La otra literatura (olvidada)
La otra literatura (olvidada) | Cultura | EL MUNDO
En la tras*ición fue necesario establecer distancia con aquella literatura
"El olvido que sufrieron no fue injusto, sino completamente natural", afirma Jordi Gracia
ANTONIO LUCAS
Actualizado 27/11/201512:08
Un día de 1979, Ernesto Giménez Caballero (catalizador de vanguardias en la revista La Gaceta Literaria y fallido D'Anunnzio del fascismo español) arrojó esta frase con alma de tamborrada en una entrevista que publicó El País: «El fascismo es un liberalismo desesperado». A su modo acertó. Para eso había sido el primero en sintetizar la fórmula de ese movimiento en España como otros abreviaron en siglas la verdad del ácido lisérgico. Fascismo y falangismo (que no son exactamente lo mismo, pero andan muy cerca) se condensaron en algo que resultó ser un franquismo de obispo, picatoste, imperio y guanol, cuplés de Celia Gámez, pistola siempre al cinto, brasero de ***** y las tardes en Riscal. Alrededor orbitó un grupo de escritores (militantes unos, simpatizantes otros) que definieron un estilo, el ejercicio de una camaradería intelectual y de una definida imagen pública, convencidos de ser una almena literaria en la muralla de la nueva España.
Algunos dejaron huella en calles con su nombre, otros en estelas, alguno en estatua y otros tantos en libros que merecen más lectura. Pero a la mayoría ni se les lee, ni se les recuerda demasiado y muy probablemente, al menos en Madrid, podrían perder las calles que les asestaron. «Me parece una iniciativa demencial», sostiene Andrés Trapiello, que hizo de su ensayo Las armas y las letras un volumen necesario para entender esta tradición de los escritores españoles del lado de la dictadura. «Que quiten las calles de los generales es lógico y tendría que haberse hecho antes. ¿Pero quiénes son los representantes del Ayuntamiento de Madrid para expedir certificados de buena conducta literaria? ¿Y por qué otros nombres serán sustituidas esas calles? Esto me recuerda a una viñeta de El Roto, que decía: 'Cambian los nombres de las calles, pero los baches siguen ahí'».
Dionisio Ridruejo, José Antonio Gimenez Arnay, Velez y Rivera de la Portilla.
En la antesala de la Guerra Civil, con José Antonio Primo de Rivera de jefe indiscutido y primer estandarte, un grupo de escritores hizo camino al andar clamando y explicando las cosas del fascismo, sus falsas bondades, su meta infinita. Algunos fueron notables escritores. Algunos se quitaron poco a poco del veneno, según avanzó el tiempo de Franco. Y los menos renegaron. El libro que quizá mejor sintetizó el «pensamiento fascista» que caló en el ánimo de cierta juventud de los años 30 fue Vida de Sócrates, de Antonio Tovar (presente en el encuentro entre Franco y Hitler en Hendaya y traductor entre Serrano Súñer y Mussolini en Italia).
Pronto se hicieron un himno. El Cara al sol salió de la iluminación de algunos de estos escritores. La noche del 3 de diciembre de 1935 salieron las estrofas. Fue en la cueva del restaurante vasco Or-Kom-Pom. Primo de Rivera presidió aquel momento (las tertulias solían hacerse también en el bar La Ballena Alegre) y participaron en la aventura José María Alfaro, Foxá, Ridruejo, Sánchez Mazas y Miquelarena. La música fue cosa de Juan Tellería. Falange tenía ya letra, canto y su escuadra oficial de poetas. Pero había más.
¿Quiénes eran? Rafael Sánchez Mazas (el precursor del «¡Arriba España!»), Dionisio Ridruejo, Álvaro Cunqueiro, Agustín de Foxá, Ernesto Giménez Caballero, Rafael García Serrano, Eugenio d'Ors, Gonzalo Torrente Ballester, Leopoldo Panero, Luis Rosales, Luis Felipe Vivanco, Eugenio Montes, José María Pemán (el escritor más popular de aquel momento)... Y también algunos satélites más o menos convencidos: Julio Camba, Josep Pla, Camilo José Cela... Autores muy dispares, pero en esos años de la Guerra Civil y los primeros años de dictadura, con un sentir común. Unos con más rabia que claridad. Otros con más inercia que emoción.
El escritor Gonzalo Torrente Ballester. EFE
«No podemos hablar de escuela literaria porque el fascismo es una experiencia vital y la literatura de todos ellos (de un modo u otro) fue el reflejo de esa misma experiencia», sostiene José-Carlos Mainer, catedrático emérito de la Universidad de Zaragoza e historiador de la literatura, autor de un libro imprescindible para comprender lo que fue y lo que significó aquel momento de las letras, Falange y literatura, que tuvo una valiente primera edición en 1971.
Hubo convencidos furibundos, leales de baja intensidad, cercanos sin compromiso, aprovechados de la estela del franquismo y renegados. Todos hicieron sus loas y aspavientos. Sus genuflexiones vergonzantes. Sus villancicos de saldo. Pero también sus buenas páginas duraderas. «El valor, la irreflexión y la violencia son gérmenes de lo grande», así se expresaba Luys Santa Marina. Algunos levantaron unas obras firmes, sin tanta especia propagandística, más conscientes de lo que es literatura en cualquier caso. «García Serrano no escapó nunca del franquismo; Montes sesteó tranquilamente instalado; Sánchez Mazas ni olvidó ni perdonó (y actuó hasta el final como ideólogo); igual que Giménez Caballero siguió haciendo cabriolas pero siempre dentro del Régimen; y a Luis Rosales le fue costando cada vez más mirarse en el espejo, porque Vivanco se había ido en silencio y discretamente; y Torrente necesitó mucho, mucho tiempo para ir saliendo», apunta el profesor Jordi Gracia, autor de La vida rescatada de Dionisio Ridruejo.
Estos escritores ya tenían sitio y fe en lo suyo cuando los nacionales asesinaron en Granada a Federico García Lorca (1936), cuando los falangistas quisieron disparar contra Miguel de Unamuno en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca («venceréis, pero no convenceréis», 1936) o cuando Antonio Machado murió en Colliure (Francia) empujado al exilio (1939). Entonces no dudaron. Ellos sólo respondían a su cruzada de gloria. «Pero no es lo mismo hablar desde la perspectiva de 1939 que desde la de 1950», ataja Andrés Trapiello. «Los escritores de Falange son una minoría en relación con los que optaron por quedarse en España tras la Guerra Civil. Muchos fueron (antes o después) parte de una tercera vía. No eran ni fascistas ni republicanos. Pienso en Ortega y Gasset, Azorín, Baroja, Pérez de Ayala, Pla o Gaziel. Es un error afirmar que la mejor parte de la intelectualidad estaba del lado de la República».
Algunos títulos de los escritores vinculados al fascismo o a Falange trascienden el fanatismo ideológico por vía de una buena prosa, lejos de esos otros textos suyos que hacen que caiga el alma de vergüenza. Entre lo más destacado, en narrativa y poesía, cuentan Yo, inspector de alcantarillas (Giménez Caballero), Madrid, de Corte a checa (Agustín de Foxá), Rosa Krüger (Sánchez Mazas) La fiel infantería y Plaza del Castillo (García Serrano), La casa encendida (Luis Rosales), Escrito a cada instante (Leopoldo Panero), Javier Mariño (Torrente Ballester, la más fascista de las novelas de los años 40), entre otros.
Homenaje a José Antonio en Radio Nacional.
Algunas de sus aportaciones las resume Jordi Gracia: «Primero el cemento de una clase literaria triunfal y después la adivinación tibia, indirecta y hasta tímida de su arrepentimiento y la lenta conquista de su propia madurez, a excepción de precoces como Cela o Foxá, o de un Giménez Caballero (que deja de ser escritor de interés en 1939). La pluralidad de cosas y casos de la literatura fascista española está por contar con distancia, esponjamiento y buena voluntad, pero lo mejor estuvo fuera de las coordenadas políticas o sin tocar esa tecla, como el articulismo de González-Ruano o novelas de acidez controlada como La colmena».
En los años 50 algunos autores excitados fueron relajándose. Y hasta tomando distancia con más o menos brío. Cela fue blanqueando su senda dudosa desde la revista Papeles de Son Armadans y Dionisio Ridruejo emprendió un camino de desafecto a la dictadura que se convertiría en el más solvente, interesante y riguroso de los disidentes del falangismo de primera hora. «Luego estaban los heterodoxos como Foxá», apunta Mainer. «Y otras gentes que, como Pla, no fue fascista aunque colaboró con ellos y a partir de un momento fue haciendo su obra distanciado del franquismo».
El tiempo fue dispersando en España el fascismo, el falangismo y, por fin, la dictadura. A partir de 1978 la mayor parte de estos autores fueron aparcados en los desvanes de la memoria. No queda hoy mucho rastro del núcleo duro: «Pero Cunqueiro sigue siendo excepcional, como lo es Pla y lo es la prosa discursiva y sincopada, enloquecida y fascinante, de Dalí. A todos ellos se les puede leer sin pensar que fueron franquistas ni fascistas, como al Torrente maduro o las prosas más íntimas de un Vivanco o los ensayos de Ridruejo y la mayoría de los libros (buenos) de Cela», apunta Gracia.
¿Hubo alguna huella en la literatura de la tras*ición o posterior? «No, no parece que hubiera. Fue necesario establecer distancia. La literatura de la tras*ición tuvo como cimiento el antifranquismo y todo aquello que el fascismo en España había significado», ataja Mainer. Y Jordi Gracia asiente: «No fue injusto su olvido, sino completamente natural».
Decir que el tiempo todo lo cura es como decir que todo lo traiciona. El eco de los escritores que formaron el géiser principal de la literatura fascista y falangista en España no existe. Lo apuntó con determinación Andrés Trapiello: «Ganaron la guerra, pero perdieron los manuales de literatura». Y a partir de aquí, ya cada cual.