas, madreñas, herramientas, mesas tapizadas y tendederos para la ropa, todo articulando un entorno que bien parecía planificado según el Feng Shui.

Por las pistas que rodeaban el fondo del valle se oían de vez en cuando los tractores de los campesinos y el rugir de la moto de algún mozo del lugar, y desde las praderías junto al río Tiraña venía el tintineo de los collares de las ovejas, acompañadas de algún moloso mastín que ladraba con pereza a nuestro paso sin levantarse siquiera de entre la hierba.

Y por las callejuelas de las dispersas aldeas del valle había viejos a la sombra escuchando la radio sentados en sillas sacadas a las puertas de sus casas, y que nos miraban con la misma pereza del mastín y bien parecía que nos fueran a ladrar de igual manera que aquél.

También vimos mujeres mayores reunidas en los contados bancos de las plazoletillas, bajo los falsos plátanos, con los mandiles de cocinar puestos y en zapatillas, mientras unos pocos críos que serían sus nietos jugaban con pistolas y globos de agua en torno a las fuentes, creando arcoíris momentáneos al disparar al aire y añadiendo notas de felicidad con su griterío.

Había también por allí más juventud, como unas adolescentes de unos dieciséis años apoyadas sobre el cierre de un prado, vestidas en tejanos cortos y que rieron mientras nosotros pasábamos, ladinas y divertidas.

Y de más edad pude ver a treintañeros atrapados para siempre por el valle, afanados en tareas agrícolas junto a sus padres, y otros calvos y vistiendo santos apegados a sus madres en los corros de las ancianas de las plazas.

Me crucé con algún viejo conocido de la escuela de Barredos, y nos saludamos adustamente. No es difícil comprender el porqué de la idiosincrasia local, pero por seguro que este mosaico humano aquí descrito no podría entenderse sin el paisaje del valle. Algo hay en este valle de Tiraña como lo hay en el de Cenera, y en sí mismo es diferente y a la vez la misma cosa. Yo me entiendo.

-¡Chino, este es un lugar maravilloso!- le dije a mi colega, que no paraba de hablar sobre coches y motores y no prestaba atención al entorno. El Chino estaba obsesionado con “el Torobichu”, un chaval mayor que yo y muy conocido en Laviana por ser una escultura viviente de la perfección física humana y por poseer un coche Ferrari.

A veces el Torobichu invitaba al Chino a subirse de copiloto y dar una vuelta por Laviana en el Ferrari. Como la más grande pasión de mi amigo eran los motores, podéis imaginaros la felicidad plena que debía sentir al verse montado en aquel deportivo, junto al probablemente más famoso e idolatrado mozo del alfoz.

El Torobichu no era el típico cani ni mucho menos, siendo bastante humilde en el trato y nada pretencioso, dedicado a la pintura y el desfile de modelos (y aquí me refiero tanto a su actividad de modelo de pasarela, como a las modelos que “desfilaban” por sus manos). Hacía migas con los VIP y a mí se me parecía a Franky en cuanto a su manera de ser. Para el Chino era Dios.

Y es que cuando uno veía al Torobichu, con sus casi dos metros de altura, su cuerpo con forma de busto clásico griego, su faz Leonardo DiCaprio y aquel empaque manejando el Ferrari, lo más lógico era pensar que allí había intervención divina y no sólo lotería genética. A veces me da por pensar que si sólo dejaran reproducirse a la gente más guapa y sana la Humanidad sería mucho más feliz en un par de generaciones, aunque, por supuesto, muchísimo más estulta e incapaz. A saber.

El Chino y yo paramos a comprar unos helados de Royne en un tristísimo bar de Tiraña, donde una señora mayor con aspecto de lechuza nos atendió muy amablemente.

Aquel negocio era a la vez bar y tienda, y también ferretería. Unos parroquianos jugaban a las cartas en silencio, casi en penumbra, y la tendera al terminar con nosotros se fue a ver a la partida.

Al poco vimos de casualidad a Piti y a Pedrín, cargando unas tablas y vistiendo ropa sucia y llena de manchas de pintura, porque se iban a una finca no muy lejos de la carretera general a trabajar en la carroza que preparaba ese año la chavalería de Tiraña para el Descenso.

Hablamos un poco sobre las partidas de Magic del otro día y yo me alegré interiormente mucho más de lo que expresaba por aquel mágico encuentro.

Un rato después de despedirlos vi un viejo caserón que dominaba un saliente del valle, medio oculto por el bosque de castaños, y allí asomado por un ventanuco abuhardillado estaba el hermano de Piti, Arnaldo, observando los montes al otro lado del río y como preso de una maldición.

Le llamé varias veces y sólo conseguí que bajara la cabeza y nos mirara con la boca abierta durante unos instantes, para volver después a fijar su vista en la nada.

Era una mente rota sin remedio. Sentí tristeza al recordar mis correrías con él en la escuela de primaria de Barredos, cuando formábamos pandilla con David Álvarez y Kínder. El Chino me dijo que vaya tipos más raros había por ahí, y yo le contesté que en cada valle cada cual disfruta sus taras.

Acabamos llegando a la gran recta que expulsa del valle a los caminantes hacia Barredos, y allí supe que habíamos abandonado un reino encantado y entonces regresamos a nuestros hogares en Pola de Laviana por el paseo junto al río Nalón, mientras ya atardecía y los campos exhalaban los perfumes del verano.

-Nos vemos mañana en la sala, Chino.

-Vale, tío, habrá que echar un Call of Duty.
 
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Recorriendo el valle de Tiraña volví a sentir esa mágica sensación que otorga la conjugación de un entorno bucólico y la quietud de una tarde de verano.

Era como una ensoñación medieval y romántica, como si todo tuviera un filtro del tonalidad difuminado de los sueños.

El Chino no cerraba la boca, pero yo me abstraía y asentía y contestaba de manera automática, estando más pendiente de ver las colinas, los bosques, las lóbregas cuadras del ganado llenas de telarañones, las viejas casonas al par de la carretera que estaban medio cayéndose, con las buhardillas hundidas y las tejas desprendidas sobre agrietadas aceras en las que crecía hierba silvestre,
y admirando también las casas levantadas por los jubilados de la mina que teniendo nociones de albañilería habían construido fincas únicas e irrepetibles, repletas de enanitos, burros, lechuzas y farolillos de piedra adornando las entradas,
con alguna bandera de Asturias ondeando al aire caluroso de la tarde y una balsámica pomarada flanqueando los caminitos de piedra hacia los porches, repletos de tayuelas, madreñas, herramientas, mesas tapizadas y tendederos para la ropa, todo articulando un entorno que bien parecía planificado según el Feng Shui.

Por las pistas que rodeaban el fondo del valle se oían de vez en cuando los tractores de los campesinos y el rugir de la moto de algún mozo del lugar, y desde las praderías junto al río Tiraña venía el tintineo de los collares de las ovejas, acompañadas de algún moloso mastín que ladraba con pereza a nuestro paso sin levantarse siquiera de entre la hierba.

Y por las callejuelas de las dispersas aldeas del valle había viejos a la sombra escuchando la radio sentados en sillas sacadas a las puertas de sus casas, y que nos miraban con la misma pereza del mastín y bien parecía que nos fueran a ladrar de igual manera que aquél.

También vimos mujeres mayores reunidas en los contados bancos de las plazoletillas, bajo los falsos plátanos, con los mandiles de cocinar puestos y en zapatillas, mientras unos pocos críos que serían sus nietos jugaban con pistolas y globos de agua en torno a las fuentes, creando arcoíris momentáneos al disparar al aire y añadiendo notas de felicidad con su griterío.

Había también por allí más juventud, como unas adolescentes de unos dieciséis años apoyadas sobre el cierre de un prado, vestidas en tejanos cortos y que rieron mientras nosotros pasábamos, ladinas y divertidas.

Y de más edad pude ver a treintañeros atrapados para siempre por el valle, afanados en tareas agrícolas junto a sus padres, y otros calvos y vistiendo santos apegados a sus madres en los corros de las ancianas de las plazas.

Me crucé con algún viejo conocido de la escuela de Barredos, y nos saludamos adustamente. No es difícil comprender el porqué de la idiosincrasia local, pero por seguro que este mosaico humano aquí descrito no podría entenderse sin el paisaje del valle. Algo hay en este valle de Tiraña como lo hay en el de Cenera, y en sí mismo es diferente y a la vez la misma cosa. Yo me entiendo.

-¡Chino, este es un lugar maravilloso!- le dije a mi colega, que no paraba de hablar sobre coches y motores y no prestaba atención al entorno. El Chino estaba obsesionado con “el Torobichu”, un chaval mayor que yo y muy conocido en Laviana por ser una escultura viviente de la perfección física humana y por poseer un coche Ferrari.

A veces el Torobichu invitaba al Chino a subirse de copiloto y dar una vuelta por Laviana en el Ferrari. Como la más grande pasión de mi amigo eran los motores, podéis imaginaros la felicidad plena que debía sentir al verse montado en aquel deportivo, junto al probablemente más famoso e idolatrado mozo del alfoz.

El Torobichu no era el típico cani ni mucho menos, siendo bastante humilde en el trato y nada pretencioso, dedicado a la pintura y el desfile de modelos (y aquí me refiero tanto a su actividad de modelo de pasarela, como a las modelos que “desfilaban” por sus manos). Hacía migas con los VIP y a mí se me parecía a Franky en cuanto a su manera de ser. Para el Chino era Dios.

Y es que cuando uno veía al Torobichu, con sus casi dos metros de altura, su cuerpo con forma de busto clásico griego, su faz Leonardo DiCaprio y aquel empaque manejando el Ferrari, lo más lógico era pensar que allí había intervención divina y no sólo lotería genética. A veces me da por pensar que si sólo dejaran reproducirse a la gente más guapa y sana la Humanidad sería mucho más feliz en un par de generaciones, aunque, por supuesto, muchísimo más estulta e incapaz. A saber.

El Chino y yo paramos a comprar unos helados de Royne en un tristísimo bar de Tiraña, donde una señora mayor con aspecto de lechuza nos atendió muy amablemente.

Aquel negocio era a la vez bar y tienda, y también ferretería. Unos parroquianos jugaban a las cartas en silencio, casi en penumbra, y la tendera al terminar con nosotros se fue a ver a la partida.

Al poco vimos de casualidad a Piti y a Pedrín, cargando unas tablas y vistiendo ropa sucia y llena de manchas de pintura, porque se iban a una finca no muy lejos de la carretera general a trabajar en la carroza que preparaba ese año la chavalería de Tiraña para el Descenso.

Hablamos un poco sobre las partidas de Magic del otro día y yo me alegré interiormente mucho más de lo que expresaba por aquel mágico encuentro.

Un rato después de despedirlos vi un viejo caserón que dominaba un saliente del valle, medio oculto por el bosque de castaños, y allí asomado por un ventanuco abuhardillado estaba el hermano de Piti, Arnaldo, observando los montes al otro lado del río y como preso de una maldición.

Le llamé varias veces y sólo conseguí que bajara la cabeza y nos mirara con la boca abierta durante unos instantes, para volver después a fijar su vista en la nada.

Era una mente rota sin remedio. Sentí tristeza al recordar mis correrías con él en la escuela de primaria de Barredos, cuando formábamos pandilla con David Álvarez y Kínder. El Chino me dijo que vaya tipos más raros había por ahí, y yo le contesté que en cada valle cada cual disfruta sus taras.

Acabamos llegando a la gran recta que expulsa del valle a los caminantes hacia Barredos, y allí supe que habíamos abandonado un reino encantado y entonces regresamos a nuestros hogares en Pola de Laviana por el paseo junto al río Nalón, mientras ya atardecía y los campos exhalaban los perfumes del verano.

-Nos vemos mañana en la sala, Chino.

-Vale, tío, habrá que echar un Call of Duty.
Buena chapa
 
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