El progresismo patrio y sus banderas

Ikki

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No hay canción que me produzca más rechazo que Imagine. Es toda una oda a la posmodernidad, y no sólo porque ese Lennon cantando en solitario me lleve inevitablemente a pensar en Yoko Ono, personaje ridículo donde los haya (por posmoderna, ciertamente).

La canción recoge todos los postulados que devinieron poco a poco en norma tras Mayo del 68. Hay, sin embargo, una frase que me interesa especialmente destacar: Imagine there’s no countries. Detrás de ella se encuentra todo el globalismo hedonista y jovenlandesalizante que ha venido fraguándose poco a poco desde los años 70 hasta ahora, ese rechazo y vergüenza por lo propio que caracteriza a la ciudadanía que pertenece a los países europeos. En España este fenómeno tiene dos caras muy distintas y exacerbadas en sus presupuestos respecto de nuestros vecinos más cercanos.

Abunda dentro de la ciudadanía quienes dicen “mi patriotismo no es el de las banderas, sino el de la sanidad y educación públicas”, ignorando que la bandera es el símbolo de la nación bajo la cual se organiza aquello que valora tanto


Mi intención es exponer cómo se han asumido estos mantras en nuestro país, para ayudarnos a comprender mejor el panorama en el que nos hayamos. Sin embargo, resumiré en primer lugar y de forma sumaria cómo ha llegado el progresismo global a imponerse de esta forma tan asfixiante; es importante conocer éste último para comprender mejor cómo se ha manifestado en España.

Se habla mucho de la sociedad líquida y del paradigma emocional, asociándolo normalmente a la eclosión que supuso la “revolución” del 68. Sin embargo, como todo lo que tiene que ver con lo humano, los cambios se produjeron lentamente: desde el movimiento romántico, pasando por el psicoanálisis y el cambio de mentalidad que se produjo en el periodo de entreguerras.



Es cierto, sin embargo, que Mayo del 68 acabó por hacer de las emociones la regla con la que enjuiciar al mundo (y, sobre todo, a los demás). En esto radica gran parte de su éxito, no tanto político, sino social y cultural. Vender ideales utópicos, como los que nos propone John Lennon, es de lo más sencillo que hay, especialmente sin nadie que pregunte, “Bueno, ¿y cómo se concreta todo esto?”

El contexto de esa época es el de individuos aislados de sus raíces, debido en gran parte al éxodo del campo a la ciudad, y de unos países a otros tras la II Guerra Mundial. La individualidad, y con ella las emociones particulares, van cobrando cada vez más relevancia. Se pide la emancipación pero, ¿respecto de qué? Respecto de todo. La influencia norteamericana en la revuelta francesa del 68 llevó a una degradación del concepto “emancipar”, de forma que lo que se acabó pretendiendo fue la emancipación del individuo respecto de todo condicionamiento, incluso de los que impone la propia naturaleza (y en esto estamos, con las identidades líquidas incluso respecto de la propia corporalidad).



Dentro de este programa, el individuo necesita quitarse las cadenas que supone haber nacido en un sitio determinado: Imagine no countries. Irónicamente, es el capital el que mayor beneficio obtiene de la promoción de este tipo de persona. A un individuo completamente desligado sólo le queda romper el último lazo: el que lo une consigo mismo, cosa complicada de alcanzar. En lo que trata de conseguirlo, a los fabricantes de objetos e ideologías les queda el consumidor ideal: aquel que está religado tan solo a sí mismo, un hedonista que, por otro lado, acaba teniendo ansias de sentido. Así pues, lo que empezó en teoría como un movimiento de izquierdas, acaba con un producto que es lo contrario del marxista clásico (racionalista y con objetivos concretos y definidos).

Ese producto es actualmente lo que todos conocemos como progre. Como ya he dicho, es el consumidor perfecto, tanto para el poder político como el económico. En política consume ideas que le parecen bonitas, quizá debido a su desconocimiento de la naturaleza humana (Imagine there’s no countries, nothing to kill or die for, imagine all the people living life in peace, imagine all the people sharing all the world). Económicamente consumen todo lo que tiene que ver con el mero placer sensual, o viven de “acumular experiencias”, de ahí ese auge de colgar compulsivamente fotos de viajes en Instagram.



Normalmente se atribuye a Gramsci, Foucault y similares el ser los creadores intelectuales del progre actual, cuando mi intuición me dice que más bien supieron darse cuenta de los vientos de cambio, para asociarlos estratégicamente a la izquierda. La antigua confrontación patrón-obrero ya no tenía sentido en una sociedad occidental cada vez más próspera, de forma que el discurso de la polaridad trastocó quiénes debían ser los protagonistas de las dicotomías enfrentadas: Hombre-mujer, blancos-resto de razas, países occidentales-resto de países, etc. Se explota el complejo de culpa del consumidor de las ideas progres, y se exaltan las minorías y toda clase de víctimas (reales o no).

De este modo tenemos al europeo típico sintiéndose culpable solamente por existir y, para obtener redención –y darle un sentido a su vida-, convirtiéndose en activista, sin importar la racionalidad que tengan las causas por las que lucha. Parte de esta culpabilidad asumida en automático está la de pertenecer a un país occidental desarrollado. Dentro de este marco sociológico y político, el caso español resulta especialmente interesante. Primero, porque es nuestro país. Segundo, porque este postulado antipatriótico aparece exacerbado y con la víctima en casa propia. Pasemos, pues, a examinar al progrerío español.

Para empezar, y siendo justos, Franco no le hizo ningún bien a la imagen que puede tenerse del patriota español, o del católico español. Ojo, que hablo de imagen, no entro en otros debates. No es de extrañar entonces que, con sólo decir que te sientes orgulloso de tu país, o que eres católico, se te asocie a la etiqueta maniquea por excelencia: de derechas. Como todos sabemos, el concepto “de derechas” es lo más vacío que puede uno encontrarse, porque simplemente se aplica a todo lo que nos disgusta, añadiéndole además un juicio jovenlandesal inapelable.

Llevamos años, diría que décadas, sacando la bandera española de forma tras*versal, con ocasión de los muchos logros que ha obtenido el deporte patrio. Pero, para el día a día, la bandera es de de derechass. A raíz de los cambios que está viviendo España últimamente tenemos al PSOE y a Podemos enarbolando, en raciones homeopáticas y sin que destaque demasiado la cosa, nuestra bandera. Pero ahí quedan grabados los vídeos de Pablo Iglesias diciendo que él no puede pronunciar la palabra España. Y no es cosa suya: se habla de Estado español, o “este país”. Abunda dentro de la ciudadanía quienes dicen “mi patriotismo no es el de las banderas, sino el de la sanidad y educación públicas”, ignorando que la bandera es el símbolo de la nación bajo la cual se organiza aquello que valora tanto.

Está claro que Franco y el progresismo (hijo del gauchisme sesentayochista) no han ayudado. Pero tenemos, además, al enemigo en casa. Si una de las máximas de las corrientes actuales es la vergüenza por lo propio, y el sentimiento de culpa ante los supuestos oprimidos, en España esto se agrava con el victimismo de los nacionalismos regionales. La idiosincrasia de estos últimos es tan particular que estoy segura de que dará lugar a muchas tesis doctorales en el futuro.

Por un lado, tienen su origen auténtico en un clasismo de derechas, en el desprecio al español de otras regiones que se desplazaba en busca de futuro a Cataluña o País Vasco, regiones que fueron precisamente favorecidas para que florecieran y se convirtieran en núcleos potentes, en motores económicos, de España.

A pesar de esto, han enarbolado el victimismo desde el principio, victimismo que se agudizó tras la guerra civil y durante la dictadura. Aunque la constitución de 1978 fuera redactada para complacer todas sus demandas, han seguido sacando rédito a su papel de oprimidos durante 40 años. ¿Por qué ocurre esto? Entre otras cosas, porque gracias a la ideología del 68, ser víctima de algo es lo que cotiza al alza. No importa si uno es víctima real o no: ¿no les resulta curioso que una región oprimida sea de las más prósperas de un país, un país que es de de los más descentralizados del mundo? Cosa que estamos pagando en esta esa época en el 2020 de la que yo le hablo, por cierto.

El vascongado pero, sobre todo, el catalán, tiene lo mejor de los dos mundos que generó la progresía. Por un lado, no sólo no se avergüenzan de lo que consideran propio, a diferencia de sus pares europeos: es que viven de exaltarlo, y de denigrar a sus “vecinos”. ¿Se imaginan a un alemán exaltando la nación alemana, y hablando con desprecio de países cercanos? ¿A qué les sonaría? No hace falta que lo diga.

Asimismo, y como beneficiados del progrerío europeo, asocian a su “lucha emancipatoria” todas las causas que se consideran buenas hoy día: el feminismo radical, el ecologismo militante, el movimiento okupa, etc. De esta forma, los independentistas quedan de forma definitiva en el lado bueno de las cosas: están oprimidos, y luchan por todo lo que es justo, bueno y bello, frente al burdo opresor español. El ansia de sentido del indepe-progre queda así saciada: ya tiene algo concreto desde lo que orientar sus acciones, una causa por la que dar la vida.

Ante ellos, el resto de españoles hemos callado. Los izquierdistas, por ser producto del sesentayochismo. Los de derechas (si es que eso tiene algún significado concreto), por pensar que bastaba con gestionar y mantener los estómagos llenos. Desde esta perspectiva se comprende mejor cómo hemos llegado a tener un golpe de estado que, de momento y sólo por la esa época en el 2020 de la que yo le hablo, ha quedado entre paréntesis. Pero el estado de la cuestión del independentismo regional en España se puede resumir en dos frases manidas: “¡Son las emociones, menso” y “Os dieron a elegir entre el deshonor y la guerra… elegisteis el deshonor, y ahora tendréis la guerra.”


El progresismo patrio y sus banderas - Disidentia
 
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