El repruebo de Azaña al independentismo catalán por querer pactar con Franco en la Guerra Civil

Dr Polux

FEOfobo & CALVOfobo
Desde
15 Sep 2008
Mensajes
40.343
Reputación
133.998
Lugar
En el país de las ninfas
La decepción es uno de los sentimientos más duros que existen. También uno de los que más cuesta olvidar y dejar atrás.Napoleón Bonaparte, por ejemplo, pasó de amar con locura a Josefina de Beauharnais a odiarla con toda su alma tras descubrir que le había puesto la misma cornamenta que un búfalo africano (búsquenlo, que anda bien dotado el animal) y que dilapidaba hasta la última moneda que le llegaba en fiestas y alcohol. Más de un siglo después, otro tanto le pasó al que fuera presidente de la Segunda República, Manuel Azaña, con el separatismo catalán. Tras haber sido uno de los defensores de la forja del Estatuto, pasó a cargar contra los secesionistas.

resizer.php

Azaña, al igual que Bonaparte, pasó del amor al repruebo en menos de una década. Aunque la culpa no la tuvo el adulterio, sino tristes sucesos como la proclamación ilegal del Estado Catalán en 1934 por parte de Lluis Companys o la obsesión de los políticos independentistas por firmar la paz con Francisco Franco durante laGuerra Civil a espaldas de la Segunda República. Una causa, esta última, que se recoge en la obra colectiva «La Guerra Civil española, 80 años después. Un conflicto internacional y una fractura cultural» (Tecnos, 2019). «El conocimiento de las actuaciones exteriores de catalanes y vascos consiguió enfadar tanto a Azaña como a Negrín», desvela Josep Sánchez Cervelló en el capítulo de este libro dedicado al secesionismo periférico («El separatismo catalán y vasco durante la guerra»). En ese punto se rompió su relación.

Locura de amor por la autonomía
El idilio romántico de Azaña con el independentismo, ese momento de noviazgo en el que hormiguea el estómago, comenzó a latir a principios de 1930, cuando la Segunda República todavía se estaba pergeñando y esperaba salir al ruedo. Rondaba el 27 de marzo y el ya veterano político (en ese momento, presidente del Ateneo de Madrid) se hallaba disfrutando de una suculenta comida junto a un grupo de intelectuales catalanes. Tal y como él mismo recordaba en «La recuperación del ideal republicano», en mitad de aquel ambiente festivo declaró su amor por la región e incidió en que la única forma de obtener «la libertad catalana y la española» era hacer caer a la monarquía. «El medio es la revolución, el objetivo, la República», incidió. En palabras de la Asociación Manuel Azaña, por entonces era partidario de su «autogobierno».




Poco equívoco tienen las palabras que salieron de su boca aquel 27 de marzo: «Siempre había admirado a Cataluña […]. Antes comprendía el catalanismo. Ahora, además de comprenderlo, siento el catalanismo. Yo concibo, pues, a España con una Cataluña gobernada por las instituciones que quiera darse mediante la manifestación libre de su propia voluntad. Unión libre de iguales con el mismo rango, para así vivir en paz. […] Y he de deciros también que, si algún día dominara en Cataluña otra voluntad y resolviera ella remar sola en su navío, sería justo el permitirlo y nuestro deber consistiría en dejaros en paz, con el menor perjuicio posible para unos y otros, y desearos buena suerte». Los elogios a su «cohesión nacional» o su «sensibilidad por la causa pública» terminaron de redondear aquel discurso.

«Si algún día dominara en Cataluña otra voluntad y resolviera ella remar sola en su navío, sería justo el permitirlo y nuestro deber consistiría en dejaros en paz»
Este romance terminó de materializarse en el Pacto de San Sebastián (firmado el 17 de agosto de 1930), el acuerdo con el que los principales grupos republicanos orquestaron la caída de la monarquía. Y un tratado en el que, como era de esperar, se incluyeron partidos independentistas después de que políticos como Eduardo Ortega y Gasset y el archiconocido Francesc Maciá se reunieran en varias ocasiones para acercar posturas. Su apoyo hizo que la autonomía fuera una de las medidas sobre las que giró el documento. Así lo hicieron saber a España entera en la nota que, apenas dos días después, enviaron a diferentes diarios bajo las sencillas palabras «Las izquierdas españolas»: «Unánimemente se mantuvo entre los reunidos el criterio de que Cataluña redacte libremente el Estatuto Catalán, sometiéndolo en su día al refrendo de las Cortes Constituyentes».

Tras la proclamación de la Segunda República y su llegada al gobierno, Manuel Azaña se convirtió en uno de los mayores artífices del Estatuto de Cataluña. Durante meses trabajó y debatió para que se firmara el Estatuto de Nuria (el que aprobaría este gran paso). El político defendió a capa y espada su postura en discursos como el del 27 de mayo de 1932: «Señores diputados, con este sentimiento de colaboración, con este sentimiento de unidad profunda e interior de todos los españoles, es con el que yo invito al Parlamento y a los partidos republicanos a que se sumen a esta obra política [la autonomía catalana], que es una obra de pacificación, que es una obra de buen gobierno». El 8 de septiembre de ese mismo año, sus deseos se hicieron realidad.

Embajadas, representación internacional y paz
En ojos de nuestro protagonista, todo aquel trabajo por el Estatuto quedó destrozado el 6 de octubre de 1934, cuando Lluis Companys (presidente de la Generalitat y líder de Esquerra Republicana) proclamó el Estado Catalán aprovechando la tensión que reinaba en España debido a la Revolución de Asturias. «Cataluña enarbola su bandera, llama a todos al cumplimiento del deber y a la obediencia absoluta al Gobierno de la Generalitat, que desde este momento rompe toda relación con las instituciones falseadas», afirmó a la multitud que se reunió aquella jornada en Barcelona. Aunque aquello fue cortado de raíz de la mano del presidente Alejandro Lerroux y del general Domingo Batet poco después, fue el inicio del desamor entre ambos.

Sin embargo, lo que de verdad logró corroer a Manuel Azaña fue la puñalada trapera que parte de Cataluña y del País Vasco le dieron en la Guerra Civil al solicitar, a espaldas de la Segunda República, la paz a Franco. Según narra Sánchez Cervelló en «El separatismo catalán y vasco durante la Guerra Civil», todo comenzó el 17 de julio en el Protectorado de jovenlandia. En sus palabras, el «derrumbe del Estado central permitió que tanto Cataluña como Euskadi llenaran el vacío dejado por la administración y asumieran competencias que no estaban contempladas en los respectivos estatutos de Autonomía». En el caso de Companys, por ejemplo, la creación de la Consejería de Defensa y el Comité de Milicias Antifascistas. Dos organizaciones destinadas a «disponer de una industria de guerra propia» y «asumir el control del orden público».

«España no tiene solución. Euskadi y Cataluña deben aspirar a tener embajadas y consulados y un agregado junto al cónsul o embajador»
Por si estos movimientos no fueran lo suficientemente llamativos, ambos gobiernos iniciaron los contactos necesarios para obtener representación internacional. Por descontado, sin contar con el gobierno central. En diciembre, aquella idea vaga se hizo palpable cuando el político del PNV Manuel de Irujo escribió al presidente del directorio de su partido en los siguientes términos: «España no tiene solución. Euskadi y Cataluña deben aspirar a tener embajadas y consulados y un agregado junto al cónsul o embajador, que permita su representación coordinada, pero con personalidad propia, peculiar. De no tomar esta medida no avanzaremos en la vía confederal». En la misma misiva incidía en que la Generalitat aprobaba aquella política.

Aunque el caso más sangrante fue el de Euskadi (Irujo mantuvo contacto con cónsules extranjeros para lograr su objetivo) en Cataluña sucedió otro tanto. De hecho, el autor confirma en la mencionada obra que, según la Brigada Especial de Información (una suerte de servicio secreto que pendía de la CNT-FAI), por entonces diferentes grupos de catalanistas exiliados ya intentaban, «inspirados por elementos facciosos o incluso con las directrices perturbadoras emanadas del campo fascista», buscar «una paz separada y acabar con la revolución». Siempre según Sánchez Cervelló, también trabajan ya en ello organizaciones como la Lliga Catalana. «Cambó [miembro de la Lliga] reveló un conocimiento exacto de esta supuesta maniobra secesionista», añade. De entrada, estos acertados rumores aumentó la tensión con el gobierno central.

Las sospechas se confirmaron el 9 de febrero de 1937, día en que el redactor jefe del «Daily Telegraph» de Londres envió un telegrama a Lluis Companys en los siguientes términos: «Según periódico tarde inglés: Sección del Gobierno catalán ha establecido contacto con Franco objeto evitar conflicto directo con los rebeldes, en caso de vencer Gobierno de Valencia. Agradeceríamos muchísimo información autorizada de Su Excelencia a este sujeto. Gracias anticipadas» [SIC]. La respuesta fue una negativa. «La información es absurda y la sola suposición nos duele». Pero la realidad era bien distinta a lo que se explicaba desde los organismos oficiales. Algo que quedó claro cuando Manuel Carrasco i Formiguera (de la nacionalista Unió Democrática de Catalunya) se reunió con el embajador británico para que empezara a mediar con los franquistas «con el beneplácito vasco y catalán».

Más movimientos
A lo largo del año 1937 se desarrollaron más movimientos de los gobiernos catalán y vasco para acercarse a la política internacional y separarse, poco a poco, de la Segunda República. Así lo afirma el autor, quien señala que se llevaron a cabo mediante los embajadores culturales (encargados de organizar, por ejemplo, exposiciones en el extranjero para mejorar su imagen). Cuando se descubrió el pastel, la ira cundió en Azaña y Juan Negrín. «La desafección de Cataluña (porque no es menos) se ha hecho palpable. Los abusos, rapacerías, locuras y fracasos de la Generalitat y consortes, aunque no en todos sus detalles de insolencia, han pasado al dominio público», escribió el primero en sus diarios. Al segundo (presidente de la Segunda República a partir de 1937) le ocurrió otro tanto cuando descubrió que Companys se había entrevistado con Édouard Daladier e Ybon Delbos, ministros de Guerra y de Asuntos Exteriores de Francia.

Manuel Azaña, durante un discurso pronunciado en el Ayuntamiento de Valencia
Aquello solo fue el principio. En las mismas fechas, Cataluña se desmarcó todavía más del gobierno central distribuyendo entre sus soldados un emblema con el escudo de la Generalitat con la palabra Catalunya. Estas fueron acompañadas del siguiente lema: «¡Combatientes catalanes! Cuando vayas a luchar hazlo en nombre de Cataluña, cuando vayas a luchar hazlo pensando en Cataluña. Es necesario también que se vea que es en nombre de Cataluña». Cuando, el 1 de noviembre, el gobierno de la República se estableció en Barcelona, la tensión aumentó. Ejemplo de ello es que, durante una reunión, Negrín ordenó a Companys que se abstuviera de toda intervención en política internacional y le reprochó sus esfuerzos porque Cataluña y España fueran entendidas como entidades diferentes. El primero criticó estos movimientos políticos poco después: «No estoy haciendo la guerra contra Franco para que nos reviva en Barcelona un separatismo menso y pueblerino».

«Los abusos, rapacerías, locuras y fracasos de la Generalitat y consortes, aunque no en todos sus detalles de insolencia, han pasado al dominio público»
Aunque ni Cataluña ni Euskadi lograron una paz pactada con Franco, sí consiguieron que Azaña perdiera la fe en los separatistas. El 17 de noviembre de 1938 lo dejó claro en su diario: «Llamo la atención del gobierno sobre los amigos oficiosos que hacen gestiones diplomáticas en París y Londres, sembrando el desconcierto y rebajando la autoridad del gobierno. Hacen daño. Necesidad de terminar con eso. Desautorizarlo». Poco después, Negrín fue todavía más claro: «Yo no he sido nunca lo que llaman españolista ni patriotero. Pero ante estas cosas, me indigno. Si esas gentes van a descuartizar a España, prefiero a Franco. Con Franco ya nos entenderíamos nosotros, o nuestros hijos, o quien fuere, pero estos hombres son inaguantables. Acabarán por dar la razón a Franco».

El repruebo de Azaña al independentismo catalán por querer pactar con Franco en la Guerra Civil
 
Que susto. Pense que Azaña se sintio decepcionado con los republicanos catalanes por ser indepes. La bajeza y miseria de la antiespaña a mi en cambio nunca me decepciona.
 
Volver