"El homo festivus" de Muray contra el 'imperio del bien'; frente a la dictadura del progretariado

M. Priede

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14 Sep 2011
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Una vez más los franceses nos dan sopas con honda a los españoles. Qué sana envidia me dan: Lucien Cerise, Alain de Benoist, Jean Claude Michea, Alain Soral, Houellebecq. ¿Qué producimos nosotros? Jiménez Losantos y su tremedal made in USA, el Trío Dinámico de la Complutense generador de porteños filósofos como Dante Fachi, Pisarello y Echenique; socorristas de vencedores y pesimistas pedantes como Gabriel Albiac, frascos de almibarada sumisión al amo como José María Marco; naderías José Antonio Marina, verborrea huevonudista Pérez Reverte y, sobre todo, inflación de mamertos apolonyados de profesión "yo pienso de que", verdaderos terroristas contra la reflexión ("esa funesta manía de pensar") que infestan los medios audiovisuales, digitales y en papel.

Muerto Gustavo Bueno -una isla continental de reflexión filosófica como era él, y que por desgracia no llegó a tiempo como para depurarse de la intoxicación informativa en la que nuestros perioputas mantienen al país-, ya no queda nada, después de que su Fundación, dependiente del dinero público, esté en manos de pasteleros y sionistas partidarios de meter en la guandoca a todo aquel que ponga en duda los dogmas del presente, los dogmas de la caverna que hoy padecemos, dado que como dice Albiac de la shoá, "son cuestiones de Estado". Su Estado, claro.

Parece ser que se nos había colado Philippe Muray, marginado por negarse a separar la obra de Celine de su antisemitismo. Ya sabemos que el papá de Netanyahu puede insultar a todo el mundo, pero a los de Netanyahu no se les puede ni replicar.

El escrito es demasiado largo. Agulló se extiende hablándonos de sus deducciones y muy poco de la obra de Muray. Estaría bien si la conociéramos, pero no es así; se echa de menos más párrafos del autor. Una lástima. Sin embargo su crítica al mundo presente es buena, tan buena como demoledora.

Os pongo los fragmentos que considero más elocuentes:

Rodrigo Agulló:

La obra del escritor francés Philippe Muray (1945-2006) es de tal importancia (y tan poco conocida en nuestros lares) que justifica sobradamente la atención que le concedemos mediante la publicación de dos largos artículos de Rodrigo Agulló, uno hoy y el siguiente mañana. ¿Por qué es tan importante Philippe Muray? Por la sencilla razón de que es el primero que ha visto y entendido que el Homo Sapiens ya ha sido sustituido por el Homo Festivus…​
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"YO, YO, YO, YO...", repetían los
carteles de una célebre
manifestación en Francia

“Imagina a toda la gente […] viviendo al día, sin países y sin religiones, sin nada por lo que luchar o morir, una hermandad del hombre compartiendo todo el mundo, y el mundo vivirá como uno solo.” Nada mejor que John Lennon y su pastelosa balada para saludar a la nueva era, una era cuyo umbral probablemente hace ya tiempo hemos traspasado. Bienvenidos al mundo rosa-bombón del futuro: la utopía más espantosa, porque todo indica que es realizable.
"Vivimos en la era del azúcar sin azúcar, de las guerras sin guerra, del té sin té, de los debates en que todo el mundo está de acuerdo. Más modernización. Más globalización. Más Europa. Más tras*parencia. Más pluralismo. Más mestizaje. Más igualdad. Más paridad. Más de más. Lo esencial es la tolerancia, mucha tolerancia, tolerancia del respeto, respeto de la tolerancia, ¡delatemos y sancionemos a los enemigos de la tolerancia! La paz eterna pasa por una civilización universal donde ya no habrá racismo, porque ya no habrá razas; donde ya no habrá sexismo, porque ya no habrá sexos. Ideal supremo: un mundo poblado de suecos socialdemócratas en celofán, plácidos, higiénicos, participativos y ecocompatibles.[1]"​
"Y cada victoria de la innovación contra la tradición es una conquista radiante de la humanidad. Es por ello lógico que los “inconformistas” –esos que asumen el grave riesgo de enfrentarse a las fuerzas “conservadoras, inquisitoriales y homófobas” – vean coronados sus esfuerzos con nombramientos institucionales, y que los subversivos sean subvencionados, y que los anarquistas reciban encargos ministeriales.​
¿Y que hace usted, lector, por la victoria? ¿Es usted un rebelde? ¿Es usted un tras*gresor? ¿Un iconoclasta acaso? Si es usted un individuo flexible, elástico, libertario, sin tabúes ni prohibiciones, sin ataduras ni prejuicios, sin memoria, inocente, perfectamente integrado en cuando emancipado, solidario y comprometido con la buena causa, absolutamente conforme a la voz del tiempo, sepa que es usted un perfecto ejemplar de Homo Festivus, el hombre de la post-historia. Y que como tal ha sido retratado, diseccionado en sus pompas y en sus obras y –lo que es mejor– convertido en materia prima literaria por quien ha sido sin ninguna duda el mayor agente corrosivo en la literatura de los últimos tiempos: el escritor Philippe Muray.​
¿Quién es Philippe Muray?​
Rápidamente llegué a la conclusión de que no se podía escribir de otra forma que en el sentido contrario al de las agujas del mundo.
Philippe Muray​


"Pero Muray es uno de esos casos excepcionales en los que el talento se impone frente al silencio mediático, y hoy, convertido en referencia de moda entre la intelectualidad del país vecino, muchos continúan ignorando quién era en realidad… ¿Un filósofo, un literato, un sociólogo, un jovenlandesalista? Muray se quería, lisa y llanamente, un escritor. Su materia prima: el tiempo presente. Su estilo: cáustico, irónico, corrosivo, barroco –no en vano se le compara con Celine. Su método: una máquina en la que se introducen hechos y se extraen interpretaciones.[2] Su vocación: convertirse en el cronista del desastre de los tiempos actuales. Su programa: vamos a hacerle detestar el nuevo milenio.
Con estas premisas no es de extrañar que se sitúe en una zona maldita: allí donde toda recuperación se hace imposible. Muray es el gran crítico de la modernidad, es su enemigo acérrimo, irreconciliable, absoluto. Y si la literatura aún conserva para él alguna función, ésta es la de hacernos detestar este estado de cosas que no cesa de presentársenos como lo más deseable.
Porque para Muray –y este es su punto de partida– “ningún mundo ha sido jamás tan detestable como el mundo presente”. ¿Y qué es lo que hace a nuestro tiempo tan detestable? Repuesta: el hecho de que vivimos en una época inédita, aquella que ha visto consumarse una metamorfosis de lo humano".​
¿Qué hacer? Para Muray sólo cabe una opción: marcar, a través de la literatura, una distancia sanitaria frente a “todas esas formas pomposas y fúnebres de la jovenlandesal contemporánea y todo su sistema de valores tolerantistas, paritarios, intercambistas, librecambistas, solidaristas y multiculturales, pero siempre vigilantes, niveladores y controladores como las beatas de sacristía que en realidad son, que ahogan con su peso de fin y de prejuicios lo poco que todavía queda de vida, y que si perduran es porque siguen sin dejarse definir como lo que realmente son: un orden jovenlandesal, el orden jovenlandesal más odioso de todos los órdenes jovenlandesales que jamás hayan agobiado a la humanidad, pero cuyo origen de izquierda le protege de la debacle que merece”.​



Segunda parte:

Cuando los castradores pasan por liberadores
Las sociedades post-históricas se caracterizan por un repruebo –rayano en lo patológico– por el Patriarcado como configuración arquetípica de los tiempos históricos, que se identifica además con el orden arcaico de diferenciación entre los sexos. Una diferenciación que se ve asimilada a los vestigios de la soberanía masculina y del antiguo régimen machista. La supresión de todo principio de contradicción exige eliminar ese antagonismo básico, esa vieja distinción sensual que era “demasiado ofensiva, demasiado constatable, demasiado cargada de sentido”. Homo Festivus cultiva un ideal unisex. Y en los tiempos hiperfestivos la figura del Paterfamilias no tiene otra asignación que la de convertirse en residuo naftalinoso o clown irrisorio, abocado a su reeducación por las Madres y por los Niños –dos figuras dominantes en el orden simbólico de los tiempos post-históricos.​
Esta abolición de la distinción sensual –en realidad una des-sexualización en toda regla– se acompaña de dos fenómenos a los que Muray reserva sus críticas más acerbas: la feminización y la infantilización del cuerpo social. El niño es el Rey de los tiempos post-históricos. Desde el momento en que el pasado se condena en su conjunto, la ventaja del adulto sobre el niño desaparece, y es el niño, la inocencia, el que pasa al primer plano. En la publicidad y en el cine es el niño el que siempre sabe lo que hay que hacer, el adulto –sobre todo el padre– aparece como “un fulastre inadaptado al que sólo se tolera si se pliega a las reglas de los niños que evolucionan bajo el ojo tierno de las mamás-todo amor.”[1] Toda la post-historia es una regresión a la infancia, y Homo Festivus es un niño consentido al que hay que organizar distracciones para que no se aburra. Los niños viven en un eterno presente, son los mejores consumidores y tienen todos los derechos. La maternidad-mundo –señala Muray– se encarga de convencernos de que somos niños irresponsables rodeados de programas higienistas, caritativos, humanitarios, protectores, y de que no tenemos otra cosa que hacer que flotar como fetos andróginos en la música del hiperfestivismo como en el baño matricial de los orígenes.​
Lo más curioso es que, para algunos cerebros hibernados en la mitología sesentayochista, esta des-sexualización inducida todavía se considera una sublevación heroica, una batalla a fin contra el puritanismo y la reacción. Cuando se trata precisamente de lo contrario: de la destrucción de la antigua libido –considerada como negativa, jerarquizante y conflictiva– y de su sustitución por un sistema de asepsia absoluta. Llegamos al mundo del “Progenitor A, Progenitor B”, al mundo donde para evitar “traumas” se reclama la supresión de la mención “sesso” de los papeles de identidad, a un mundo en que el auto-engendramiento y la clonación son perspectivas reales.Y en el que el sesso entendido como actividad higiénica y cuasi-deportiva marca el fin del erotismo. El sesso es omnipresente, pero los sexos desaparecen. Un solo sesso, el mismo para todos. El sesso como consumo, el placer como obligación. No ocultar nada, mostrarlo todo. Es el reino de la tras*parencia total, el fin de la porosidad de la vida. ¿Qué queda del antiguo libertinaje –de aquella parte maldita hecha de claroscuros y de penumbras? El Imperio del Bien alcanza cotas que ni el viejo puritanismo religioso llegó a soñar. [2]​
Y así se impone “la Cultura como consenso anticonsensual, la tras*gresión como rutina artística, la subversión como subvención y la provocación como paquete-regalo en todas las buenas causas mediáticas que son presentadas como conquistas radiantes, pero también peligrosas, del espíritu”.[4] La tras*gresión como nuevo academicismo aspira a mantener la ilusión de “ruptura”, de continuidad de los tiempos históricos: “la ficción de lo negativo se manifiesta por un elogio continuo de todo lo que antes se manifestaba como negatividad, como combate contra el Orden jovenlandesal. Pero desde el momento que todo el mundo se pretende subversivo, ya no hay subversión. Si todo el mundo se aparta de la norma, esa norma es puramente ilusoria. La ruptura reemplaza a la norma, y el conformismo toma la máscara de la subversión”[5].​
Para Muray el fin del mundo consiste en el fin de la dialéctica real y en su sustitución por parodias más o menos conseguidas. Los rebelócratas son los grandes figurantes de esa parodia. Pero es una parodia en la que ya nadie cree. En un mundo sin alteridad, sin enfrentamientos, sin posibilidades múltiples, es decir, sin negatividad, las palabras subversivo, tras*gresor, iconoclasta o provocador son vocablos que han conservado tanto poder de mordiente como las encías podridas de un nonagenario.[JRP2]​
El artista
Ejemplo más nítido de la subversión de cartón piedra, el artista “reclama no sólo el derecho a la tras*gresión sin sanción, sino a la institucionalización de la tras*gresión –y sólo un espíritu de los de antes podría ver la contradicción que ello implica”.​
“Nunca antes los artistas habrían pretendido ser los médicos de la humanidad sufriente, los líderes, los comprometidos, los solidarios, los liberadores y los redentores del mundo. Nunca antes se les hubiera ocurrido auto-designarse como conciencia jovenlandesal perpetua, poco menos que por derecho divino. Nunca antes habrían exigido que los poderes públicos les subvencionen su libertad privada, y que esa subvención tenga que defenderse con uñas y dientes como si fuera una conquista social inalienable. Élite autodesignada, aristocracia ilustrada, su buena conciencia –tan astuta como ingenua – les mantiene en la ilusión de creerse la guía y la conciencia del pueblo”. Muray tiene un nombre para ellos: artistócratas.[7]​
El turista
[..]​
El lgtb
[...]​
El progre
Síntesis, quintaesencia o denominador común de todas las encarnaciones festivócratas, el “progre” –lo que hoy es tanto como decir la “izquierda”– es “el dealer universal de esta humanidad en secesión de humanidad”. En su alucinante convicción de encarnar la guerra contra el Mal, la izquierda es hoy el partido meapilas contemporáneo. En su sedicente búsqueda de un mañana radiante, a la izquierda le es preciso incriminar constantemente al mundo, al tiempo que acelera el proceso de festivización. Con una fe ferviente en la idea –en el fondo consoladora– de la (des)alienación, la izquierda es congénitamente incapaz de comprender la post-historia, y es por tanto un factor de mistificación, es decir, un lastre para comprender el mundo en el que se vive.[11]​
¿Hay salida?​
[...]​
Si Muray es reaccionario no lo es en sentido pesimista, sino en un sentido trágico, de aceptación de lo real. Tampoco es un nihilista, porque cuenta con sólidos asideros. Uno de ellos es su creencia en el potencial liberador de la literatura. Otro estriba en su creencia en las virtudes guerreras y estéticas de la risa. Hay un tercero, sorprendente por inesperado: ¡su adhesión confesada a la fe católica y a la Iglesia de Roma!
Es éste un punto desconcertante, sobre el que los comentadores de Muray no acaban de ponerse de acuerdo. Lo cierto es que no hay en su obra apologética alguna. Se ha llegado a señalar que, más que un catolicismo ontológico, de lo que se trata en su caso es de un uso instrumental del catolicismo: éste le proporcionaría un punto de vista exterior sobre las cosas, al servicio de su visión del mundo. Porque en esa visión, como hemos visto, la idea de negatividad es esencial. Y el catolicismo –es decir, la antimodernidad por excelencia– sería para él un instrumento de la Historia para mantener la contradicción en el seno de lo real. De aceptar esta idea, el suyo sería un catolicismo dialéctico, un peculiar “catolicismo hegeliano” condicionado además por su ideología literaria, en la que el interés por el pecado y por la culpa como presupuestos para la descripción de los fallos humanos son elementos destacados.[15] Es Muray en cualquier caso un extraño tipo de católico, desprovisto de la esperanza que se les supone a los seguidores de Cristo.
¿Muray Superstar?​
[...]​
Y es ahí donde los fariseos intentan embalsamarlo. Llegados el reconocimiento y la fama, es preciso desactivarlo, normalizarlo. Una vieja historia. Ya los sesentayochistas se aliñaron un Nietzsche libertario y juguetón a su medida, y evacuaron su lado incómodo –su aristocratismo, su antidemocratismo. De Philippe Muray se pretende ahora hacer un antimoderno a la moda, un dandy reaccionario en el fondo encantador; un enfant terrible ocurrente a quien se toleran los desbarres –¡qué cosas tiene Muray!–, un esteta provocador a colocar en las estanterías de la cultura-espectáculo.​
 
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