Eric Finch
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Dura lex: El otro nacionalismo español
22 octubre, 2013
El otro nacionalismo español
Cuesta mucho entenderlo, pero más o menos la situación es así, con tres grupos o bandos que monopolizan la palabra y los estrados. Por un lado están los nacionalistas vascos, catalanes y gallegos (y los demás que haya, unos pocos asturianos, no sé si quedará algún nacionalista canario, un puñado de nacionalistas andaluces más bien por soleares...). Este post no va con ellos ni, menos, contra ellos. Otro día será. Sus tesis creo que se pueden resumir cabalmente así: (i) los X (vascos, catalanes...) formamos una nación, según el concepto más propio o denso de nación que se pueda proponer, tenemos una identidad común basada en la lengua, la historia compartida, especialmente una historia de secular opresión por otra nación, el folclore, una serie larga de usos sociales, las tradiciones, ciertos elementos idiosincrásicos...; (ii) la nación española, que es una nación distinta de la nuestra y de la que no formamos parte, oprime y viene secularmente oprimiendo a nuestra nación, ya sea mediante la represión de sus señas de identidad o del modo de expresarlas (paradigmáticamente la lengua, cuando la hay), ya sea mediante la explotación o la asfixia económica o una combinación de ambas; (iii) toda nación, por el hecho de ser tal, tiene un derecho a autodeterminarse políticamente, lo cual tiene su primer reflejo en el derecho de sus gentes a decidir colectivamente o mayoritariamente si quiere constituirse en Estado o si quiere seguir dentro de otro Estado; (iv) a falta de esa autodeterminación política y, por extensión, jurídica, tales naciones viven bajo la imposición de un Derecho ajeno, de un Derecho de otro Estado-nación. Si ese derecho a autodeterminarse es un derecho natural, un derecho jovenlandesal colectivo o un derecho colectivo reconocido por el Derecho Internacional es cuestión un tanto secundaria en el discurso político de esos nacionalismos y cuya justificación o resolución se deja a los juristas afines, ayudados por el profesorado de ética. Toda nación, del tipo que sea, es siempre y a fin de cuentas una nación de juristas.
No entro aquí, para nada, a valorar el acierto o la falta de él de esos planteamientos de dichos nacionalismos. Hoy no voy a eso.
El segundo bando es el del nacionalismo español, en el sentido más pleno de la expresión. Este grupo invoca la contundente existencia, con idénticos derechos naturales, jovenlandesales o jurídicos, de una nación española que, entre sus gentes y en el territorio que le es propio incluye esos otros territorios y gentes: País Vasco, Cataluña, Galicia... Los argumentos sólo pueden ser paralelos: la historia compartida, la existencia en común de elementos culturales aglutinadores (lengua, tradiciones, afectos y vínculos seculares..), sumado todo ello a la presencia actual de una Constitución “nacional” que sería fruto de la libertad y el consentimiento tácito o expreso del conjunto de la ciudadanía, Constitución que da forma jurídica y jurídico-política al Estado-nación llamado España.
El nacionalismo, cualquier nacionalismo, tiene una fuerte dimensión emocional, afectiva. El nacionalista propiamente dicho no es un calculador ni alguien que reflexiona en términos de conveniencias o inconvenientes mensurables, en clave consecuencialista o de bienestar o perjuicio tangible. El nacionalista es el que antes que nada profesa un amor fuerte a un ente colectivo, a un ente llamado nación y concretado, en cada caso de los de aquí, en la nación española o la vasca o la catalana o la gallega o la asturiana... Es ese afecto fundante el que no sólo aglutina a los nacionalistas, sino y sobre todo, el que los lleva a aceptar, por razón de la causa nacional, cualquier merma del bienestar propio o de los derechos ajenos. Por eso al nacionalista convencido no le hacen apenas mella las razones del tipo “así va a ser peor para todos” o, incluso, “así va a ser peor para nosotros mismos”. Por ejemplo, el argumento de que una Cataluña independiente podría ser una Cataluña más pobre (no entro ahora en si tiene o no sólida base ese argumento) puede afectar a algunos votantes catalanes, pero no a los catalanes nacionalistas; igual de que un hipotético argumento que dijera que los españoles no catalanes van a ser más ricos o a tener mayor bienestar en un Estado español sin Cataluña tampoco es tomado en cuenta por el ciudadano español nacionalista español.
Como los nacionalismos tienen en su esencia ese componente emotivo y como esos afectos acaban siendo parte constitutiva de la identidad personal del nacionalista o de su manera de entenderse a sí mismo y de identificarse en el mundo y entre las demás personas, la pugna argumental o política entre nacionalismos retroalimenta y exacerba esos sentimientos nacionales. Cada razón de los otros no es ponderada reflexivamente, sino entendida como afrenta y sucia maniobra para negarnos a nosotros; no sólo para negarnos nuestro derecho sacrosanto, sino para negar nuestras mismísimas identidades individuales.
Hasta ahí no hay nada raro, nada raro en cuanto a los síntomas o las constantes del choque de nacionalismos en cualquier parte del mundo. Lo raro o bastante curioso es la presencia en España de un tercer grupo de ciudadanos, grupo muy numeroso, puede que el más o de los más numerosos. Me refiero a aquellas personas que combinan en sí los siguientes caracteres o posturas:
a) No son nacionalistas, en el sentido fuerte o más exacto de nacionalismo que se acaba de definir. No son ni nacionalistas catalanes o vascos, etc., ni son nacionalistas españoles.
b) Descontextualizados, es decir, sacados de los debates de aquí mismo entre los nacionalismos de aquí (por ejemplo, haciendo una ponencia en un congreso en un país extranjero o hablando de naciones y nacionalismos en general con interlocutores extranjeros), se mantienen en un marcado escepticismo sobre las naciones y los nacionalismos o, incluso, sobre la “existencia” de cosas o entes tales como derechos colectivos, derechos de los que sean titulares “seres” tales como naciones, pueblos, iglesias, razas, clases sociales...
c) En clave de dinámica política izquierda-derecha, se ubican en la izquierda, dentro de lo que genéricamente se llama progresismo, en un arco que va desde la socialdemocracia hasta el comunismo.
d) Tienen una marcada aversión hacia la idea de España como nación y hacia cuanto cultural o socialmente se pueda identificar con “lo español”. En la génesis de ese tan extendido sentimiento “antiespañol” entre los no nacionalistas “periféricos” (permítase la expresión, que no tiene aquí nada de peyorativo) aparece una muy compleja serie de razones, explicaciones o causas, en aleatorias combinaciones. Desde luego, la memoria (memoria vital o memoria “aprendida”) de la dictadura franquista, una fuerte identificación de los símbolos y ritos estatales con el Estado franquista, algún grado de escepticismo o reparo con el modo en que tuvo lugar la llamada tras*ición, elementos críticos frente a las injusticias de la actual vida económica, política y social en España o Estado español (corrupción, iniquidades económicas, mal funcionamiento de instituciones capitales del Estado...).
e) Hasta aquí, muchos podríamos identificarnos, yo mismo me identifico con buena parte de lo que se acaba de citar. Pero el dato peculiar y definitorio, sobre las bases antedichas, de este tercer grupo es la alegría (digámoslo de esta forma) ante todo lo que perjudique, derrote o humille a España o a este Estado español, aun cuando beneficie, real o simbólicamente, a los otros nacionalismos en los que no se milita y respecto de los cuales intelectualmente se mantiene un considerable escepticismo, y aunque en las otras naciones se constaten fácilmente idénticos defectos, por ejemplo el mismo nivel de corrupción, clasismo, iniquidad social, manipulación informativa, politiquería rastrera, etc., etc.
Un ejemplo, de tantos que se podrían traer a colación, un ejemplo reciente. Un cantante y actor catalán dice, en una entrevista de un periódico asturiano, que lo español le da ardor de estomago. El nacionalismo español se ofende hasta los tuétanos, los nacionalistas “periféricos” se esponjan y sonríen, y nuestro protagonista del tercer bando invoca la libertad de expresión (yo también) y se indigna con la intolerancia de los que se cabrean y suspenden el concierto de aquel cantante en Gijón. Bien, puedo estar bastante de acuerdo hasta ahí. Pero hemos de preguntarnos cuál sería la reacción de estos no nacionalistas y políticamente “liberales” si hubiera sido un cantante de Valladolid, para nada identificado en sus manifestaciones anteriores con el nacionalismo español (se dice que Albert Pla, el tonadillero en cuestión, tampoco milita en el nacionalismo catalán), hubiera declarado a La Vanguardia que lo catalán le da ardor de estomago. Yo les digo la reacción de la mayoría de éstos (no nacionalistas catalanes) de los que estoy hablando: dirían que el tal pucelano es un de derechas atroz, un españolista faltón y poco menos que un delincuente que usa la libertad de expresión con el más claro animus de ofender y degradar a toda una nación, y un provocador que quiere atizar los desencuentros.
En tales bocas los fundados reparos a la suspensión del concierto del cantante catalán en Gijón se tornarían en silencios o muy matizadas y ligeras admoniciones si se tratara de que una institución catalana suspendiera una gala de un artista español en cuya obra o palabra se ha descubierto algún improperio contra Cataluña. Más digo, cuando algún profesor tipo Savater es increpado por una parte radical de la concurrencia nacionalista y tiene que interrumpir una conferencia en una universidad catalana, pongamos por caso, raramente se escucha a estos progresistas no nacionalistas y defensores de la libertad de expresión poner el grito en el cielo y llamar de derechass a los saboteadores. Habrá y hay de todo, lo sé, pero, en conjunto, la falta de paralelismo o equivalencia en las reacciones es más que palpable, es muy difícilmente discutible. En el caso de Albert Pla en Gijón son poco menos que unos fascistas y unos ultramontanos los que se ofenden o llaman a la cancelación de su actuación en el teatro Jovellanos. En aquel hipotético caso del cantante vallisoletano el de derechas y ultramontano sería él mismo. Si se trata de un conferenciante como Savater y otros por el estilo, pues ya se sabe, se lo tienen en el fondo merecido por ser un españolista rancio. Si un grupo de extrema derecha y nacionalista español a ultranza insulta a un político o artista catalán (cosa que me parece reprobable en grado sumo, no necesito decirlo), tenemos prueba fehaciente de que así es España; si el grupo es nacionalista catalán o vasco o gallego y el insultado un político o artista de fuera, “español” sin necesidad de que sea españolista, es reacción comprensible porque los exaltados están muy reprimidos por los españoles.
Hay un prejuicio de fondo, un a priori que no es fácil desmontar, ya que está grabado a fuego en la conciencia o el inconsciente de éstos progresistas a los que me estoy refiriendo: que todo lo que lleve el apellido “español” es de derechas y que es de derechas o poco menos, compañero de viaje de los cavernícolas, cualquier ciudadano del Estado español que no esté deseando que al Estado español le vaya de puñetera pena, incluso que se desintegre y se parta.
Ahora dirá alguno: mira este del blog, es de los que se espantan porque “España se rompe”. A mí me da igual, que se rompa o que la peguen con silicona, no soy nacionalista español ni positivo ni negativo, ni por activa ni por pasiva. Pues en verdad estoy hablando en este apartado de nacionalistas españoles negativos o por pasiva: los que viven la cuestión nacional de España con enorme intensidad y emotividad desbordada, pero no como los nacionalistas españoles, que temen la fragmentación de su patria, sino como nacionalistas sin nación que disfrutan si a España le va fatal y aunque sea para que de esta nación cutre nazcan unas cuantas más, cada una con su Estado igual de clasista, corrupto y decadente y cada una con unas élites políticas que, como las otras, son clase dominante, son manipuladoras, son corruptas y vienen del franquismo y la tras*ición.
No es verdad que “lo español” sea de derechas. No tiene fundamento ni defensa el prejuicio de que quien no desea lo mejor para el nacionalismo catalán o gallego o vasco sea un conservador y un tradicionalista o un amigo de la opresión de las gentes. No es verdad que yo o usted o uno de Toledo o cualquiera de esos amigos progresistas a los que aludo seamos cómplices de opresiones o expolios o herederos del franquismo por no creer que el mundo sea mejor con más Estados o que tal sitio o tal otro vayan a tener una vida más justa por el simple hecho de que estén más cerca de una nueva frontera. No sostengo, aquí, que no sean buenas las razones del nacionalismo o que no merezcan ser tomadas en cuenta y debatidas con seso y ecuanimidad. Las razones que no entiendo son las de estos nacionalistas negativos, las de quienes se quieren antiespañoles sin ser de otra parte ni sentirse nacionalistas de otra parte, las de aquellos que diciendo abominar de nacionalismos y naciones creen que son progresistas y liberadores los nacionalismos “periféricos” nada más que porque son opuestos al nacionalismo español y a eso que se suele llamar España.
¿Que el PP es ultrareaccionario y fascistoide? Falso. O, si lo es, estarán en las mismas los de CiU, para empezar, o los del Partido Nacionalista Vasco. Y miren que a un servidor le cae lejos el PP, por cientos de razones de muy diversa tesitura. ¿Que en España acecha y tiene mucho peligro la derecha extrema? Falso, ése es uno de los prodigios o datos raros de aquí, que la ultraderecha es marginal del todo. No como en Francia y en media Europa, por cierto.
A quien con la sentencia de ayer del Tribunal Europeo de Derechos Humanos se va a poner en la calle no es a un peligroso y malo cabeza rapada, es a una mujer de ETA, y ETA, si no me confundo, se presenta como izquierda muy izquierdosa. Y con esto sigo sin hacer valoraciones jurídicas o políticas del fondo de esa sentencia, que puede ser jurídicamente defendida con muy fundadas razones; o criticada también con buenas razones de tipo jurídico. Ése es otro debate y doctores tiene la Santa progenitora Iglesia. Pero, ya que sale ese tema, y para acabar, tengo otra pregunta: ¿cuántos de los que con buenas justificaciones jurídicas aplauden la sentencia en cuestión mantendrían esas razones y aplaudirían así si el beneficiado por la decisión de Estrasburgo fuera un tipejo de los GAL o un cabeza rapada con un puñado de asesinatos o un sicario que se hubiera cargado a veinte o treinta mossos d´esquadra? Algunos sí; pero muchos no.
Existe un cuarto grupo de ciudadanos, pero somos pocos o no se nos oye apenas o no nos dan bola. Somos los que descreemos de las naciones, de todas, los que, mientras haya Estados, quisiéramos vivir en uno que fuera funcionalmente apto, con justicia social, honestidad en las instituciones y democracia real de esa que llaman deliberativa, con una constitución decente y bien acordada y en un ambiente de lealtad constitucional. Nos importa un pito que sea un Estado-nación o un Estado-camisón o un Estado-armario ropero, que sea mononacional o plurinacional, que tenga una lengua oficial o varias, con tal de que cada uno hable como le dé la gana, incluidos el checo y el húngaro, si a alguien le da por ahí, donde la mayoría vaya a misa o se tome el vermú a esa hora, con selección nacional de fútbol potente o cansada, con las fronteras tras aquellas montañas o en el río de quinientos kilómetros más allá, y se llame España o Paellastán. Si los que se dicen no nacionalistas ni de un lado ni de otro y liberales o progresistas a tope fueran un poco consecuentes, formaríamos mayoría razonable para poner solución razonable, viable y perdurable. Pero si no hay apenas más que forofos de tal nación o tal otra y forofos antiuna y no antiotras, entonces no salimos de ésta y seguiremos instalados en el ardor de estomago y las ganas de hacer las maletas.