Taliván Hortográfico
ПРЕД P И B ВИНАГИ СЕ ИЗПИСВА M
La paranoia, la humillación, la manipulación y la obediencia ciega de muchos dirigentes definió al PCE, con Santiago Carrillo como máximo ejemplo, defiende Andreu Navarra en su nuevo libro.
Dolores Ibárruri La Pasionaria y Santiago Carrillo.
Medio en broma, medio en serio, Andreu Navarra dice que su historia del comunismo en España tiene la particularidad de que está escrita por alguien que no fue nunca comunista, por un autor que no tiene que justificarse por su vida, que no tiende a idealizar el pasado y, sobre todo, que no escribe para ajustar cuentas, reparar agravios y encontrar a los culpables de sus frustraciones. Por eso, El comunismo en España (Cátedra) es un relato ajeno al tono de ironía cáustica poscomunista que nació con los libros de Jorge Semprún y Gregorio Morán y que ha dado sonados best sellers en la última década.
Después, si se insiste un poco, se descubre que Navarra no fue nunca comunista («Más bien me veo como un acratilla noucentista»), pero que a su alrededor ha habido no pocos militantes de base que encontraron en el comunismo una manera de ser buenas personas, de llevar vidas con sentido. Maestros vocacionales, miembros de los movimientos vecinales de los 70... «Gente que, cuando se muera, pensará que hizo algo valioso con su militancia».
Y ese es uno de los filones intelectuales de El comunismo en España: la paradoja que contrapone el instinto de nobleza de la masa comunista con la cultura de la paranoia, la humillación, la manipulación de las personas y la obediencia ciega de muchos dirigentes del PCE, del PSUC y de sus sucesivas escisiones. ¿Por qué tuvo que ocurrir así?
«El comunismo de obediencia soviética nació de una guerra civil terrible, la que enfrentó a los bolcheviques con los rusos blancos. Y todo lo que ha nacido de una guerra civil se desarrolla viciado, sale mal porque queda una impronta de desconfianza y brutalidad», responde Navarra.
El otro factor que explica el malestar comunista en España no es estructural y necesario, como dirían los historiadores marxistas, sino que responde a un golpe de mala suerte: el comunista más importante de nuestro país en el siglo XX, todavía no superado, fue también el campeón nacional de esa cultura de la paranoia, la supervivencia y el recurso ocasional al crimen: Santiago Carrillo Solares.
«En el PSUC, la figura central fue Antoni Gutiérrez y, aunque en el PSUC también ha habido gente que se radicalizó y hubo purgas y estalinismo, la historia no es la misma. Yo he trabajado con el archivo de Gutiérrez, he trabajado con sus cartas a Vázquez Montalbán y a Montserrat Roig y mi opinión es que no fue una persona tan dogmática», explica Navarra.
En las páginas de El comunismo en España, Carrillo aparece retratado como una figura más bien siniestra: humilla a sus subordinados y después se deja humillar por sus jefes de Moscú para mantener su estatus; manda eliminar a sus enemigos; ajusta constantemente sus opiniones políticas siempre de acuerdo a lo que le conviene a él; usa un lenguaje falsamente amistoso, escalofriante para sus enemigos; llena sus libros de memorias de olvidos, versiones insidiosas y mentiras odiosas.
«Si intentamos entender a Carrillo, tenemos que tener en cuenta el exilio que marcó al PCE y a sus cuadros, en medio de una guerra fría que dispara las paranoias. Yo creo que Carrillo perdió el contacto con la realidad, no entendió bien cómo cambiaba el mundo. Por eso creo que hay un capítulo clave en la historia del PCE que es el del relevo que ofreció la generación de Javier Pradera, Fernando Claudín y Jorge Semprún y su frustración. Si Carrillo hubiera dado margen y poder a esos nuevos dirigentes del interior y no hubiera tenido tantos celos de ellos, puede que el PCE de los años 70 hubiese sido un partido mucho más abierto».
Ya llegaremos a ese punto. La historia del PCE empezó antes, en 1920, cuando la Unión Soviética llamó al PSOE a entrar en la obediencia de la Internacional Comunista y el PSOE se rompió en la duda de acatar o no. Los primeros comunistas fueron, sobre todo, jóvenes socialistas impacientes sobrados de testosterona. Pocos y leninistas, en el sentido de que vivían en un proyecto político de conspiración contra el sistema. Se enfrentaban a tiros con los militantes del PSOE, viajaban a la URSS para recibir entrenamiento armado y, el día de la proclamación de la II República, salieron a la calle para derrocar al nuevo gobierno de la burguesía. Sus vecinos los abuchearon.
La hipótesis de Navarra es que el PCE no fue un partido de intelectuales, no al menos hasta los años 50: «Desde los años 20, la gente que tiene algo que decir y escribe sobre socialismo y revolución está fuera del PCE. Los textos de Andreu Nin, Joaquín Maurín y Juan Andrade estaban a un nivel muchísimo más alto que los de los propagandistas de PCE».
Pero llegó 1934, el proyecto republicano se empezó a tambalear y el PCE se convirtió en un referente de firmeza para la España de izquierdas. La historia del PCE durante la Guerra está llena de episodios de brutalidad y de errores trágicos, pero su presencia fue tan sólida que el partido se convirtió en el más grande entre sus hermanos de Europa Occidental.
Y por supuesto que los héroes comunistas de la Guerra Civil fueron reales, sólo que terminaron devorados por la causa. Pongamos el caso de La Pasionaria, que durante la primera mitad de su vida vivió como una verdadera santa del comunismo. Después, la Internacional difundió su mito por todo el mundo y Dolores Ibárruri se convirtió en una política mediocre cuya principal tarea, según Navarra, consistió en no molestar a nadie en Moscú.
La oleada turística absurda del Valle de Arán, la trágica guerrilla urbana de los 40, la misión suicida de Julián Grimau, los infundios contra Francisco Antón, la marginación de Jorge Semprún... La historia del PCE después de la Guerra Civil es la de un padre que devora a sus hijos. Javier Pradera vomitaba de nervios y miedo cuando Santiago Carrillo lo llamaba a una sesión de autocrítica. La progenitora de Ramón Mercader conspiraba para que su hijo no saliese de la guandoca porque sabía que sus compañeros de partido lo asesinarían cuando volviese a la calle.
Y eso explica la frustración de los años 70. En contra de la imagen que dice que el PCE ganó la lucha contra el franquismo pero perdió la democracia, la realidad que narra Andreu Navarra es que su derrota estaba escrita desde 1962, desde que Carrillo se impuso a los líderes del interior y empezó el goteo de escisiones. El discurso del PCE ya nunca volvió a sintonizar con el de España. «Fíjese en Julio Anguita: fue un gran político, cambió Córdoba para bien y, si leemos hoy sus textos, está claro que tienen muchísima altura. Pero la gente no le votaba. ¿Por qué? Porque resultaba antipático».
Si acaso el PCE ha podido volver a sintonizar con España alguna vez ha sido en la década y media del descontento que ha seguido a la crisis de 2008. España tiene hoy una vicepresidenta que viene del PCE, Yolanda Díaz, aunque su política sea la de una socialdemócrata bastante poco revolucionaria. «En el antiguo comunismo se iba a las fábricas y se preguntaba a la gente cómo estaban, cuánto cobraban, cómo les trataban. Eso se ha perdido y ha sido sustituido por toda la serie de discusiones identitarias que ocupan el debate». Lo que sí que ha quedado de la tradición comunista en la política posterior al 15-M es la tendencia a la purga y al personalismo paranoico. La historia de Podemos parece a veces un remake de la del PCE.
Dolores Ibárruri La Pasionaria y Santiago Carrillo.
Medio en broma, medio en serio, Andreu Navarra dice que su historia del comunismo en España tiene la particularidad de que está escrita por alguien que no fue nunca comunista, por un autor que no tiene que justificarse por su vida, que no tiende a idealizar el pasado y, sobre todo, que no escribe para ajustar cuentas, reparar agravios y encontrar a los culpables de sus frustraciones. Por eso, El comunismo en España (Cátedra) es un relato ajeno al tono de ironía cáustica poscomunista que nació con los libros de Jorge Semprún y Gregorio Morán y que ha dado sonados best sellers en la última década.
Después, si se insiste un poco, se descubre que Navarra no fue nunca comunista («Más bien me veo como un acratilla noucentista»), pero que a su alrededor ha habido no pocos militantes de base que encontraron en el comunismo una manera de ser buenas personas, de llevar vidas con sentido. Maestros vocacionales, miembros de los movimientos vecinales de los 70... «Gente que, cuando se muera, pensará que hizo algo valioso con su militancia».
Y ese es uno de los filones intelectuales de El comunismo en España: la paradoja que contrapone el instinto de nobleza de la masa comunista con la cultura de la paranoia, la humillación, la manipulación de las personas y la obediencia ciega de muchos dirigentes del PCE, del PSUC y de sus sucesivas escisiones. ¿Por qué tuvo que ocurrir así?
«El comunismo de obediencia soviética nació de una guerra civil terrible, la que enfrentó a los bolcheviques con los rusos blancos. Y todo lo que ha nacido de una guerra civil se desarrolla viciado, sale mal porque queda una impronta de desconfianza y brutalidad», responde Navarra.
El otro factor que explica el malestar comunista en España no es estructural y necesario, como dirían los historiadores marxistas, sino que responde a un golpe de mala suerte: el comunista más importante de nuestro país en el siglo XX, todavía no superado, fue también el campeón nacional de esa cultura de la paranoia, la supervivencia y el recurso ocasional al crimen: Santiago Carrillo Solares.
«En el PSUC, la figura central fue Antoni Gutiérrez y, aunque en el PSUC también ha habido gente que se radicalizó y hubo purgas y estalinismo, la historia no es la misma. Yo he trabajado con el archivo de Gutiérrez, he trabajado con sus cartas a Vázquez Montalbán y a Montserrat Roig y mi opinión es que no fue una persona tan dogmática», explica Navarra.
En las páginas de El comunismo en España, Carrillo aparece retratado como una figura más bien siniestra: humilla a sus subordinados y después se deja humillar por sus jefes de Moscú para mantener su estatus; manda eliminar a sus enemigos; ajusta constantemente sus opiniones políticas siempre de acuerdo a lo que le conviene a él; usa un lenguaje falsamente amistoso, escalofriante para sus enemigos; llena sus libros de memorias de olvidos, versiones insidiosas y mentiras odiosas.
«Si intentamos entender a Carrillo, tenemos que tener en cuenta el exilio que marcó al PCE y a sus cuadros, en medio de una guerra fría que dispara las paranoias. Yo creo que Carrillo perdió el contacto con la realidad, no entendió bien cómo cambiaba el mundo. Por eso creo que hay un capítulo clave en la historia del PCE que es el del relevo que ofreció la generación de Javier Pradera, Fernando Claudín y Jorge Semprún y su frustración. Si Carrillo hubiera dado margen y poder a esos nuevos dirigentes del interior y no hubiera tenido tantos celos de ellos, puede que el PCE de los años 70 hubiese sido un partido mucho más abierto».
Ya llegaremos a ese punto. La historia del PCE empezó antes, en 1920, cuando la Unión Soviética llamó al PSOE a entrar en la obediencia de la Internacional Comunista y el PSOE se rompió en la duda de acatar o no. Los primeros comunistas fueron, sobre todo, jóvenes socialistas impacientes sobrados de testosterona. Pocos y leninistas, en el sentido de que vivían en un proyecto político de conspiración contra el sistema. Se enfrentaban a tiros con los militantes del PSOE, viajaban a la URSS para recibir entrenamiento armado y, el día de la proclamación de la II República, salieron a la calle para derrocar al nuevo gobierno de la burguesía. Sus vecinos los abuchearon.
La hipótesis de Navarra es que el PCE no fue un partido de intelectuales, no al menos hasta los años 50: «Desde los años 20, la gente que tiene algo que decir y escribe sobre socialismo y revolución está fuera del PCE. Los textos de Andreu Nin, Joaquín Maurín y Juan Andrade estaban a un nivel muchísimo más alto que los de los propagandistas de PCE».
Pero llegó 1934, el proyecto republicano se empezó a tambalear y el PCE se convirtió en un referente de firmeza para la España de izquierdas. La historia del PCE durante la Guerra está llena de episodios de brutalidad y de errores trágicos, pero su presencia fue tan sólida que el partido se convirtió en el más grande entre sus hermanos de Europa Occidental.
Y por supuesto que los héroes comunistas de la Guerra Civil fueron reales, sólo que terminaron devorados por la causa. Pongamos el caso de La Pasionaria, que durante la primera mitad de su vida vivió como una verdadera santa del comunismo. Después, la Internacional difundió su mito por todo el mundo y Dolores Ibárruri se convirtió en una política mediocre cuya principal tarea, según Navarra, consistió en no molestar a nadie en Moscú.
La oleada turística absurda del Valle de Arán, la trágica guerrilla urbana de los 40, la misión suicida de Julián Grimau, los infundios contra Francisco Antón, la marginación de Jorge Semprún... La historia del PCE después de la Guerra Civil es la de un padre que devora a sus hijos. Javier Pradera vomitaba de nervios y miedo cuando Santiago Carrillo lo llamaba a una sesión de autocrítica. La progenitora de Ramón Mercader conspiraba para que su hijo no saliese de la guandoca porque sabía que sus compañeros de partido lo asesinarían cuando volviese a la calle.
Y eso explica la frustración de los años 70. En contra de la imagen que dice que el PCE ganó la lucha contra el franquismo pero perdió la democracia, la realidad que narra Andreu Navarra es que su derrota estaba escrita desde 1962, desde que Carrillo se impuso a los líderes del interior y empezó el goteo de escisiones. El discurso del PCE ya nunca volvió a sintonizar con el de España. «Fíjese en Julio Anguita: fue un gran político, cambió Córdoba para bien y, si leemos hoy sus textos, está claro que tienen muchísima altura. Pero la gente no le votaba. ¿Por qué? Porque resultaba antipático».
Si acaso el PCE ha podido volver a sintonizar con España alguna vez ha sido en la década y media del descontento que ha seguido a la crisis de 2008. España tiene hoy una vicepresidenta que viene del PCE, Yolanda Díaz, aunque su política sea la de una socialdemócrata bastante poco revolucionaria. «En el antiguo comunismo se iba a las fábricas y se preguntaba a la gente cómo estaban, cuánto cobraban, cómo les trataban. Eso se ha perdido y ha sido sustituido por toda la serie de discusiones identitarias que ocupan el debate». Lo que sí que ha quedado de la tradición comunista en la política posterior al 15-M es la tendencia a la purga y al personalismo paranoico. La historia de Podemos parece a veces un remake de la del PCE.
El comunismo en España: la bestia que devoraba a sus hijos
Medio en broma, medio en serio, Andreu Navarra dice que su historia del comunismo en España tiene la particularidad de que está escrita por alguien que no fue nunca comunista,...
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