Como debe ser en esta Sagra casa.
Enrique de Silva, el ente espectral, se hallaba sentado en el ruinoso y ennegrecido trono que se erguía cual una pila de escombros en uno de los salones que, en su día, labraran la fama del castillo de Barcience. Sus flamígeros ojos ardían en cuencas invisibles, únicos exponentes de la vida que bullía bajo su gastada armadura de caballero de Calatrava.
Estaba solo. Había despachado a sus sirvientes, caballeros como él que le rindieron pleitesía en vida y fueron condenados a honrarle también después de muerto. Se había desembarazado de los espíritus femeninos, las monjas que desempeñaran un papel en su declive y, ahora, permanecían ligadas a su señor por un vínculo irrenunciable. Durante siglos, desde la terrible noche de su fallecimiento, Enrique de Silva exigía a aquellas desheredadas que revivieran la historia de su destino. Todas las veladas se arrellanaba en el trono y las obligaba a relatar, en una macabra serenata, su desgracia y la de ellas mismas.
Aquel cántico causaba un hondo dolor al caballero, pero se recreaba en el sufrimiento, porque, después de todo, era infinitamente mejor que el vacío que presidía su ingrata existencia en las demás ocasiones. Hoy, sin embargo, en lugar de escuchar la tonada de costumbre, prestaba oídos a otra voz, la del viento que, ululando entre los aleros de la fortaleza, tras*portaba reminiscencias de un pasado lejano. En primera persona, la brisa pasó revista a los momentos cumbres de su vida real, tanto los felices como los desdichados.
«Una vez, hace ya mucho tiempo, fui un respetable caballero de Calatrava. Entonces lo tenía todo: apostura, encanto, arrojo y una esposa rica, aunque no hermosa. Mis seguidores me profesaban respeto y fidelidad y los demás me envidiaban. Sentían celos de mi fortuna, de mi condición privilegiada como amo de Barcience.
»En la primavera anterior a la Peste de color, abandoné mi amurallado hogar y, con un nutrido séquito, cabalgué hacia Toledo. El motivo de mi viaje era que se había convocado un consejo y se requería mi presencia. Tal fue, al menos, mi excusa oficial, pues lo cierto era que poco me importaban las reuniones, los conciliábulos sobre cuestiones insignificantes, que se prolongarían hasta lo impensable si lo que había de debatirse era alguna modificación en el Código de nuestra hermandad. Lo que, en realidad, me atraía era la abundancia de bebida, la atmósfera de camaradería que solía haber en tales acontecimientos y las fabulosas narraciones de batallas y aventuras de mis compañeros. Aquello sí merecía la pena.
»Avanzamos sin prisas, tomándonos el tiempo necesario y prevaleciendo en nuestras jornadas el buen humor, los cánticos y las chanzas. Pernoctábamos en posadas o donde podíamos, al raso si aquéllas estaban llenas o el crepúsculo nos sorprendía en un despoblado. La temperatura era benigna. Disfrutábamos de una espléndida primavera aquel año. El sol nos calentaba de día y la refrescante brisa nocturna relajaba nuestros cuerpos. Yo acababa de cumplir treinta y dos años. En mi vida reinaba un perfecto equilibrio y, a decir verdad, no recuerdo haber disfrutado de otra época más venturosa.
»Una noche, maldita sea por siempre la luna de plata que la alumbraba, estábamos acampados en un lugar agreste cuando, de pronto, un grito rasgó la penumbra y nos despertó de nuestro sueño. Era una mujer. Sucedieron a este primero una retahíla de alaridos también femeninos, entremezclados con los toscos reniegos de unos jovenlandeses.
»Blandiendo nuestras armas, nos enzarzamos en una cruenta lucha contra los agresores y obtuvimos la victoria sin dificultad, ya que se trataba de una cuadrilla de ladrones nómadas. La mayoría se dio a la fuga al vernos. Pero el cabecilla, más bravío o más ebrio que el resto, defendió a ultranza su botín. Personalmente, no pude reprochárselo: había capturado a una adorable novicia rubia. Su belleza se adivinaba radiante en el claro de luna y el pánico no hacía sino realzar su poderoso embrujo. Desafié a su aprehensor en combate singular, salí triunfador y me concedí la recompensa —¡dulce y amarga recompensa!— de llevar en volandas a la desmayada muchacha junto a sus compañeras.
»Todavía veo, en mis frecuentes ensoñaciones, su cabello, que vaporoso, tejido de hebras de oro, reverberaba en los rayos del satélite. Recuerdo sus ojos cuando se abrieron para contemplarme, el amanecer del amor en sus pupilas mientras ella leía, en las mías, una admiración que no acerté a ocultar. Mi esposa, mi honor, mi castillo, todas las nociones de la que antes me enorgulleciera se desvanecieron como el humo al competir con aquellos maravillosos rasgos.
»Agradeció mi gesto con delicioso recato y la restituí a su grupo, formado por varias monjas que habían organizado una peregrinación de su tierra a Santiago de Compostela, pasando por Toledo. Ella no era más que una acólita, que en el curso de aquel periplo había de ser elevada a la categoría de canonesa del Santo Sepulcro. Las dejé, recuperadas ya del susto, para regresar al lado de mis hombres. Una vez en el campamento, intenté dormir, pero la delicada figura de la etérea doncella, su talle sinuoso, parecía mecerse aún en mis brazos. Nunca me había consumido una pasión amorosa hasta tal extremo.
»Cuando al fin me sumí en un breve letargo, mi mente se llenó de imágenes, que se me antojaron un embriagador suplicio; y, al abrir los párpados, la idea de que debíamos separarnos me traspasó el corazón cual una daga. Me levanté temprano, me encaminé al paraje donde se hallaban congregadas las monjas y, elaborando una sutil patraña sobre los numerosos salteadores moriscos que merodeaban entre aquel punto y Toledo, las convencí para que se dejaran custodiar por nosotros. Mis seguidores no se mostraron contrarios a tan agradable compañía, así que reemprendimos la marcha sin más complicaciones. Este hecho, lejos de apaciguar mi desazón, la intensificó. Día tras día, la espiaba mientras cabalgaba a mi lado, próxima pero no lo bastante, y al llegar la noche me acostaba solo, revuelta mi cabeza en un torbellino.
»La deseaba más de lo que nunca ambicioné poseer en el mundo y, por otro lado, no cesaba de repetirme que era un caballero, que me había comprometido a través de un estricto voto a respetar el honor que había prometido mantener y que había jurado, en el más sagrado momento de mi ceremonia nupcial, guardar fidelidad a mi esposa. También me inquietaba la traición que haría a mi séquito si incurría en una veleidad, ya que cuando fui investido, prometí solemnemente guiar a cuantos estuvieran bajo mi mando hacia la senda del honor. Luché contra mí mismo y, después de múltiples escaramuzas, creí haber vencido sobre mi flaqueza. "Mañana me iré", resolví, colmado de una prematura paz interior.
»Empleo el término "prematura" a conciencia, ya que los acontecimientos discurrieron por otros derroteros, pero he de puntualizar que mi propósito era firme. Tenía la intención de partir cuanto antes. Los hados quisieron que, en la jornada de nuestra despedida, participara en una cacería en el bosque y topara con ella en un punto alejado del campamento, donde la habían enviado a buscar plantas medicinales.
»Ella estaba sola, yo también. No había rastro de nuestros respectivos acompañantes en los alrededores. El amor naciente que había descubierto en sus pupilas brillaba aún en su fúlgida aureola y, como una gracia añadida a las múltiples que atesoraba, se había soltado la cabellera y ésta se derramaba, semejante a una nube de oro, hasta rozarle casi los pies. Mi arrogancia, mi determinación se disolvieron en un instante, abrasadas por la llama pasional que prendió en mis entrañas. Fue sencillo seducirla pobre pequeña. Un beso, luego otro, al mismo tiempo que la reclinaba en la fresca hierba y, acariciándola con mis manos, aplicando mis labios a los suyos a fin de sellar sus protestas, la hice mía. Más tarde, consumada nuestra unión, sorbí sus lágrimas con tiernos besos.
»Aquella noche, me visitó en mi tienda y, tras*portado por el éxtasis de nuestro nuevo encuentro, le di mi palabra de que la desposaría. ¿Qué otra cosa podía hacer? Al principio, lo reconozco, ni siquiera consideré tal posibilidad, ya que estaba casado y, además, con una dama acaudalada que sufragaba mis cuantiosos dispendios. Sin embargo una madrugada, cuando tenía a la candorosa novicia en mis brazos, comprendí que nunca podría abandonarla. Entonces fragüé ciertos planes para deshacerme de mi cónyuge para siempre.
»Proseguimos viaje. Las monjas abrigaban sospechas respecto a nosotros, y no podía ser de otro modo. Nos costaba un gran esfuerzo disimular las sonrisas veladas que intercambiábamos de día, desdeñar las oportunidades que la penumbra nos ofrecía.
»Tuvimos que separarnos al llegar a Toledo. Las mujeres se hospedaron en una de las suntuosas mansiones del arzobispo y mi grupo se instaló en unos aposentos reservados a los miembros de nuestra hermandad. No obstante, confiaba en que mi amante hallaría el medio de reunirse conmigo, porque, desgraciadamente, yo no podía ausentarme sin levantar suspicacias. Pasó la primera noche y, aunque no tuve noticias, no me preocupé demasiado. Pero tras*currieron la segunda, la tercera, y mi bella novicia no aparecía.
»Por fin, alguien llamó a mi puerta. No era ella, la esperada, sino el máximo dignatario de los Caballeros de Calatrava con una escolta de pésimo augurio. Supe, en cuanto les vi, que mi amada les había revelado nuestro prohibido romance, poniéndome en un grave apuro.
»Averigüé después que no era ella quien me había colocado en tan embarazosa situación, sino las monjas. La muchacha cayó enferma y, al tratar de identificar los síntomas de su dolencia, la hallaron encinta de un hijo mío. Ella no se lo había contado a nadie, incluso yo lo ignoraba. Sus celosas guardianas le informaron de la existencia de mi esposa y, peor todavía, circuló por Toledo el rumor de que esta última había desaparecido en circunstancias misteriosas.
»Fui arrestado, me llevaron entre cadenas por las calles para humillarme públicamente y tuve que soportar la picaresca de la plebe, que, en casos como el que se me imputaba, siempre hace gala de un ingenio escarnecedor. No hay nada que produzca al villano mayor placer que ver a un caballero de rango rebajado a su nivel. Juré que, algún día, me vengaría de tan crueles criaturas y su urbe. No obstante, no abrigaba esperanzas de desquitarme. El juicio fue rápido. Me declararon culpable de alta traición a los valores eternos de mi Orden y me condenaron a fin: tras despojarme de mi hacienda y de mis títulos, sería decapitado con mi propia espada. Acepté la sentencia, incluso la deseaba, persuadido como estaba de que mi novicia me había repudiado.
»Pero la víspera de la ejecución, mis hombres, que me profesaban inviolable lealtad, me libertaron. Ella se encontraba en el grupo y me relató toda la historia, incluida la del niño que habíamos engendrado.
»Afirmó que las monjas la habían perdonado y, aunque no podía convertirse en canonesa, le estaba permitido vivir junto a su pueblo si se resignaba a ocupar el lugar que su desgracia exigía. Estaba dispuesta a cargar con el peso de su culpa el resto de su vida, mas no sin antes entrevistarse conmigo. Era evidente que me amaba, tanto que no resistía los relatos que se habían propagado sobre mí y prefería decirme adiós para siempre.
»Urdí un embuste cualquiera acerca de mi esposa, y ella me creyó. De habérmelo propuesto, la habría convencido de que la noche era día. Renacido su ánimo, accedió a fugarse conmigo y, sin plantearme que a eso había venido, que tal era su proyecto desde el principio, iniciamos la huida hacia el castillo de Barcience en compañía de mi séquito.
»Fue toda una odisea burlar la vigilancia de los otros caballeros, la persecución de los que se lanzaron en pos de nosotros, pero al fin llegamos y nos atrincheramos en el castillo. Era fácil defender la fortaleza, encaramada como estaba en un risco escarpado, vertical. Disponíamos de provisiones y podríamos aguantar todo el invierno, que se anunciaba en las cumbres nevadas de Gredos y en los gélidos vientos que comenzaban a soplar.
»Debería haberme sentido satisfecho de mí mismo, de la vida, de mi nueva esposa, a pesar de que la ceremonia de nuestro enlace fue una parodia. Pero me atormentaba la conciencia de mis crímenes y, sobre todo, la de haber perdido el honor. Me di cuenta demasiado tarde de que había escapado de una prisión para encerrarme en otra, que nadie sino yo había elegido. Me había salvado de un ajusticiamiento digno para morir lentamente, ahogándome en una existencia oscura y desdichada. Mi talante se tornó mudable, taciturno y el peor defecto que siempre tuve, la propensión a encolerizarme y entrar en pendencia por cualquier nimiedad, se acentuó hasta extremos inverosímiles. La servidumbre abandonó el castillo después de que golpeara a algunos de ellos y mis hombres de confianza procuraban esquivarme. Una noche, víctima de uno de mis raptos, abofeteé a mi mujer, a la única persona en el mundo capaz de brindarme apoyo y consuelo.
»Al verme reflejado en sus ojos bañados de lágrimas, me percaté de que me había tras*formado en un monstruo. Estreché a mi agraviada esposa entre mis brazos, supliqué su clemencia y, arropado en el cálido manto de sus cabellos, percibí los movimientos de mi vástago en sus entrañas. Arrodillándonos allí mismo, oramos juntos a Dios. Le prometí que haría lo que estuviera en mi mano con tal de recuperar la honorabilidad, le imploré que mi hijo no naciera si así había de evitar que conociese mi vergüenza.
»El hacedor respondió. Me habló del Papa Publio, de las exigencias que aquel hombre infatuado pretendía presentar a Dios. Me comunicó que, a consecuencia de tales demandas, todo el mundo sería sometido a la ira de Dios, a menos que alguien, como hiciera Cristo, se sacrificara voluntariamente para redimir a los culpables y preservar a los inocentes.
»La luz de Dios alumbró mi mente, inundó mi alma y la llenó de sosiego. Se me antojó una liviana empresa inmolarme en aras de la felicidad de mi progenie y la salvación del mundo. Cabalgué hacia Roma, resuelto a detener al mayor representante de la Iglesia y sabedor de que Dios estaba a mi lado.
»Pero alguien más, alguien que no había sido invitado, viajó conmigo en tan trascendental ocasión: Lilith. Así mantiene encendida, en los espíritus que se recrea en sojuzgar, la llama de la guerra. ¿De quién se valió para derrotarme? De las monjas, de las canonesas del dios que me había encomendado tan apremiante misión.
»Por paradójico que parezca, aquellas canonesas habían olvidado tiempo atrás el nombre de Cristo. Al igual que el Papa Publio, se escudaban en su proba rectitud y nada vislumbraban a través de sus velos de perfección. Obediente a mi propia complacencia, al orgullo que me inspiraba mi generosidad de héroe, las puse en antecedentes de mi empeño. Grande fue su temor y, tras interminables deliberaciones, concluyeron que los hacedores no castigarían a sus siervos. Algunas incluso explicaron sus sueños premonitorios acerca de un día en el que, aniquilada la perversidad, sólo los seres bondadosos —los castellanos, según ellas— habitarían el mundo.
»Tenían que impedir que cumpliera mis designios. Elaboraron una argucia y su éxito fue rotundo.
»Lilith poseía una extensa sapiencia, los recovecos del corazón humano no constituían un misterio para ella. Yo habría desmantelado un ejército si se hubiera interpuesto en mi camino, pero las palabras de aquellas féminas emponzoñaron mi sangre sin que, en mi ingenuidad, lo advirtiera. ¡Cuan hábil había sido la doncella al desembarazarse de mí poco después de la boda!, comentaron. Ahora era la dueña de mi castillo, de mi riqueza, todo le pertenecía en exclusiva y, a cambio, no tenía que soportar los inconvenientes de un esposo condenado. ¿Estaba seguro de que el hijo era mío? La habían visto a menudo en compañía de uno de mis apuestos soldados. Nadie podía garantizar que se recluyese en su refugio tras abandonar mi tienda a altas horas de la madrugada.
»Naturalmente no lo expresaron en estos términos, no incurrieron en la torpeza de insultarla mediante alusiones directas. Sembraron la duda lanzando al aire preguntas que me corroyeron el alma, que me incitaron a rememorar incidentes, miradas, susurros. Yo mismo hallé una respuesta: había sido traicionado y debía pillarles desprevenidos, en pleno delito. ¡A él lo mataría, a la esposa infiel la haría sufrir un tormento digno de su iniquidad!
»Volví la espalda a Roma.
»Al arribar a casa, a punto estuve de derribar las inmensas puertas. Mi joven esposa, alarmada, corrió a recibirme con el recién nacido vástago en sus brazos. Tenía los rasgos desencajados, su rostro denotaba una zozobra que yo tomé por una muda confesión de culpabilidad. La maldije, a ella y al niño. En el instante en que profería mis imprecaciones, la Peste de color cayó sobre Europa.
»Las estrellas se desprendieron de la bóveda celeste, el suelo se resquebrajó entre indescriptibles sacudidas y una lámpara de araña, iluminada mediante un centenar de velas, cayó del techo. Mi mujer fue engullida por un cerco flamígero. Pero antes, consciente de que iba a morir, me entregó al pequeño para que lo rescatara del fuego que a ella la consumía. Titubeé unos segundos y, presa aún de mi injustificado arranque de celos, rehusé atenderla.
»Con su último aliento, descargó sobre mí la cólera de Dios. "Sucumbirás al incendio, como nuestro hijo y como yo —vaticinó—. Pero, a diferencia de nosotros, pervivirás en una eterna negrura donde, para expiar el vano derramamiento de sangre que tu mezquina obsesión ha desencadenado esta noche, revivirás una existencia completa por cada una de las que has agostado." Y expiró.
»Las llamas se enseñorearon y mi castillo no tardó en arder cual una pira funeraria. Ninguno de los métodos que ensayamos extinguió, controló al menos, aquella hoguera, que, dada su singular naturaleza, socarraba hasta las piedras. Mis hombres quisieron huir, pero, ante mis horrorizados ojos, también ellos fueron acorralados por el ígneo enemigo y disueltos en siniestras antorchas. Sólo yo quedaba vivo en la fortaleza, enhiesto en el vestíbulo y con un círculo de fuego a mi alrededor, que no se atrevía a tocarme. No obstante, comprendí que antes o después lamería mis miembros, que su avance era inevitable.
»Mi fin fue lenta, mi agonía espeluznante y, cuando al fin sobrevino el tránsito, no me aportó ningún alivio. Cerré los ojos para volver a abrirlos frente a un
universo vacuo, una esfera de desesperanza y perenne suplicio. A lo largo de innumerables años, me he sentado en este trono todas las veladas y escuchado mi epopeya en boca de las canonesas.