Manoliko
Será en Octubre
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EL HIJO DEL LOBO
I
Decenas de cadáveres desmembrados yacían sobre la hierba, alimentando numerosos enjambres de moscas atraídas por el olor de la sangre. Figuras con apariencia humana se esmeraban en sus quehaceres. Unos ataban entre sí a un grupo de jóvenes, casi niños. Otros lanzaban antorchas hacia el techo de trabajo manual de una de las cabañas y otros se ocupaban de cargar fardos en las mulas.
Habían llegado desde el sur a mediados del verano, como una plaga de langostas. Bestias sedientas de sangre y botín, fieras a caballo. De hierro eran sus centelleantes espadas, teñidas ahora de rojo. De hierro las afiladas puntas de sus lanzas y flechas, de hierro sus cotas de malla.
Desde primeras horas de la tarde hasta bien entrada la noche robaron, violaron y mataron con el fervor desbocado de quien se sabe impune. Ningún temor les espoleaba, no había rey ni señor que pudiese presentarles batalla en aquellas tierras. Apartaron y ataron entre sí a los jóvenes sanos que venderían como esclavos, el resto fueron torturados durante horas y salvajemente ejecutados. Hombres, mujeres, ancianos, niños pequeños; incluso después de muertos se cebaron con sus cuerpos.
No hallaron oro ni objetos de valor en la aldea, tampoco armas. Junto a los muchachos y doncellas, tan solo lograron reunir un puñado de ovejas como únicos despojos. Había también algunas vacas y un par de caballos famélicos a los que sacrificaron. De regreso no encontrarían buenas pastos, y llevaban el forraje justo para sus propias monturas. Finalmente, y tras abastecerse de grano, queso, coles y nabos, incendiarían las casas y la cosecha. Tenían el firme propósito de no dejar nada a su paso.
—¡Acercad las mulas al riachuelo y cargad esos odres de una maldita vez! No pasaré otra noche más en esta pocilga —ordenó Mohamed. Ya estaba harto de aquellas montañas, de sus sombríos bosques, de aquel clima hostil cuyas noches eran frías incluso en verano. No veía la hora de regresar a su Córdoba natal, descansar en un lecho confortable, desayunar fruta fresca y pasear despreocupadamente por los floridos jardines de la ciudad. Por suerte el trabajo ya estaba hecho. Para Mohamed, las aceifas no suponían más que una aburrida e incómoda obligación laboral. La presa obtenida aquel día no era gran cosa, pero aquello no importaba. El principal propósito del califa, o más bien de su hayib, al ordenar aquellos saqueos no era robar las escasas posesiones de unos perversoss cristianos. El verdadero motivo era la propia matanza de cristianos en sí. La destrucción de sus ciudades y aldeas con el fin de debilitar y empobrecer aún más sus pequeños reinos, que hasta ahora habían logrado resistir a la conquista fiel a la religión del amora.
Hacía ya más de mes y medio desde que partieran de Córdoba junto a una comitiva compuesta por cientos de jinetes y al menos cuatro semanas de su paso por Coria. Reuniéronse allí con la infantería, que había hecho el camino por mar hasta Oporto. Luego se adentraron en territorio gallego destruyendo varios castillos, la villa de Iria Flavia y la ciudad santa de Santiago de Compostela, la cual arrasaron hasta sus cimientos con el fin de quebrar la fe y la jovenlandesal de los cristianos. Tras esto partieron de regreso llevando consigo miles de esclavos. Decidieron regresar atravesando los bosques del Bierzo en dirección a León, con el propósito de devastar también aquellas tierras.
Mohamed era el único árabe auténtico de la banda de exploradores enviados como avanzadilla. Se les había encargado inspeccionar la zona en busca de un paso idóneo por donde atravesar el río Sil. También debían aprovisionarse de heno y alimentos, pues una tormenta estival había humedecido parte de las reservas acumuladas a su paso por tierras gallegas y ahora corrían el riesgo de enmohecerse. Finalmente debían reunirse de nuevo con el grueso del ejercito a orillas del río, antes del mediodía de la tercera jornada tras su marcha.
La mayoría de los hombres a sus órdenes eran muladíes, descendientes de los hispanorromanos convertidos al islam algunas pocas generaciones atrás. Tan hispanos como los desgraciados infieles de aquella aldea, ni siquiera hablaban bien el árabe y se comunicaban entre ellos en un dialecto latino. También había bereberes de origen norteafricano en el grupo, Mohamed buscaba a uno de ellos cuando le atrajeron los gritos procedentes de una de las viviendas donde pasaron la noche. Se adentró en ella y allí halló al hombre que buscaba tratando de forzar a una muchacha pelirroja, de unos quince o dieciséis años, que se defendía con uñas y dientes. El líder de la expedición asió del cabello al bereber y le lanzó hacía atrás alejándole de la joven.
—¡estulta guano del sur muy sur! ¿Acaso no habéis tenido bastante con las mujeres casadas, los muchachos y las ovejas? Las doncellas vírgenes son las esclavas más valiosas —exclamó iracundo Mohamed. Luego, más sosegado, se acercó pausadamente a la chica y le acarició el cabello—. Y si además se trata de una mujer de cabello rojizo…, su valor se duplica o triplica —añadió—. Llévala junto a los demás y luego reúnete conmigo en el montículo que hay al oeste, tenemos que hablar—. El jovenlandés obedeció sin rechistar, pero durante un segundo, justo antes de que se alzase, Mohamed alcanzó a ver en la insondable negrura de sus ojos un repruebo que le devoraba el corazón.
Mohamed salió de la choza y el bereber se apresuró a buscar algo con lo que descargar su frustración. Metió la mano en la pequeña bolsa de tela que portaba colgada del cinto y extrajo un crucifijo. Lo había encontrado hurgando entre los cadáveres. Al principio pensó que era de plata y lo había escondido dentro de su bota izquierda para ocultarlo. Tenían la obligación de amontonar todo el botín conjuntamente hasta que los oficiales separaren la quinta parte que había de ser entregada al Califa. Después repartirían el resto, pero compartir la plata resultaba tan fastidioso que prefería arriesgarse al castigo por fraude. No obstante, al examinarlo más detalladamente resultó ser un pequeño objeto de hierro de mala calidad y escaso valor, así que lo presentó al jefe y este le permitió quedárselo.
Tras abofetear a la chica, lanzó el crucifijo contra el suelo, escupió sobre él y lo pisoteó.
—No es la cruz lo que debes temer —respondió la joven—. En estos bosques habitan otros dioses... Los dioses de nuestros antepasados, adorados en estas tierras antes que Cristo y que vuestro dios. Antes incluso que los dioses romanos... Dioses de la guerra, que seguirán aquí mucho después de que todos vosotros halléis la fin y os pudráis en el infierno.
El africano volvió a alzar la mano, iracundo, con intención de golpear de nuevo. Pero algo en el semblante impávido de la muchacha le detuvo. Las palabras que acababa de escuchar provocaron en su brazo un temblor difícil de disimular. Abochornado e impotente, bajó el brazo y se apresuró a devolver a la chica con el resto de prisioneros antes de reunirse con su superior.
—Una manada de siete —concluyó el bereber—. Son recientes. Estuvieron aquí agazapados durante el alba, escudriñándonos—. A Mohamed le resultaba útil contar con cazadores y rastreadores expertos cuando se adentraba en aquellas tierras salvajes. Siete lobos no debían suponer un problema para una partida de treinta hombres armados, pero resultaba inquietante la osadía de aquellos malditos canes del infierno que llevaban días rondándoles. Trataba de convencerse a sí mismo de que jamás se atreverían a atacar a un grupo tan numeroso de hombres. Sólo esperaban su turno para alzarse con su parte del botín. En cuanto partiesen los dejarían atrás, entretenidos en degustar aquel festín de sangre, carne y vísceras.
—¡Señor, señor...! —gritó una voz a sus espaldas. Mohamed giró su cuello en aquella dirección y contempló a uno de los muladíes subir corriendo por la ladera—. ¡Señor...! —repetía carleando al llegar a su lado—. Dos hombres—dijo por fin mientras señalaba con el dedo hacia el norte.
—¿Cristianos? —preguntó Mohamed.
—No —respondió jadeando el hombre—. Son de los nuestros. ¡Devorados! Señor.
EL HIJO DEL LOBO
I
Decenas de cadáveres desmembrados yacían sobre la hierba, alimentando numerosos enjambres de moscas atraídas por el olor de la sangre. Figuras con apariencia humana se esmeraban en sus quehaceres. Unos ataban entre sí a un grupo de jóvenes, casi niños. Otros lanzaban antorchas hacia el techo de trabajo manual de una de las cabañas y otros se ocupaban de cargar fardos en las mulas.
Habían llegado desde el sur a mediados del verano, como una plaga de langostas. Bestias sedientas de sangre y botín, fieras a caballo. De hierro eran sus centelleantes espadas, teñidas ahora de rojo. De hierro las afiladas puntas de sus lanzas y flechas, de hierro sus cotas de malla.
Desde primeras horas de la tarde hasta bien entrada la noche robaron, violaron y mataron con el fervor desbocado de quien se sabe impune. Ningún temor les espoleaba, no había rey ni señor que pudiese presentarles batalla en aquellas tierras. Apartaron y ataron entre sí a los jóvenes sanos que venderían como esclavos, el resto fueron torturados durante horas y salvajemente ejecutados. Hombres, mujeres, ancianos, niños pequeños; incluso después de muertos se cebaron con sus cuerpos.
No hallaron oro ni objetos de valor en la aldea, tampoco armas. Junto a los muchachos y doncellas, tan solo lograron reunir un puñado de ovejas como únicos despojos. Había también algunas vacas y un par de caballos famélicos a los que sacrificaron. De regreso no encontrarían buenas pastos, y llevaban el forraje justo para sus propias monturas. Finalmente, y tras abastecerse de grano, queso, coles y nabos, incendiarían las casas y la cosecha. Tenían el firme propósito de no dejar nada a su paso.
—¡Acercad las mulas al riachuelo y cargad esos odres de una maldita vez! No pasaré otra noche más en esta pocilga —ordenó Mohamed. Ya estaba harto de aquellas montañas, de sus sombríos bosques, de aquel clima hostil cuyas noches eran frías incluso en verano. No veía la hora de regresar a su Córdoba natal, descansar en un lecho confortable, desayunar fruta fresca y pasear despreocupadamente por los floridos jardines de la ciudad. Por suerte el trabajo ya estaba hecho. Para Mohamed, las aceifas no suponían más que una aburrida e incómoda obligación laboral. La presa obtenida aquel día no era gran cosa, pero aquello no importaba. El principal propósito del califa, o más bien de su hayib, al ordenar aquellos saqueos no era robar las escasas posesiones de unos perversoss cristianos. El verdadero motivo era la propia matanza de cristianos en sí. La destrucción de sus ciudades y aldeas con el fin de debilitar y empobrecer aún más sus pequeños reinos, que hasta ahora habían logrado resistir a la conquista fiel a la religión del amora.
Hacía ya más de mes y medio desde que partieran de Córdoba junto a una comitiva compuesta por cientos de jinetes y al menos cuatro semanas de su paso por Coria. Reuniéronse allí con la infantería, que había hecho el camino por mar hasta Oporto. Luego se adentraron en territorio gallego destruyendo varios castillos, la villa de Iria Flavia y la ciudad santa de Santiago de Compostela, la cual arrasaron hasta sus cimientos con el fin de quebrar la fe y la jovenlandesal de los cristianos. Tras esto partieron de regreso llevando consigo miles de esclavos. Decidieron regresar atravesando los bosques del Bierzo en dirección a León, con el propósito de devastar también aquellas tierras.
Mohamed era el único árabe auténtico de la banda de exploradores enviados como avanzadilla. Se les había encargado inspeccionar la zona en busca de un paso idóneo por donde atravesar el río Sil. También debían aprovisionarse de heno y alimentos, pues una tormenta estival había humedecido parte de las reservas acumuladas a su paso por tierras gallegas y ahora corrían el riesgo de enmohecerse. Finalmente debían reunirse de nuevo con el grueso del ejercito a orillas del río, antes del mediodía de la tercera jornada tras su marcha.
La mayoría de los hombres a sus órdenes eran muladíes, descendientes de los hispanorromanos convertidos al islam algunas pocas generaciones atrás. Tan hispanos como los desgraciados infieles de aquella aldea, ni siquiera hablaban bien el árabe y se comunicaban entre ellos en un dialecto latino. También había bereberes de origen norteafricano en el grupo, Mohamed buscaba a uno de ellos cuando le atrajeron los gritos procedentes de una de las viviendas donde pasaron la noche. Se adentró en ella y allí halló al hombre que buscaba tratando de forzar a una muchacha pelirroja, de unos quince o dieciséis años, que se defendía con uñas y dientes. El líder de la expedición asió del cabello al bereber y le lanzó hacía atrás alejándole de la joven.
—¡estulta guano del sur muy sur! ¿Acaso no habéis tenido bastante con las mujeres casadas, los muchachos y las ovejas? Las doncellas vírgenes son las esclavas más valiosas —exclamó iracundo Mohamed. Luego, más sosegado, se acercó pausadamente a la chica y le acarició el cabello—. Y si además se trata de una mujer de cabello rojizo…, su valor se duplica o triplica —añadió—. Llévala junto a los demás y luego reúnete conmigo en el montículo que hay al oeste, tenemos que hablar—. El jovenlandés obedeció sin rechistar, pero durante un segundo, justo antes de que se alzase, Mohamed alcanzó a ver en la insondable negrura de sus ojos un repruebo que le devoraba el corazón.
Mohamed salió de la choza y el bereber se apresuró a buscar algo con lo que descargar su frustración. Metió la mano en la pequeña bolsa de tela que portaba colgada del cinto y extrajo un crucifijo. Lo había encontrado hurgando entre los cadáveres. Al principio pensó que era de plata y lo había escondido dentro de su bota izquierda para ocultarlo. Tenían la obligación de amontonar todo el botín conjuntamente hasta que los oficiales separaren la quinta parte que había de ser entregada al Califa. Después repartirían el resto, pero compartir la plata resultaba tan fastidioso que prefería arriesgarse al castigo por fraude. No obstante, al examinarlo más detalladamente resultó ser un pequeño objeto de hierro de mala calidad y escaso valor, así que lo presentó al jefe y este le permitió quedárselo.
Tras abofetear a la chica, lanzó el crucifijo contra el suelo, escupió sobre él y lo pisoteó.
—No es la cruz lo que debes temer —respondió la joven—. En estos bosques habitan otros dioses... Los dioses de nuestros antepasados, adorados en estas tierras antes que Cristo y que vuestro dios. Antes incluso que los dioses romanos... Dioses de la guerra, que seguirán aquí mucho después de que todos vosotros halléis la fin y os pudráis en el infierno.
El africano volvió a alzar la mano, iracundo, con intención de golpear de nuevo. Pero algo en el semblante impávido de la muchacha le detuvo. Las palabras que acababa de escuchar provocaron en su brazo un temblor difícil de disimular. Abochornado e impotente, bajó el brazo y se apresuró a devolver a la chica con el resto de prisioneros antes de reunirse con su superior.
—Una manada de siete —concluyó el bereber—. Son recientes. Estuvieron aquí agazapados durante el alba, escudriñándonos—. A Mohamed le resultaba útil contar con cazadores y rastreadores expertos cuando se adentraba en aquellas tierras salvajes. Siete lobos no debían suponer un problema para una partida de treinta hombres armados, pero resultaba inquietante la osadía de aquellos malditos canes del infierno que llevaban días rondándoles. Trataba de convencerse a sí mismo de que jamás se atreverían a atacar a un grupo tan numeroso de hombres. Sólo esperaban su turno para alzarse con su parte del botín. En cuanto partiesen los dejarían atrás, entretenidos en degustar aquel festín de sangre, carne y vísceras.
—¡Señor, señor...! —gritó una voz a sus espaldas. Mohamed giró su cuello en aquella dirección y contempló a uno de los muladíes subir corriendo por la ladera—. ¡Señor...! —repetía carleando al llegar a su lado—. Dos hombres—dijo por fin mientras señalaba con el dedo hacia el norte.
—¿Cristianos? —preguntó Mohamed.
—No —respondió jadeando el hombre—. Son de los nuestros. ¡Devorados! Señor.