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La delirante búsqueda de la supuesta radiactividad que mata a los inquilinos de la Moncloa - Materia
Se acercaba el mediodía del 7 de noviembre de 1970. El mundo vivía la resaca de las muertes de los cantantes Jimi Hendrix y Janis Joplin y el eco de la victoria del socialista Salvador Allende en las elecciones presidenciales de Chile. A esa hora, en Madrid, técnicos de la Junta de Energía Nuclear iniciaban el trasvase de 700 litros de residuos radiactivos desde un reactor atómico cercano a la Universidad Complutense de Madrid hasta un depósito para tratar los desechos. A las 11:05, decenas de litros se escapaban accidentalmente de las tuberías y alcanzaban las alcantarillas, fugándose de las instalaciones y llegando a las huertas de los ríos Manzanares, Jarama y, finalmente, al Tajo.
La fuga radiactiva, la peor de la historia de España, se mantuvo en secreto por las autoridades franquistas, hasta que el diario El País destapó los detalles en 1994 tras tener acceso a informes confidenciales. Hasta aquí, la realidad. A partir de aquí, comienza lo que parece una hipótesis delirante surgida en la cabeza del informático y físico Alejandro Rivero, investigador de la Universidad de Zaragoza.
En una ocasión, Rivero leyó una entrevista al guionista de la serie televisiva Adolfo Suárez, el presidente, en la que decía: “Es tremendo que todos los personajes que protagonizaron este momento con él, excepto el Rey, han muerto y, en todos excepto uno, [...] la causa fue el cáncer”. A partir de ahí, y de las menciones a tumores en las biografías de personas que habitaron la Moncloa en la década de 1970, se preguntó: ¿Y si el Palacio de la Moncloa se hubiera visto afectado por la fuga radiactiva? ¿Y si el plutonio, el estroncio-90 y el cesio-137 se hubieran quedado bajo la Moncloa tras llegar allí por el alcantarillado desde la cercana Junta de Energía Nuclear franquista? Desde el punto de origen de aquella fuga hasta el Palacio de la Moncloa, sede de la Presidencia del Gobierno desde 1977, hay apenas unos 1.600 metros en línea recta.
Macrobotellón y contadores Geiger
Madrid, puerta del Jardín Botánico de la Complutense. Jueves, 12 de junio, a las 18:00 de la tarde. Un grupo de cuatro hombres y una mujer, ninguno de ellos con formación en física nuclear, se pone en marcha con rudimentarios contadores Geiger, los instrumentos que permiten medir la radiactividad de un lugar. Capitaneados por Rivero, el grupo atraviesa hordas de adolescentes cargados de alcohol que celebran un macrobotellón tras acabar el examen de selectividad. Los de Rivero se dirigen hacia la mismísima Moncloa, la residencia del presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, a una media hora de camino atravesando unos pinares.
La conversación, entre los árboles, se centra en las muertes por cáncer sucedidas en el palacio, que comenzó a tener residentes fijos en 1977: entre ellos el entonces presidente del Gobierno, Adolfo Suárez. Rivero cuenta una docena de casos de tumores entre los habitantes de la Moncloa en aquella época, entre ellos el de Marián Suárez, hija mayor del presidente y fallecida por la metástasis de un tumor de mama a los 41 años de edad; Amparo Illana, esposa de Suárez y afectada por el mismo mal; y Carmen Díez de Rivera, jefa de gabinete del entonces presidente.
La surrealista expedición se asocia a La Cosa Radiactiva, “un proyecto de investigación sobre radiactividad, arte y electrónica”. Uno de sus fundadores, el ingeniero de telecomunicaciones Sergio Galán, con barba hipster, es uno de los miembros del grupo que camina hacia la Moncloa en busca de radiactividad. Lleva en la mano un contador Geiger fabricado con hardware libre y un tubo ruso.
En furgoneta
“Tras Fukushima, surgió un movimiento llamado Safecast para hacer mediciones ciudadanas de la radiactividad. Se hicieron medidores de código abierto”, explica de camino a la Moncloa. De cuando en cuando, la singular pandilla se para en una boca de alcantarilla para medir la radiactividad ambiental. En una de ellas, un contador mide 0,18 microsieverts/hora, lo habitual, mientras que otro contador situado exactamente en el mismo lugar mide 0,36 microsieverts/hora. “Esto es un instrumental que te avisa de si algo está mal, pero no es científico”, reconoce Galán.
«Es muy peligroso coger un equipo y decir que sabes medir»
La Cosa Radiactiva nació en 2012 para convertir los datos de radiactividad ambiental en música y luz, en una especie de acción artística para hacer visible lo invisible. “Sonaba a ruido”, recuerda Galán. A partir de ahí, el asunto se complicó. “Pensamos en no limitarnos a hacer la gracia, sino dedicarnos a medir en zonas radiactivas de Madrid y alrededores y a contarle a la gente que estos contadores existen”, señala el ingeniero. Él y otros colegas, con una ayuda de 4.000 euros a la creación cultural otorgada por la Comunidad de Madrid, alquilaron una furgoneta, compraron un contador Geiger y recorrieron la España nuclear: Andújar (Jaén), sede de una fábrica de uranio operativa hasta 1981, la planta atómica de Almaraz (Cáceres), la central de Valdecaballeros, que nunca se puso en funcionamiento, y las antiguas minas de uranio de La Haba, ambas en Badajoz.
El proyecto de La Cosa Radiactiva se convirtió en “una performance para desmitificar la radiación conociendo sus riesgos, un ejercicio de imaginación sobre cómo sería convivir con la radiactividad y sobre todo una llamada sobre la importancia de que la ciudadanía cuente con herramientas propias para verificar los datos sobre salud que proporcionan los gobiernos”, según su propia definición.
El problema, como advirtió el Gobierno japonés en el caso de Fukushima, es que estos contadores Geiger no ofrecen la fiabilidad que requiere un tema tan serio como la radiactividad. Es lo mismo que critica el químico Javier Quiñones, subdirector general de Seguridad del Centro de Investigaciones Energéticas, Medioambientales y Tecnológicas (Ciemat), como fue rebautizada la Junta de Energía Nuclear en 1986. “Para hacer una medición hay que ser un experto, no es tan sencillo. Y para que sea fiable hay que calibrar los equipos en un laboratorio nacional de medida”, expone.
“No es razonable”
Sobre la hipótesis de que los litros de residuos radiactivos que escaparon de su centro en 1970 acabaran en las alcantarillas del Palacio de la Moncloa, Quiñones es contundente: “Entiendo que no es razonable lo que indican”. El químico es experto en residuos radiactivos de alta actividad. Bajo su dirección se desmanteló el último bosque radiactivo de España: El Montecillo, unos 60 cipreses y pinos situados en una antigua escombrera de la Junta de Energía Nuclear. Bajo sus raíces había cesio-137 y estroncio-90 producto de los residuos de uranio tratados en las instalaciones durante el franquismo.
“En estas excursiones al final no mides mucho, pero te lo pasas bien”, bromea el ingeniero Sergio Galán
Quiñones recuerda que el Consejo de Seguridad Nuclear (CSN) gestiona una red de vigilancia radiológica del medio ambiente con estaciones en todo el territorio nacional, una de ellas cercana al Palacio de la Moncloa. Obviamente, no ha detectado nada. “Es muy peligroso coger un equipo y decir que sabes medir”, sentencia.
El propio grupo no se toma muy en serio a sí mismo. Al llegar alrededor de las 20:00 a la escuela infantil de la Complutense, Pequecampus, cercana a la Moncloa y obviamente desierta a esas horas, Rivero bromea: “Enchufad el Geiger aquí. Parece una escuela de zombis”.
Tras dos horas de paseo sin encontrar nada raro, la expedición llega a su objetivo: la Moncloa. Ante la estupefacta pero respetuosa mirada de los guardias civiles que custodian la sede de la Presidencia del Gobierno de España, el grupo camina por el perímetro alambrado del palacio con sus contadores Geiger. Y tampoco encuentra nada extraño. Rajoy puede respirar tranquilo. “En estas excursiones al final no mides mucho, pero te lo pasas bien”, bromea Galán.
Se acercaba el mediodía del 7 de noviembre de 1970. El mundo vivía la resaca de las muertes de los cantantes Jimi Hendrix y Janis Joplin y el eco de la victoria del socialista Salvador Allende en las elecciones presidenciales de Chile. A esa hora, en Madrid, técnicos de la Junta de Energía Nuclear iniciaban el trasvase de 700 litros de residuos radiactivos desde un reactor atómico cercano a la Universidad Complutense de Madrid hasta un depósito para tratar los desechos. A las 11:05, decenas de litros se escapaban accidentalmente de las tuberías y alcanzaban las alcantarillas, fugándose de las instalaciones y llegando a las huertas de los ríos Manzanares, Jarama y, finalmente, al Tajo.
La fuga radiactiva, la peor de la historia de España, se mantuvo en secreto por las autoridades franquistas, hasta que el diario El País destapó los detalles en 1994 tras tener acceso a informes confidenciales. Hasta aquí, la realidad. A partir de aquí, comienza lo que parece una hipótesis delirante surgida en la cabeza del informático y físico Alejandro Rivero, investigador de la Universidad de Zaragoza.
En una ocasión, Rivero leyó una entrevista al guionista de la serie televisiva Adolfo Suárez, el presidente, en la que decía: “Es tremendo que todos los personajes que protagonizaron este momento con él, excepto el Rey, han muerto y, en todos excepto uno, [...] la causa fue el cáncer”. A partir de ahí, y de las menciones a tumores en las biografías de personas que habitaron la Moncloa en la década de 1970, se preguntó: ¿Y si el Palacio de la Moncloa se hubiera visto afectado por la fuga radiactiva? ¿Y si el plutonio, el estroncio-90 y el cesio-137 se hubieran quedado bajo la Moncloa tras llegar allí por el alcantarillado desde la cercana Junta de Energía Nuclear franquista? Desde el punto de origen de aquella fuga hasta el Palacio de la Moncloa, sede de la Presidencia del Gobierno desde 1977, hay apenas unos 1.600 metros en línea recta.
Macrobotellón y contadores Geiger
Madrid, puerta del Jardín Botánico de la Complutense. Jueves, 12 de junio, a las 18:00 de la tarde. Un grupo de cuatro hombres y una mujer, ninguno de ellos con formación en física nuclear, se pone en marcha con rudimentarios contadores Geiger, los instrumentos que permiten medir la radiactividad de un lugar. Capitaneados por Rivero, el grupo atraviesa hordas de adolescentes cargados de alcohol que celebran un macrobotellón tras acabar el examen de selectividad. Los de Rivero se dirigen hacia la mismísima Moncloa, la residencia del presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, a una media hora de camino atravesando unos pinares.
La conversación, entre los árboles, se centra en las muertes por cáncer sucedidas en el palacio, que comenzó a tener residentes fijos en 1977: entre ellos el entonces presidente del Gobierno, Adolfo Suárez. Rivero cuenta una docena de casos de tumores entre los habitantes de la Moncloa en aquella época, entre ellos el de Marián Suárez, hija mayor del presidente y fallecida por la metástasis de un tumor de mama a los 41 años de edad; Amparo Illana, esposa de Suárez y afectada por el mismo mal; y Carmen Díez de Rivera, jefa de gabinete del entonces presidente.
La surrealista expedición se asocia a La Cosa Radiactiva, “un proyecto de investigación sobre radiactividad, arte y electrónica”. Uno de sus fundadores, el ingeniero de telecomunicaciones Sergio Galán, con barba hipster, es uno de los miembros del grupo que camina hacia la Moncloa en busca de radiactividad. Lleva en la mano un contador Geiger fabricado con hardware libre y un tubo ruso.
En furgoneta
“Tras Fukushima, surgió un movimiento llamado Safecast para hacer mediciones ciudadanas de la radiactividad. Se hicieron medidores de código abierto”, explica de camino a la Moncloa. De cuando en cuando, la singular pandilla se para en una boca de alcantarilla para medir la radiactividad ambiental. En una de ellas, un contador mide 0,18 microsieverts/hora, lo habitual, mientras que otro contador situado exactamente en el mismo lugar mide 0,36 microsieverts/hora. “Esto es un instrumental que te avisa de si algo está mal, pero no es científico”, reconoce Galán.
«Es muy peligroso coger un equipo y decir que sabes medir»
La Cosa Radiactiva nació en 2012 para convertir los datos de radiactividad ambiental en música y luz, en una especie de acción artística para hacer visible lo invisible. “Sonaba a ruido”, recuerda Galán. A partir de ahí, el asunto se complicó. “Pensamos en no limitarnos a hacer la gracia, sino dedicarnos a medir en zonas radiactivas de Madrid y alrededores y a contarle a la gente que estos contadores existen”, señala el ingeniero. Él y otros colegas, con una ayuda de 4.000 euros a la creación cultural otorgada por la Comunidad de Madrid, alquilaron una furgoneta, compraron un contador Geiger y recorrieron la España nuclear: Andújar (Jaén), sede de una fábrica de uranio operativa hasta 1981, la planta atómica de Almaraz (Cáceres), la central de Valdecaballeros, que nunca se puso en funcionamiento, y las antiguas minas de uranio de La Haba, ambas en Badajoz.
El proyecto de La Cosa Radiactiva se convirtió en “una performance para desmitificar la radiación conociendo sus riesgos, un ejercicio de imaginación sobre cómo sería convivir con la radiactividad y sobre todo una llamada sobre la importancia de que la ciudadanía cuente con herramientas propias para verificar los datos sobre salud que proporcionan los gobiernos”, según su propia definición.
El problema, como advirtió el Gobierno japonés en el caso de Fukushima, es que estos contadores Geiger no ofrecen la fiabilidad que requiere un tema tan serio como la radiactividad. Es lo mismo que critica el químico Javier Quiñones, subdirector general de Seguridad del Centro de Investigaciones Energéticas, Medioambientales y Tecnológicas (Ciemat), como fue rebautizada la Junta de Energía Nuclear en 1986. “Para hacer una medición hay que ser un experto, no es tan sencillo. Y para que sea fiable hay que calibrar los equipos en un laboratorio nacional de medida”, expone.
“No es razonable”
Sobre la hipótesis de que los litros de residuos radiactivos que escaparon de su centro en 1970 acabaran en las alcantarillas del Palacio de la Moncloa, Quiñones es contundente: “Entiendo que no es razonable lo que indican”. El químico es experto en residuos radiactivos de alta actividad. Bajo su dirección se desmanteló el último bosque radiactivo de España: El Montecillo, unos 60 cipreses y pinos situados en una antigua escombrera de la Junta de Energía Nuclear. Bajo sus raíces había cesio-137 y estroncio-90 producto de los residuos de uranio tratados en las instalaciones durante el franquismo.
“En estas excursiones al final no mides mucho, pero te lo pasas bien”, bromea el ingeniero Sergio Galán
Quiñones recuerda que el Consejo de Seguridad Nuclear (CSN) gestiona una red de vigilancia radiológica del medio ambiente con estaciones en todo el territorio nacional, una de ellas cercana al Palacio de la Moncloa. Obviamente, no ha detectado nada. “Es muy peligroso coger un equipo y decir que sabes medir”, sentencia.
El propio grupo no se toma muy en serio a sí mismo. Al llegar alrededor de las 20:00 a la escuela infantil de la Complutense, Pequecampus, cercana a la Moncloa y obviamente desierta a esas horas, Rivero bromea: “Enchufad el Geiger aquí. Parece una escuela de zombis”.
Tras dos horas de paseo sin encontrar nada raro, la expedición llega a su objetivo: la Moncloa. Ante la estupefacta pero respetuosa mirada de los guardias civiles que custodian la sede de la Presidencia del Gobierno de España, el grupo camina por el perímetro alambrado del palacio con sus contadores Geiger. Y tampoco encuentra nada extraño. Rajoy puede respirar tranquilo. “En estas excursiones al final no mides mucho, pero te lo pasas bien”, bromea Galán.