El derecho a no decidir pero sí a salir del maldito embrollo
Francesc de Carreras
Universidad Autónoma de Barcelona
(Cuadernos de Alzate, 2013)
A partir del 12 de septiembre de 2012, un día después de la gran manifestación que abarrotó el centro de Barcelona, el debate sobre la posible independencia de Cataluña tomó cuerpo en la opinión pública española. A finales de año, Artur Mas, en su discurso de investidura tras las elecciones autonómicas del 25 de noviembre, se comprometió a convocar un referéndum durante el año 2014, en virtud del llamado “derecho a decidir”.
En este artículo nos limitaremos a señalar ciertos aspectos constitucionales del debate con el objetivo de averiguar las posibilidades de solución que puede ofrecer el marco legal1.
1. ¿Existe el derecho a decidir?
Una primera cuestión a plantear es intentar encontrar un significado jurídico al término “derecho a decidir”. La verdad es que rastreando en los ordenamientos jurídicos que pueden ser de aplicación en España (el interno, el de la UE y el internacional) no encontramos ninguna formulación clara de tal derecho, con lo cual hay que presumir su inexistencia. Intentemos averiguar la razón por la cual no existe.
En primer lugar, al invocar el derecho a decidir los nacionalistas catalanes no se refieren al derecho de sufragio que, efectivamente, presupone la facultad de todos los ciudadanos de participar mediante el voto en las decisiones políticas, tanto como poder constituyente como poderes constituidos, utilizando los mecanismos que prevé nuestra democracia. Ahí, sin duda, el ciudadano decide o contribuye a decidir. Es más, si el ciudadano no tomara decisiones políticas estaríamos en un sistema que de ninguna manera podría ser calificado como democrático.
Por tanto, es cierto que depositar el voto en una de las diversas elecciones que el ordenamiento prevé (nacionales, autonómicas, municipales o europeas) supone que el ciudadano contribuye a decidir la composición de los órganos representativos correspondientes en cada uno de estos ámbitos. También es cierto que en los escasos supuestos de referéndum previstos en nuestra Constitución, y ahora también en los estatutos recientemente aprobados, así como en el ámbito local de acuerdo con la Ley de Bases que regula esta esfera de poder, también el ciudadano decide al responder a la pregunta que se le formula.
Ahora bien, el sentido que se quiere dar al término derecho a decidir por parte de los nacionalistas no es asimilable a esta forma de ejercer la democracia, representativa o directa. Para los nacionalistas catalanes, al invocar tal derecho se pretende que los ciudadanos de una determinada comunidad autónoma, en este caso Cataluña, puedan decidir unilateralmente por mayoría si quieren seguir formando parte de España o constituirse como Estado independiente. Es decir, el término derecho a decidir enmascara lo que en el mundo del derecho internacional se denomina derecho a la autodeterminación de los pueblos.
El Derecho internacional prevé, como es sabido, el derecho de autodeterminación para situaciones en las cuales la población de un territorio perteneciente a un Estado está discriminada en sus derechos respecto al resto de sus ciudadanos, tal como es el caso de los territorios colonizados respecto a la metrópoli. El derecho de autodeterminación que garantiza el derecho internacional no tiene nada que ver con el principio de las nacionalidades del siglo XIX de acuerdo con el cual a cada nación, entendida en sentido cultural o étnico – o racial, o tradicional, o lingüístico –, le correspondía un Estado propio, un Estado soberano. Por el contrario, la actual justificación del derecho de autodeterminación la encontramos hoy en un principio consubstancial al de democracia como es la igualdad de derechos de todos los ciudadanos. Sólo en ese caso puede invocarse tal derecho.
Desde este punto de vista, nadie medianamente bien informado puede pretender que los ciudadanos de Cataluña están discriminados. La Constitución garantiza la igualdad de derechos de los ciudadanos españoles en muy diversos preceptos, especialmente en los artículos 1.1, 9.2, 14, 139 y 149.1.1º. Desde el punto de vista que nos interesa, es meridianamente claro el art. 139.1 CE: “Todos los españoles tienen los mismos derechos y obligaciones en cualquier parte del territorio del Estado”. Por tanto, al no haber discriminación alguna entre ciudadanos españoles, ningún territorio de nuestro Estado puede ser titular del derecho de autodeterminación que garantiza el derecho internacional.
Esta es la razón de este cambio de denominación: los presupuestos jurídicos del ejercicio del derecho de autodeterminación no pueden darse en Cataluña ni en ninguna otra comunidad autónoma. Así pues, al ejercer tal derecho no se obtendría el objetivo de la independencia ya que, aún cuando se alcanzara en un referéndum la mayoría requerida, el resultado carecería de toda validez jurídica, requisito indispensable para que la comunidad internacional, de acuerdo con el derecho que la regula, reconociera al nuevo Estado catalán que se ha desgajado de España. Por tanto, el objetivo que se pretende al emplear el término “derecho a decidir”, en lugar de “derecho a la autodeterminación”, es obviar los requisitos necesarios para ser titular del mismo.
Ahora bien, si el derecho a decidir no es el mero ejercicio del voto en las elecciones o referendos previstos en la Constitución, ni tampoco el derecho a la autodeterminación de los pueblos, ¿en qué fundamentan este derecho a decidir que tanto invocan? Lo fundamentan en un difuso principio democrático en el que previamente un determinado demos (en este caso, el pueblo de Cataluña entendido como el conjunto de ciudadanos con derecho a voto en las elecciones autonómicas) tiene capacidad para decidir sobre cualquier materia sin restricción alguna, incluyendo la delimitación de sus fronteras. Como precedente de autoridad se invoca el Dictamen del Tribunal Internacional de Justicia sobre la declaración unilateral de independencia de Kosovo, emitido en julio de 2010, cuando de la lectura del mismo se desprende fácilmente que el supuesto de hecho – las circunstancias por las que el Parlamento de Kosovo proclama la independencia - no es para nada comparable con la situación de Cataluña y, por tanto, los razonamientos expuestos en el Dictamen no justifican su carácter de precedente2.
Esta posición es defendida desde la óptica de la filosofía y la ciencia política, no desde la óptica del derecho. Es obvio que su formulación prescinde de la idea misma de Estado constitucional democrático en el cual debe situarse esta materia dado que este derecho a decidir se formula como un derecho, se entiende que positivo, y por ello debe estar regulado en normas jurídicas democráticas, a menos que se invoque como un derecho histórico o natural, o una simple teoría sobre la democracia en abstracto. Por tanto, este hipotético derecho a decidir, basado en ideologías políticas pero no en normas, carece de fuerza jurídica y, en consecuencia, no es válido ni aplicable en España.
2. El ejercicio del poder constituyente como forma de autodeterminación de un pueblo
Desde un punto de vista jurídico interno, una forma mediante la cual se autodetermina un pueblo es ejerciendo el poder constituyente, es decir, aprobando una constitución o reformando la existente. Veamos como ello sucede en el caso español.
La idea de Estado democrático al que se refiere el art. 1.1 de la Constitución no puede desligarse de la idea de Estado de Derecho, presente también en el mismo precepto. En realidad, ambas vertientes son indeslindables y, a la vez, son expresión de un mismo concepto, el de Estado democrático de Derecho que es la forma de Estado que adopta nuestra Constitución. El Estado de Derecho significa, ante todo, que los órganos que ejercen los distintos poderes se expresan mediante normas jurídicas y que éstas normas jurídicas sólo son legítimas si proceden de la voluntad del pueblo, entendido éste como conjunto de individuos titulares de los principales derechos fundamentales, es decir, de ciudadanos.
En definitiva, en un Estado de esta naturaleza, el poder, supremo o no, reside en el pueblo y es en la voluntad de este pueblo – expresada mediante el voto - donde reside la legitimidad tanto del poder constituyente como de los poderes constituidos. Todo ello está perfectamente claro en la Constitución española.
En primer lugar, su Preámbulo dice explícitamente que la Constitución es expresión de la voluntad soberana del poder constituyente: “La Nación española (...) en uso de su soberanía proclama su voluntad de (...). En consecuencia, las Cortes aprueban y el pueblo español ratifica la siguiente Constitución”. El concepto de nación debe aquí interpretarse como pueblo, como conjunto de ciudadanos que ratifican el texto constitucional, de acuerdo con lo dicho en su encabezamiento (“Sabed: que las Cortes han aprobado y el Pueblo Español ratificado (...)” y en el inciso final del Preámbulo que hemos trascrito. Recordemos que la Constitución fue ratificada por referendum del pueblo español. Por tanto, no cabe aquí – como tampoco en el art. 2 CE – una idea de nación histórica, cultural o identitaria, sino sólo una idea de nación jurídica en la tradición que comienza, si no antes, en la Declaración de Derechos francesa de 1789: nación como conjunto de los ciudadanos.
En segundo lugar, el art. 1.2 CE establece: “La soberanía nacional reside en el pueblo español del que emanan los poderes del Estado”. Este precepto lleva implícito tres aspectos de interés para nuestro razonamiento: a) que el pueblo español, en quien reside la soberanía, es el poder constituyente originario; b) que los poderes constituidos (“los poderes del Estado”) emanan del pueblo; c) que el pueblo español conserva la soberanía ya que en el precepto se dice “reside” y no “ha residido”, es decir, el verbo residir está redactado en presente y no en pasado. Por tanto, el poder constituyente sigue vivo a lo largo de la vigencia de la Constitución, los poderes constituidos ejercen las competencias – las funciones - que ésta les ha otorgado, pero la soberanía, en el sentido de poder supremo e indivisible, sigue residiendo en el pueblo que lo ejercerá como poder constituyente derivado.
En tercer lugar, una interpretación sistemática de la Constitución nos reenvía a los preceptos que indican cómo debe ejercitarse esta soberanía una vez aprobada la Constitución. Se trata del Título X, los arts. 166 a 169: allí se regula el poder constituyente derivado, es decir, el poder de reforma de la Constitución. En estos preceptos se establece que el pueblo, a través de unos procedimientos específicos, puede revisar lo establecido por el poder constituyente originario ya que sigue conservando la soberanía. Si no fuera así, si la Constitución no hubiera hecho esta previsión, el pueblo ya no sería soberano, ya no sería poder supremo y aquellos ciudadanos que en el momento constituyente le dieron su consentimiento, de acuerdo con la regla de la mayoría, condicionarían para siempre la libre decisión de los ciudadanos futuros que no tuvieron ocasión de participar – porque eran menores de edad o no habían nacido todavía - en su aprobación.
Ahora bien, una Constitución se establece para dar estabilidad al orden político y social de un país y, así, dado que es la Constitución quien funda un Estado de Derecho, una de sus primeras finalidades es suministrar seguridad jurídica a los ciudadanos, elemento esencial de dicha forma de Estado. En consecuencia, este poder constituyente que sigue residiendo en el pueblo es, a la vez, un poder constituido sometido por la Constitución a límites procedimentales. Ello implica que estos límites no afectan a cambios substanciales o materiales de su texto – téngase en cuenta que el art. 168 admite la “revisión total” - sino únicamente al procedimiento mediante el cual debe elaborarse y aprobarse la reforma.
Ello se justifica en la idea misma de Estado democrático de derecho. Desde la vertiente de Estado democrático, limitar el contenido de la reforma sería contradictorio con el precepto que establece que la soberanía sigue residiendo en el pueblo; desde la otra vertiente, la de Estado de derecho, no establecer límites procedimentales a la reforma dejaría al libre arbitrio del legislador ordinario la condición de la Constitución como norma estable, poniendo así en peligro la seguridad jurídica.
En consecuencia, la reforma constitucional regulada en el título X de la CE, al prever la posibilidad de una reforma ilimitada, dado que permite la revisión total, aunque establece unos determinados cauces para ello, hace perfectamente compatibles la soberanía del pueblo y la seguridad jurídica, en definitiva, el principio democrático y el principio de Estado de Derecho.
Por tanto, si como decíamos antes el derecho de autodeterminación consiste en la capacidad de un pueblo para decidir su Constitución, el pueblo español es titular de este derecho siempre que respete el procedimiento establecido. Ahora bien, cabe subrayar que el sujeto de este derecho son todos los ciudadanos españoles, es decir, el pueblo español en su totalidad. En ningún caso una fracción del pueblo español – como sería, por ejemplo, el cuerpo electoral de una comunidad autónoma - puede aprobar una reforma constitucional, en lógica correspondencia con el hecho de que el sujeto constituyente originario fue la totalidad de ese pueblo.
Así pues, la autodeterminación, entendida como capacidad de decidir nuestra propia norma fundamental, está desde el punto de vista del derecho interno constitucionalizada, es decir, prevista en la misma Constitución. Ejercer el poder constituyente, originario o derivado, equivale en definitiva a ejercer el derecho de autodeterminación.
Siendo así, dada la capacidad ilimitada del poder de reforma, ¿es posible modificar el territorio del Estado, es decir, es posible reducirlo tras la secesión de una de sus partes? Si la Constitución puede ser revisada en su totalidad, de acuerdo con el art. 168 CE, ello parece a primera vista posible. Sin embargo, un examen más detallado nos lleva a considerar que el tema es algo más complejo.
La unidad de España no es un presupuesto de la Constitución, aunque una interpretación literal del art. 2 CE nos pueda confundir. En efecto, el primer inciso de este artículo dice: “La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española (…)”. Algunos autores, mediante una interpretación literal y descontextualizada, han considerado que la redacción de este precepto establece que la unidad es un presupuesto de la Constitución, con lo cual no puede ser objeto de reforma. No nos parece acertada esta interpretación ya que, como hemos argumentado, toda la Constitución puede ser reformada y la expresión “se fundamenta”, producto como toda ella de la voluntad del constituyente, puede ser modificada en la misma medida que el resto y no es, por tanto, presupuesto de la Constitución sino parte de la misma. Si este inciso – “la indisoluble unidad de la nación española” – fuera irreformable la misma Constitución debería advertirlo, como hacen otras constituciones (tales como la alemana, italiana o francesa) respecto de otros preceptos.
Ahora bien, ciertamente el territorio español no está definido de manera expresa en el texto constitucional aunque sí de manera tácita según una sencilla interpretación: el territorio del Estado español tras la Constitución es idéntico al de antes de ser aprobada. Sin embargo, la delimitación de este territorio mediante el establecimiento de fronteras con los países limítrofes está regulada en tratados internacionales, a veces muy antiguos y, naturalmente, su reforma debe hacerse conforme al derecho internacional, lo cual exige el acuerdo con las demás partes implicadas, en el caso de Cataluña con Francia y Andorra. Pero no vamos a entrar en esta cuestión sino en las posibilidades jurídicas de una secesión desde el punto de vista del derecho interno.
3. Posibilidades jurídicas de la secesión
Aceptemos un principio que nos puede servir de base de partida: en una democracia constitucional cualquier problema, grande o pequeño, importante o no, debe encontrar una solución jurídica. Y añadamos otro a continuación: el hecho de que una parte significativamente mayoritaria de los ciudadanos de una comunidad autónoma desee separarse de España y constituir un estado propio es en sí mismo un problema, un grave e importante problema. Si ambas premisas son ciertas, la conclusión es evidente: hay una solución jurídica a este problema.
Ahora bien, la segunda premisa es incierta: no sabemos si una parte significativa del pueblo de Cataluña desea separarse de España. Este es, pues, la primera cuestión a dilucidar. Hasta ahora sólo hay indicios, ninguno de ellos concluyente. Una manifestación en las calles de Barcelona, por masiva que sea, es un débil indicio. Los sondeos de opinión pueden acercarnos más a la realidad pero tampoco son del todo fiables, especialmente cuando se producen cambios de opinión súbitos. Además, en el presente caso, las diferencias entre los diversos institutos de opinión han sido considerables y, en todo caso, muy pocos, y sólo por un margen muy escaso, de uno o dos puntos, daban como resultado una mayoría en Cataluña a favor de la independencia. El CIS, el instituto de opinión más acreditado, en un sondeo efectuado en los dos meses posteriores a la manifestación del 11 de septiembre, establecía que sólo el 34% de los encuestados se mostraban partidarios de la independencia, mientras que los demás se inclinaban por otras opciones que no suponían la ruptura de la unidad del Estado.
Quizás un mayor relieve habría que dar a los resultados de las elecciones del 25 de noviembre de 2012. Pero también las conclusiones que podemos obtener de ahí son inciertas. Sólo dos de los partidos que obtuvieron escaños se presentaron con un programa nítidamente independentista: ERC y la CUP. Sumaron el 17% de los votos. CiU alcanzó casi un 31% pero su propuesta en este punto era ambigua y es sabido que buena parte de sus votantes (incluso de sus militantes y, es más, también de sus dirigentes) son contrarios a la independencia. Lo mismo sucede con IC que casi alcanzó un 10%. Hay que añadir que en el caso de un referéndum independentista es muy probable que el número de participantes aumente, en una proporción que sería más favorable a los contrarios a la independencia que a sus partidarios.
Por tanto, de acuerdo con estas consideraciones, se puede llegar a la conclusión de que el voto probable – en la medida que algo se pueda predecir – se situaría en una horquilla que puede ir del 28 al 35% de porcentaje de voto independentista, sin haberse casi iniciado el debate sobre las dificultades y consecuencias de que Cataluña se separara de España. Por tanto, el riesgo de que un referéndum fuera ganado por los independentistas es muy escaso, por no decir nulo.
4. Canadá y Quebec como precedente
Para el caso español, las soluciones políticas dadas a las pretensiones independentistas de Quebec respecto de Canadá encierran enseñanzas que nos pueden ser útiles. Analicemos el dictamen del Tribunal Supremo de 1998 y la Ley de la Claridad del año 2000.
El Tribunal Supremo del Canadá emitió el 20 de agosto de 1998 un dictamen a raíz de la consulta que le formuló el Gobierno federal respecto de la validez y efectos de un hipotético referendo secesionista en Quebec. En dicho dictamen, casi unánimemente considerado como riguroso y equilibrado, el Tribunal llegó a las siguientes conclusiones3.
En primer lugar, argumentó de forma exhaustiva que ni la Asamblea ni el Gobierno federal, así como tampoco la Asamblea o el Gobierno de la provincia de Quebec, tenían ningún derecho, ni desde el punto de vista internacional ni desde el punto de vista interno, a decidir la secesión de una de las provincias. En segundo lugar, el alto tribunal consideró que, no obstante, en el supuesto que la población de una parte del territorio celebrara un referendo sobre ésta materia y se formulara una pregunta “clara” y se obtuviera un resultado también “claro” favorable a la independencia del territorio en cuestión, el Gobierno federal, por razones derivadas del principio democrático, no podía ignorar el resultado y tenía el deber de entablar negociaciones con las autoridades de la provincia afectada que condujeran a las reformas necesarias para hacer posible una solución satisfactoria para ambas partes.
En tercer lugar, la legalidad de la eventual secesión de una provincia requiere la modificación de la Constitución de Canadá, en la que deben participar, además de las instituciones federales, también las instituciones de las provincias, mediante negociaciones en las que deben ser respetados los principios de federalismo, democracia, constitucionalismo, primacía del derecho y protección de las minorías. En cuarto lugar, la Cámara de los Comunes, representante del conjunto de los ciudadanos del Canadá, debe encargarse de determinar cuál debe ser la pregunta y la mayoría que deben considerarse “claras”.
Tras este dictamen, el Parlamento canadiense aprobó la Ley de la Claridad4 que, sustancialmente, establece las bases que deben limitar la actuación de la Cámara de los Comunes para determinar este último aspecto: cuándo la pregunta será clara y cuando la mayoría será clara.
En cuanto a las condiciones requeridas para que la pregunta sea clara, la ley, además de ciertos requisitos de procedimiento, establece que el criterio que debe seguir la Cámara es que la población entienda de forma meridiana que los resultados de la consulta determinarán si la Provincia en cuestión seguirá formando parte de Canadá o se convertirá en un Estado independiente. Añade la ley que este supuesto no se cumpliría si la cuestión planteada incluyera, además de la secesión, un mandato de negociación que no implicara necesariamente dejar de formar parte de Canadá o que ofreciera también otras posibilidades, tales como un acuerdo político y económico con Canadá. En ambos casos, la ley considera que entonces la pregunta resultaría ambigua ya que no aclararía si del resultado de la votación la Provincia consultada seguiría formando parte de Canadá o se convertiría en un Estado independiente. En todo caso, si la Cámara decide que la pregunta no es clara, el Gobierno de Canadá no tiene obligación alguna de entablar negociaciones con las instituciones de la Provincia.
Una vez que la Cámara considere que la pregunta reúne los requisitos necesarios para ser admisible, debe determinar también cuál es el porcentaje de voto que se requiere para que la mayoría deba ser considerada también como clara. A este respecto, tres son las cuestiones que debe determinar la Cámara: primero, la mayoría de votos válidos a favor de la secesión que, en todo caso, debe ser una mayoría cualificada, es decir, más elevada que la mayoría absoluta; segundo, el porcentaje de electores que participan en la votación para que el resultado sea válido; y, tercero, cualquier otro factor o circunstancia que la Cámara estime pertinente. En el caso de que estas condiciones se cumplan y, por tanto, la Provincia correspondiente tenga legitimidad para pedir la secesión, inevitablemente se requiere la reforma de la constitución de Canadá tras unas negociaciones en las que deben participar, necesariamente, no sólo las instituciones federales y las de la Provincia afectada sino también los gobiernos de las demás provincias. En estas negociaciones se tratará, especialmente, el reparto del activo y el pasivo correspondiente a las respectivas haciendas y patrimonios, las modificaciones fronterizas, los derechos, intereses y reivindicaciones de los pueblos autóctonos, así como la protección de los derechos de las minorías.
En definitiva, Canadá es un Estado federal, por tanto, un Estado unitario, en el cual la soberanía reside en el conjunto del pueblo y no en las provincias que lo componen, pero el legislador estatal, con el respaldo del Tribunal Supremo, ha aprobado una ley que establece un procedimiento mediante el cual, excepcionalmente, una provincia puede separarse de la federación y constituirse en estado propio.
5. La solución canadiense y el caso español
El dictamen y la ley canadiense ofrecen indudables enseñanzas para el caso de España. En algunos aspectos la coincidencia entre ambas situaciones es total. Por ejemplo, también en España ni el derecho internacional ni el derecho interno amparan el derecho de autodeterminación de una parte del territorio. Las razones que arguye el Tribunal Supremo de Canadá también valen para España. Por esto decíamos antes que el llamado derecho a decidir, equivalente al derecho de autodeterminación, no existe en nuestro ordenamiento. Pero también puede ser de aplicación a España la filosofía de fondo con la que el dictamen y la ley enfocan una solución al problema suscitado5.
En efecto, si bien los gobiernos de las comunidades autónomas no pueden convocar referendos sobre esta materia porque, aún en el caso de que tengan competencias para convocar consultas siempre es dentro del marco de sus competencias - y decidir sobre su secesión, por su naturaleza, no entra en su ámbito -, las instituciones estatales pueden convocar referendos consultivos de acuerdo con el art. 92 CE. Según este precepto, “las decisiones políticas de especial trascendencia podrán ser sometidas a referéndum consultivo de todos los ciudadanos”. El referéndum será convocado por el Rey, a propuesta del Presidente del Gobierno, previamente autorizado por el Congreso de los Diputados.
No cabe duda que la materia de la que tratamos es de especial trascendencia y, por tanto, las decisiones que pueda adoptar al respecto el Gobierno pueden ser sometidas a referendo. Pero alguna duda puede suscitar si la consulta debe plantearse a todos los ciudadanos españoles o bien también puede ser planteada a una parte de los mismos. La doctrina se inclina por considerar que nada impide que el referendo se celebre sólo en una parte del territorio estatal. A mi modo de ver, esta es la interpretación acertada ya que lo decisivo en este art. 92 CE es el supuesto habilitante para la convocatoria del referendo, es decir, la especial trascendencia de la materia sometida a consulta, motivo por el cual se decide llevarla. Por tanto, si para alcanzar las finalidades que pretende el Gobierno con dicho referéndum consultivo lo políticamente adecuado es que su ámbito territorial sea una parte del mismo, el inciso “todos los ciudadanos” no debe ser necesariamente entendido como todos los ciudadanos “españoles” (término este último que no figura en el art. 92 CE) sino, simplemente, todos los ciudadanos censados en el territorio en cuestión.
En todo caso, está claro que, dado su carácter consultivo, el referendo no es jurídicamente vinculante. Ahora bien, tampoco cabe duda alguna que su resultado compromete al Gobierno, es decir, lo vincula políticamente. Y ello es clave, como veremos, para que el elector conozca el valor de su voto.
Tras estas bases de partida, el referéndum consultivo debería ser el primer paso – y quizás único – de un proceso en tres fases. Empecemos por la primera.
¿Qué debe averiguar el referéndum consultivo? Simplemente cuál es la voluntad de los catalanes respecto de la independencia. Para ello debería efectuar una pregunta clara sobre sus deseos en esta materia, más o menos en términos similares a los que se desprenden de la Ley de la Claridad canadiense: ¿quiere usted que Cataluña se separe de España y se convierta en un Estado independiente?
Antes de la celebración del referéndum las partes implicadas deberían acordar tres requisitos. En primer lugar, dar suficientes garantías para que tenga lugar un debate público en el que todas las opiniones puedan ser exhaustivamente escuchadas y en el que participen tanto el Gobierno de la Nación como el de la Generalitat, también las autoridades de la Unión Europea, así como los demás gobiernos de las comunidades autónomas, partidos y asociaciones diversas. En segundo lugar, el Gobierno de la Nación y el de la Generalitat deberían ponerse de acuerdo en tres criterios para interpretar el resultado de la votación: primero, quórum mínimo de participación; segundo, porcentaje de votos a favor de la independencia que se consideren necesarios para expresar una voluntad suficientemente mayoritaria de separarse de España; tercero, compromiso entre los gobiernos y los partidos implicados de respetar la coherencia entre las condiciones pactadas y los resultados obtenidos. Además, en el caso de no alcanzar los mínimos señalados, los partidos partidarios de la secesión deben comprometerse a no volver a plantear la cuestión en un determinado período de tiempo, que podría oscilar entre 20 y 30 años.
La intención de todo ello sería dar seriedad a todo el proceso y hacer que el resultado fuera políticamente vinculante: así los electores serían conscientes de la importancia decisoria de su voto. Aquí terminaría la primera fase.
La segunda fase consistiría, primero, en interpretar el resultado conforme a estos criterios. Si el quórum de participación no se hubiera alcanzado o la mayoría favorable a la independencia tampoco, el proceso habría terminado. Si ambos resultaran positivos, se debería llegar a la conclusión de que, como reflejo de esta amplia voluntad mayoritaria, los ciudadanos de Catalunya desean separarse de España.
Esta conclusión conduciría a una tercera fase: el inicio de la reforma constitucional para que la separación de Catalunya fuera posible. En este período, antes de llegar a tramitar la reforma, se deberían negociar cuestiones tales como la determinación y el subsiguiente reparto de activos y pasivos de los bienes públicos, la renegociación de las fronteras (materia en la que debería participar también Francia), la posición de España ante la comunidad internacional respecto de una futura Cataluña independiente, las garantías por parte de Cataluña de que está dispuesta a firmar determinados tratados internacionales que garanticen el pleno disfrute de derechos por parte de los nuevos ciudadanos catalanes que hasta ahora han sido españoles, el respeto a las minorías, etc.
Un referendo consultivo celebrado en estas condiciones, al permitir aclarar cuál es la voluntad de los ciudadanos catalanes respecto a la independencia de Cataluña por procedimientos democráticos, tendría la gran virtud de apaciguar el actual clima de tensión cívica, robustecer la legitimidad de nuestra democracia constitucional y reforzar la confianza en el Estado de derecho al reconducir por vías jurídicas de naturaleza constitucional el enfrentamiento político.
Francesc de Carreras
Mayo 2013
Francesc de Carreras
Universidad Autónoma de Barcelona
(Cuadernos de Alzate, 2013)
A partir del 12 de septiembre de 2012, un día después de la gran manifestación que abarrotó el centro de Barcelona, el debate sobre la posible independencia de Cataluña tomó cuerpo en la opinión pública española. A finales de año, Artur Mas, en su discurso de investidura tras las elecciones autonómicas del 25 de noviembre, se comprometió a convocar un referéndum durante el año 2014, en virtud del llamado “derecho a decidir”.
En este artículo nos limitaremos a señalar ciertos aspectos constitucionales del debate con el objetivo de averiguar las posibilidades de solución que puede ofrecer el marco legal1.
1. ¿Existe el derecho a decidir?
Una primera cuestión a plantear es intentar encontrar un significado jurídico al término “derecho a decidir”. La verdad es que rastreando en los ordenamientos jurídicos que pueden ser de aplicación en España (el interno, el de la UE y el internacional) no encontramos ninguna formulación clara de tal derecho, con lo cual hay que presumir su inexistencia. Intentemos averiguar la razón por la cual no existe.
En primer lugar, al invocar el derecho a decidir los nacionalistas catalanes no se refieren al derecho de sufragio que, efectivamente, presupone la facultad de todos los ciudadanos de participar mediante el voto en las decisiones políticas, tanto como poder constituyente como poderes constituidos, utilizando los mecanismos que prevé nuestra democracia. Ahí, sin duda, el ciudadano decide o contribuye a decidir. Es más, si el ciudadano no tomara decisiones políticas estaríamos en un sistema que de ninguna manera podría ser calificado como democrático.
Por tanto, es cierto que depositar el voto en una de las diversas elecciones que el ordenamiento prevé (nacionales, autonómicas, municipales o europeas) supone que el ciudadano contribuye a decidir la composición de los órganos representativos correspondientes en cada uno de estos ámbitos. También es cierto que en los escasos supuestos de referéndum previstos en nuestra Constitución, y ahora también en los estatutos recientemente aprobados, así como en el ámbito local de acuerdo con la Ley de Bases que regula esta esfera de poder, también el ciudadano decide al responder a la pregunta que se le formula.
Ahora bien, el sentido que se quiere dar al término derecho a decidir por parte de los nacionalistas no es asimilable a esta forma de ejercer la democracia, representativa o directa. Para los nacionalistas catalanes, al invocar tal derecho se pretende que los ciudadanos de una determinada comunidad autónoma, en este caso Cataluña, puedan decidir unilateralmente por mayoría si quieren seguir formando parte de España o constituirse como Estado independiente. Es decir, el término derecho a decidir enmascara lo que en el mundo del derecho internacional se denomina derecho a la autodeterminación de los pueblos.
El Derecho internacional prevé, como es sabido, el derecho de autodeterminación para situaciones en las cuales la población de un territorio perteneciente a un Estado está discriminada en sus derechos respecto al resto de sus ciudadanos, tal como es el caso de los territorios colonizados respecto a la metrópoli. El derecho de autodeterminación que garantiza el derecho internacional no tiene nada que ver con el principio de las nacionalidades del siglo XIX de acuerdo con el cual a cada nación, entendida en sentido cultural o étnico – o racial, o tradicional, o lingüístico –, le correspondía un Estado propio, un Estado soberano. Por el contrario, la actual justificación del derecho de autodeterminación la encontramos hoy en un principio consubstancial al de democracia como es la igualdad de derechos de todos los ciudadanos. Sólo en ese caso puede invocarse tal derecho.
Desde este punto de vista, nadie medianamente bien informado puede pretender que los ciudadanos de Cataluña están discriminados. La Constitución garantiza la igualdad de derechos de los ciudadanos españoles en muy diversos preceptos, especialmente en los artículos 1.1, 9.2, 14, 139 y 149.1.1º. Desde el punto de vista que nos interesa, es meridianamente claro el art. 139.1 CE: “Todos los españoles tienen los mismos derechos y obligaciones en cualquier parte del territorio del Estado”. Por tanto, al no haber discriminación alguna entre ciudadanos españoles, ningún territorio de nuestro Estado puede ser titular del derecho de autodeterminación que garantiza el derecho internacional.
Esta es la razón de este cambio de denominación: los presupuestos jurídicos del ejercicio del derecho de autodeterminación no pueden darse en Cataluña ni en ninguna otra comunidad autónoma. Así pues, al ejercer tal derecho no se obtendría el objetivo de la independencia ya que, aún cuando se alcanzara en un referéndum la mayoría requerida, el resultado carecería de toda validez jurídica, requisito indispensable para que la comunidad internacional, de acuerdo con el derecho que la regula, reconociera al nuevo Estado catalán que se ha desgajado de España. Por tanto, el objetivo que se pretende al emplear el término “derecho a decidir”, en lugar de “derecho a la autodeterminación”, es obviar los requisitos necesarios para ser titular del mismo.
Ahora bien, si el derecho a decidir no es el mero ejercicio del voto en las elecciones o referendos previstos en la Constitución, ni tampoco el derecho a la autodeterminación de los pueblos, ¿en qué fundamentan este derecho a decidir que tanto invocan? Lo fundamentan en un difuso principio democrático en el que previamente un determinado demos (en este caso, el pueblo de Cataluña entendido como el conjunto de ciudadanos con derecho a voto en las elecciones autonómicas) tiene capacidad para decidir sobre cualquier materia sin restricción alguna, incluyendo la delimitación de sus fronteras. Como precedente de autoridad se invoca el Dictamen del Tribunal Internacional de Justicia sobre la declaración unilateral de independencia de Kosovo, emitido en julio de 2010, cuando de la lectura del mismo se desprende fácilmente que el supuesto de hecho – las circunstancias por las que el Parlamento de Kosovo proclama la independencia - no es para nada comparable con la situación de Cataluña y, por tanto, los razonamientos expuestos en el Dictamen no justifican su carácter de precedente2.
Esta posición es defendida desde la óptica de la filosofía y la ciencia política, no desde la óptica del derecho. Es obvio que su formulación prescinde de la idea misma de Estado constitucional democrático en el cual debe situarse esta materia dado que este derecho a decidir se formula como un derecho, se entiende que positivo, y por ello debe estar regulado en normas jurídicas democráticas, a menos que se invoque como un derecho histórico o natural, o una simple teoría sobre la democracia en abstracto. Por tanto, este hipotético derecho a decidir, basado en ideologías políticas pero no en normas, carece de fuerza jurídica y, en consecuencia, no es válido ni aplicable en España.
2. El ejercicio del poder constituyente como forma de autodeterminación de un pueblo
Desde un punto de vista jurídico interno, una forma mediante la cual se autodetermina un pueblo es ejerciendo el poder constituyente, es decir, aprobando una constitución o reformando la existente. Veamos como ello sucede en el caso español.
La idea de Estado democrático al que se refiere el art. 1.1 de la Constitución no puede desligarse de la idea de Estado de Derecho, presente también en el mismo precepto. En realidad, ambas vertientes son indeslindables y, a la vez, son expresión de un mismo concepto, el de Estado democrático de Derecho que es la forma de Estado que adopta nuestra Constitución. El Estado de Derecho significa, ante todo, que los órganos que ejercen los distintos poderes se expresan mediante normas jurídicas y que éstas normas jurídicas sólo son legítimas si proceden de la voluntad del pueblo, entendido éste como conjunto de individuos titulares de los principales derechos fundamentales, es decir, de ciudadanos.
En definitiva, en un Estado de esta naturaleza, el poder, supremo o no, reside en el pueblo y es en la voluntad de este pueblo – expresada mediante el voto - donde reside la legitimidad tanto del poder constituyente como de los poderes constituidos. Todo ello está perfectamente claro en la Constitución española.
En primer lugar, su Preámbulo dice explícitamente que la Constitución es expresión de la voluntad soberana del poder constituyente: “La Nación española (...) en uso de su soberanía proclama su voluntad de (...). En consecuencia, las Cortes aprueban y el pueblo español ratifica la siguiente Constitución”. El concepto de nación debe aquí interpretarse como pueblo, como conjunto de ciudadanos que ratifican el texto constitucional, de acuerdo con lo dicho en su encabezamiento (“Sabed: que las Cortes han aprobado y el Pueblo Español ratificado (...)” y en el inciso final del Preámbulo que hemos trascrito. Recordemos que la Constitución fue ratificada por referendum del pueblo español. Por tanto, no cabe aquí – como tampoco en el art. 2 CE – una idea de nación histórica, cultural o identitaria, sino sólo una idea de nación jurídica en la tradición que comienza, si no antes, en la Declaración de Derechos francesa de 1789: nación como conjunto de los ciudadanos.
En segundo lugar, el art. 1.2 CE establece: “La soberanía nacional reside en el pueblo español del que emanan los poderes del Estado”. Este precepto lleva implícito tres aspectos de interés para nuestro razonamiento: a) que el pueblo español, en quien reside la soberanía, es el poder constituyente originario; b) que los poderes constituidos (“los poderes del Estado”) emanan del pueblo; c) que el pueblo español conserva la soberanía ya que en el precepto se dice “reside” y no “ha residido”, es decir, el verbo residir está redactado en presente y no en pasado. Por tanto, el poder constituyente sigue vivo a lo largo de la vigencia de la Constitución, los poderes constituidos ejercen las competencias – las funciones - que ésta les ha otorgado, pero la soberanía, en el sentido de poder supremo e indivisible, sigue residiendo en el pueblo que lo ejercerá como poder constituyente derivado.
En tercer lugar, una interpretación sistemática de la Constitución nos reenvía a los preceptos que indican cómo debe ejercitarse esta soberanía una vez aprobada la Constitución. Se trata del Título X, los arts. 166 a 169: allí se regula el poder constituyente derivado, es decir, el poder de reforma de la Constitución. En estos preceptos se establece que el pueblo, a través de unos procedimientos específicos, puede revisar lo establecido por el poder constituyente originario ya que sigue conservando la soberanía. Si no fuera así, si la Constitución no hubiera hecho esta previsión, el pueblo ya no sería soberano, ya no sería poder supremo y aquellos ciudadanos que en el momento constituyente le dieron su consentimiento, de acuerdo con la regla de la mayoría, condicionarían para siempre la libre decisión de los ciudadanos futuros que no tuvieron ocasión de participar – porque eran menores de edad o no habían nacido todavía - en su aprobación.
Ahora bien, una Constitución se establece para dar estabilidad al orden político y social de un país y, así, dado que es la Constitución quien funda un Estado de Derecho, una de sus primeras finalidades es suministrar seguridad jurídica a los ciudadanos, elemento esencial de dicha forma de Estado. En consecuencia, este poder constituyente que sigue residiendo en el pueblo es, a la vez, un poder constituido sometido por la Constitución a límites procedimentales. Ello implica que estos límites no afectan a cambios substanciales o materiales de su texto – téngase en cuenta que el art. 168 admite la “revisión total” - sino únicamente al procedimiento mediante el cual debe elaborarse y aprobarse la reforma.
Ello se justifica en la idea misma de Estado democrático de derecho. Desde la vertiente de Estado democrático, limitar el contenido de la reforma sería contradictorio con el precepto que establece que la soberanía sigue residiendo en el pueblo; desde la otra vertiente, la de Estado de derecho, no establecer límites procedimentales a la reforma dejaría al libre arbitrio del legislador ordinario la condición de la Constitución como norma estable, poniendo así en peligro la seguridad jurídica.
En consecuencia, la reforma constitucional regulada en el título X de la CE, al prever la posibilidad de una reforma ilimitada, dado que permite la revisión total, aunque establece unos determinados cauces para ello, hace perfectamente compatibles la soberanía del pueblo y la seguridad jurídica, en definitiva, el principio democrático y el principio de Estado de Derecho.
Por tanto, si como decíamos antes el derecho de autodeterminación consiste en la capacidad de un pueblo para decidir su Constitución, el pueblo español es titular de este derecho siempre que respete el procedimiento establecido. Ahora bien, cabe subrayar que el sujeto de este derecho son todos los ciudadanos españoles, es decir, el pueblo español en su totalidad. En ningún caso una fracción del pueblo español – como sería, por ejemplo, el cuerpo electoral de una comunidad autónoma - puede aprobar una reforma constitucional, en lógica correspondencia con el hecho de que el sujeto constituyente originario fue la totalidad de ese pueblo.
Así pues, la autodeterminación, entendida como capacidad de decidir nuestra propia norma fundamental, está desde el punto de vista del derecho interno constitucionalizada, es decir, prevista en la misma Constitución. Ejercer el poder constituyente, originario o derivado, equivale en definitiva a ejercer el derecho de autodeterminación.
Siendo así, dada la capacidad ilimitada del poder de reforma, ¿es posible modificar el territorio del Estado, es decir, es posible reducirlo tras la secesión de una de sus partes? Si la Constitución puede ser revisada en su totalidad, de acuerdo con el art. 168 CE, ello parece a primera vista posible. Sin embargo, un examen más detallado nos lleva a considerar que el tema es algo más complejo.
La unidad de España no es un presupuesto de la Constitución, aunque una interpretación literal del art. 2 CE nos pueda confundir. En efecto, el primer inciso de este artículo dice: “La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española (…)”. Algunos autores, mediante una interpretación literal y descontextualizada, han considerado que la redacción de este precepto establece que la unidad es un presupuesto de la Constitución, con lo cual no puede ser objeto de reforma. No nos parece acertada esta interpretación ya que, como hemos argumentado, toda la Constitución puede ser reformada y la expresión “se fundamenta”, producto como toda ella de la voluntad del constituyente, puede ser modificada en la misma medida que el resto y no es, por tanto, presupuesto de la Constitución sino parte de la misma. Si este inciso – “la indisoluble unidad de la nación española” – fuera irreformable la misma Constitución debería advertirlo, como hacen otras constituciones (tales como la alemana, italiana o francesa) respecto de otros preceptos.
Ahora bien, ciertamente el territorio español no está definido de manera expresa en el texto constitucional aunque sí de manera tácita según una sencilla interpretación: el territorio del Estado español tras la Constitución es idéntico al de antes de ser aprobada. Sin embargo, la delimitación de este territorio mediante el establecimiento de fronteras con los países limítrofes está regulada en tratados internacionales, a veces muy antiguos y, naturalmente, su reforma debe hacerse conforme al derecho internacional, lo cual exige el acuerdo con las demás partes implicadas, en el caso de Cataluña con Francia y Andorra. Pero no vamos a entrar en esta cuestión sino en las posibilidades jurídicas de una secesión desde el punto de vista del derecho interno.
3. Posibilidades jurídicas de la secesión
Aceptemos un principio que nos puede servir de base de partida: en una democracia constitucional cualquier problema, grande o pequeño, importante o no, debe encontrar una solución jurídica. Y añadamos otro a continuación: el hecho de que una parte significativamente mayoritaria de los ciudadanos de una comunidad autónoma desee separarse de España y constituir un estado propio es en sí mismo un problema, un grave e importante problema. Si ambas premisas son ciertas, la conclusión es evidente: hay una solución jurídica a este problema.
Ahora bien, la segunda premisa es incierta: no sabemos si una parte significativa del pueblo de Cataluña desea separarse de España. Este es, pues, la primera cuestión a dilucidar. Hasta ahora sólo hay indicios, ninguno de ellos concluyente. Una manifestación en las calles de Barcelona, por masiva que sea, es un débil indicio. Los sondeos de opinión pueden acercarnos más a la realidad pero tampoco son del todo fiables, especialmente cuando se producen cambios de opinión súbitos. Además, en el presente caso, las diferencias entre los diversos institutos de opinión han sido considerables y, en todo caso, muy pocos, y sólo por un margen muy escaso, de uno o dos puntos, daban como resultado una mayoría en Cataluña a favor de la independencia. El CIS, el instituto de opinión más acreditado, en un sondeo efectuado en los dos meses posteriores a la manifestación del 11 de septiembre, establecía que sólo el 34% de los encuestados se mostraban partidarios de la independencia, mientras que los demás se inclinaban por otras opciones que no suponían la ruptura de la unidad del Estado.
Quizás un mayor relieve habría que dar a los resultados de las elecciones del 25 de noviembre de 2012. Pero también las conclusiones que podemos obtener de ahí son inciertas. Sólo dos de los partidos que obtuvieron escaños se presentaron con un programa nítidamente independentista: ERC y la CUP. Sumaron el 17% de los votos. CiU alcanzó casi un 31% pero su propuesta en este punto era ambigua y es sabido que buena parte de sus votantes (incluso de sus militantes y, es más, también de sus dirigentes) son contrarios a la independencia. Lo mismo sucede con IC que casi alcanzó un 10%. Hay que añadir que en el caso de un referéndum independentista es muy probable que el número de participantes aumente, en una proporción que sería más favorable a los contrarios a la independencia que a sus partidarios.
Por tanto, de acuerdo con estas consideraciones, se puede llegar a la conclusión de que el voto probable – en la medida que algo se pueda predecir – se situaría en una horquilla que puede ir del 28 al 35% de porcentaje de voto independentista, sin haberse casi iniciado el debate sobre las dificultades y consecuencias de que Cataluña se separara de España. Por tanto, el riesgo de que un referéndum fuera ganado por los independentistas es muy escaso, por no decir nulo.
4. Canadá y Quebec como precedente
Para el caso español, las soluciones políticas dadas a las pretensiones independentistas de Quebec respecto de Canadá encierran enseñanzas que nos pueden ser útiles. Analicemos el dictamen del Tribunal Supremo de 1998 y la Ley de la Claridad del año 2000.
El Tribunal Supremo del Canadá emitió el 20 de agosto de 1998 un dictamen a raíz de la consulta que le formuló el Gobierno federal respecto de la validez y efectos de un hipotético referendo secesionista en Quebec. En dicho dictamen, casi unánimemente considerado como riguroso y equilibrado, el Tribunal llegó a las siguientes conclusiones3.
En primer lugar, argumentó de forma exhaustiva que ni la Asamblea ni el Gobierno federal, así como tampoco la Asamblea o el Gobierno de la provincia de Quebec, tenían ningún derecho, ni desde el punto de vista internacional ni desde el punto de vista interno, a decidir la secesión de una de las provincias. En segundo lugar, el alto tribunal consideró que, no obstante, en el supuesto que la población de una parte del territorio celebrara un referendo sobre ésta materia y se formulara una pregunta “clara” y se obtuviera un resultado también “claro” favorable a la independencia del territorio en cuestión, el Gobierno federal, por razones derivadas del principio democrático, no podía ignorar el resultado y tenía el deber de entablar negociaciones con las autoridades de la provincia afectada que condujeran a las reformas necesarias para hacer posible una solución satisfactoria para ambas partes.
En tercer lugar, la legalidad de la eventual secesión de una provincia requiere la modificación de la Constitución de Canadá, en la que deben participar, además de las instituciones federales, también las instituciones de las provincias, mediante negociaciones en las que deben ser respetados los principios de federalismo, democracia, constitucionalismo, primacía del derecho y protección de las minorías. En cuarto lugar, la Cámara de los Comunes, representante del conjunto de los ciudadanos del Canadá, debe encargarse de determinar cuál debe ser la pregunta y la mayoría que deben considerarse “claras”.
Tras este dictamen, el Parlamento canadiense aprobó la Ley de la Claridad4 que, sustancialmente, establece las bases que deben limitar la actuación de la Cámara de los Comunes para determinar este último aspecto: cuándo la pregunta será clara y cuando la mayoría será clara.
En cuanto a las condiciones requeridas para que la pregunta sea clara, la ley, además de ciertos requisitos de procedimiento, establece que el criterio que debe seguir la Cámara es que la población entienda de forma meridiana que los resultados de la consulta determinarán si la Provincia en cuestión seguirá formando parte de Canadá o se convertirá en un Estado independiente. Añade la ley que este supuesto no se cumpliría si la cuestión planteada incluyera, además de la secesión, un mandato de negociación que no implicara necesariamente dejar de formar parte de Canadá o que ofreciera también otras posibilidades, tales como un acuerdo político y económico con Canadá. En ambos casos, la ley considera que entonces la pregunta resultaría ambigua ya que no aclararía si del resultado de la votación la Provincia consultada seguiría formando parte de Canadá o se convertiría en un Estado independiente. En todo caso, si la Cámara decide que la pregunta no es clara, el Gobierno de Canadá no tiene obligación alguna de entablar negociaciones con las instituciones de la Provincia.
Una vez que la Cámara considere que la pregunta reúne los requisitos necesarios para ser admisible, debe determinar también cuál es el porcentaje de voto que se requiere para que la mayoría deba ser considerada también como clara. A este respecto, tres son las cuestiones que debe determinar la Cámara: primero, la mayoría de votos válidos a favor de la secesión que, en todo caso, debe ser una mayoría cualificada, es decir, más elevada que la mayoría absoluta; segundo, el porcentaje de electores que participan en la votación para que el resultado sea válido; y, tercero, cualquier otro factor o circunstancia que la Cámara estime pertinente. En el caso de que estas condiciones se cumplan y, por tanto, la Provincia correspondiente tenga legitimidad para pedir la secesión, inevitablemente se requiere la reforma de la constitución de Canadá tras unas negociaciones en las que deben participar, necesariamente, no sólo las instituciones federales y las de la Provincia afectada sino también los gobiernos de las demás provincias. En estas negociaciones se tratará, especialmente, el reparto del activo y el pasivo correspondiente a las respectivas haciendas y patrimonios, las modificaciones fronterizas, los derechos, intereses y reivindicaciones de los pueblos autóctonos, así como la protección de los derechos de las minorías.
En definitiva, Canadá es un Estado federal, por tanto, un Estado unitario, en el cual la soberanía reside en el conjunto del pueblo y no en las provincias que lo componen, pero el legislador estatal, con el respaldo del Tribunal Supremo, ha aprobado una ley que establece un procedimiento mediante el cual, excepcionalmente, una provincia puede separarse de la federación y constituirse en estado propio.
5. La solución canadiense y el caso español
El dictamen y la ley canadiense ofrecen indudables enseñanzas para el caso de España. En algunos aspectos la coincidencia entre ambas situaciones es total. Por ejemplo, también en España ni el derecho internacional ni el derecho interno amparan el derecho de autodeterminación de una parte del territorio. Las razones que arguye el Tribunal Supremo de Canadá también valen para España. Por esto decíamos antes que el llamado derecho a decidir, equivalente al derecho de autodeterminación, no existe en nuestro ordenamiento. Pero también puede ser de aplicación a España la filosofía de fondo con la que el dictamen y la ley enfocan una solución al problema suscitado5.
En efecto, si bien los gobiernos de las comunidades autónomas no pueden convocar referendos sobre esta materia porque, aún en el caso de que tengan competencias para convocar consultas siempre es dentro del marco de sus competencias - y decidir sobre su secesión, por su naturaleza, no entra en su ámbito -, las instituciones estatales pueden convocar referendos consultivos de acuerdo con el art. 92 CE. Según este precepto, “las decisiones políticas de especial trascendencia podrán ser sometidas a referéndum consultivo de todos los ciudadanos”. El referéndum será convocado por el Rey, a propuesta del Presidente del Gobierno, previamente autorizado por el Congreso de los Diputados.
No cabe duda que la materia de la que tratamos es de especial trascendencia y, por tanto, las decisiones que pueda adoptar al respecto el Gobierno pueden ser sometidas a referendo. Pero alguna duda puede suscitar si la consulta debe plantearse a todos los ciudadanos españoles o bien también puede ser planteada a una parte de los mismos. La doctrina se inclina por considerar que nada impide que el referendo se celebre sólo en una parte del territorio estatal. A mi modo de ver, esta es la interpretación acertada ya que lo decisivo en este art. 92 CE es el supuesto habilitante para la convocatoria del referendo, es decir, la especial trascendencia de la materia sometida a consulta, motivo por el cual se decide llevarla. Por tanto, si para alcanzar las finalidades que pretende el Gobierno con dicho referéndum consultivo lo políticamente adecuado es que su ámbito territorial sea una parte del mismo, el inciso “todos los ciudadanos” no debe ser necesariamente entendido como todos los ciudadanos “españoles” (término este último que no figura en el art. 92 CE) sino, simplemente, todos los ciudadanos censados en el territorio en cuestión.
En todo caso, está claro que, dado su carácter consultivo, el referendo no es jurídicamente vinculante. Ahora bien, tampoco cabe duda alguna que su resultado compromete al Gobierno, es decir, lo vincula políticamente. Y ello es clave, como veremos, para que el elector conozca el valor de su voto.
Tras estas bases de partida, el referéndum consultivo debería ser el primer paso – y quizás único – de un proceso en tres fases. Empecemos por la primera.
¿Qué debe averiguar el referéndum consultivo? Simplemente cuál es la voluntad de los catalanes respecto de la independencia. Para ello debería efectuar una pregunta clara sobre sus deseos en esta materia, más o menos en términos similares a los que se desprenden de la Ley de la Claridad canadiense: ¿quiere usted que Cataluña se separe de España y se convierta en un Estado independiente?
Antes de la celebración del referéndum las partes implicadas deberían acordar tres requisitos. En primer lugar, dar suficientes garantías para que tenga lugar un debate público en el que todas las opiniones puedan ser exhaustivamente escuchadas y en el que participen tanto el Gobierno de la Nación como el de la Generalitat, también las autoridades de la Unión Europea, así como los demás gobiernos de las comunidades autónomas, partidos y asociaciones diversas. En segundo lugar, el Gobierno de la Nación y el de la Generalitat deberían ponerse de acuerdo en tres criterios para interpretar el resultado de la votación: primero, quórum mínimo de participación; segundo, porcentaje de votos a favor de la independencia que se consideren necesarios para expresar una voluntad suficientemente mayoritaria de separarse de España; tercero, compromiso entre los gobiernos y los partidos implicados de respetar la coherencia entre las condiciones pactadas y los resultados obtenidos. Además, en el caso de no alcanzar los mínimos señalados, los partidos partidarios de la secesión deben comprometerse a no volver a plantear la cuestión en un determinado período de tiempo, que podría oscilar entre 20 y 30 años.
La intención de todo ello sería dar seriedad a todo el proceso y hacer que el resultado fuera políticamente vinculante: así los electores serían conscientes de la importancia decisoria de su voto. Aquí terminaría la primera fase.
La segunda fase consistiría, primero, en interpretar el resultado conforme a estos criterios. Si el quórum de participación no se hubiera alcanzado o la mayoría favorable a la independencia tampoco, el proceso habría terminado. Si ambos resultaran positivos, se debería llegar a la conclusión de que, como reflejo de esta amplia voluntad mayoritaria, los ciudadanos de Catalunya desean separarse de España.
Esta conclusión conduciría a una tercera fase: el inicio de la reforma constitucional para que la separación de Catalunya fuera posible. En este período, antes de llegar a tramitar la reforma, se deberían negociar cuestiones tales como la determinación y el subsiguiente reparto de activos y pasivos de los bienes públicos, la renegociación de las fronteras (materia en la que debería participar también Francia), la posición de España ante la comunidad internacional respecto de una futura Cataluña independiente, las garantías por parte de Cataluña de que está dispuesta a firmar determinados tratados internacionales que garanticen el pleno disfrute de derechos por parte de los nuevos ciudadanos catalanes que hasta ahora han sido españoles, el respeto a las minorías, etc.
Un referendo consultivo celebrado en estas condiciones, al permitir aclarar cuál es la voluntad de los ciudadanos catalanes respecto a la independencia de Cataluña por procedimientos democráticos, tendría la gran virtud de apaciguar el actual clima de tensión cívica, robustecer la legitimidad de nuestra democracia constitucional y reforzar la confianza en el Estado de derecho al reconducir por vías jurídicas de naturaleza constitucional el enfrentamiento político.
Francesc de Carreras
Mayo 2013
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