otroyomismo
Madmaxista
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La otra cara del pasado: Herejías evolutivas
A estas alturas, y después de largos años de creencia en una teoría (el evolucionismo) que tiene mucho de ideología y más bien poco de ciencia, tengo que admitir que cuanto más me he adentrado en el estudio del origen de ser humano, menos certezas he obtenido. Sé que podría parecer un contrasentido, pero la acumulación de datos y hechos, y el contraste entre la ortodoxia darwinista y los postulados alternativos no me han aportado más luz, sino más duda y confusión. Pero, en fin, no es que desde posiciones disidentes se vean las lagunas y contradicciones, es que ya los propios científicos ortodoxos –defensores a ultranza del evolucionismo como hecho científico indiscutible– están empezando a reconocer que están perdidos en un laberinto de pruebas contradictorias y conjeturas del que no tienen la menor idea de cómo van a salir.
¿Y todo esto por qué? Básicamente porque desde los tiempos de Charles Darwin se ha ido construyendo un complejo edificio teórico fundamentado en una ideología racista, ultraliberal y competitiva, tal y como algunos científicos heterodoxos, como el profesor Máximo Sandín, han señalado oportunamente. Y lo que es más llamativo es que ya desde el siglo XIX se pudo observar que había una evidente falta de pruebas que el propio Darwin achacó al aún insuficiente conocimiento del registro fósil de especies vegetales y animales. Con el tiempo, no obstante, fueron apareciendo algunas pruebas físicas que parecían ratificar la teoría, aunque se seguía sin obtener un registro completo que mostrara la esperada gradualidad o uniformidad de la evolución de las especies a lo largo de millones de años, tal como reconoció un científico tan prestigioso como Stephen Jay Gould hace no muchas décadas.
S. J. Gould
La solución para este problema la sugirió el propio Gould –junto con Niles Eldredge– al plantear la posibilidad de un cierto equilibrio puntuado, según el cual en ciertos momentos, y debido a factores ambientales, las especies experimentarían saltos o discontinuidades bruscas que romperían el ritmo uniforme (o lento) de los cambios. De este modo, la evolución no sería siempre un proceso gradual o regular, sino que a veces se producirían cambios rápidos en poco tiempo sobre poblaciones muy localizadas y de escaso número de individuos, lo que a su vez explicaría la ausencia en el registro fósil de diversas formas tras*icionales entre las especies más arcaicas y las más modernas. Por cierto, que todo esto como planteamiento teórico está muy bien pero no ha habido forma humana de demostrarlo con pruebas fehacientes y se han tenido que violentar los propios fundamentos de la ciencia biológica para hacer que la teoría triunfase sobre la observación de la realidad.
De hecho, según el científico del CSIC Emilio Cervantes:
“Si se mira desde un punto de vista estrictamente científico, experimental, entonces la Teoría de Evolución por Selección Natural de Darwin no es una teoría científica, porque no es demostrable mediante experimentación y no es refutable. [...] La biología es la ciencia experimental poderosa y predominante en nuestro tiempo. Por lo tanto, la biología no puede someterse a las teorías especulativas de la evolución, sino al contrario.”[1]
Pero vayamos al origen del ser humano, siguiendo unos patrones “evolutivos”. Como es obvio para la ciencia actual que los homínidos no surgieron por arte de magia o por la obra de un creador, debe haber una causa natural que marcara el arranque de una línea evolutiva avanzada dentro de los primates y que luego fuera a desembocar al género Homo, cuyo último representante somos nosotros, el Homo sapiens. A este respecto, se han ido proponiendo teorías o escenarios en que podría haber tenido este desarrollo evolutivo, siendo la propuesta más aceptada la del investigador francés Yves Coppens, la llamada East Side Story. Y todo ello dentro de los márgenes de la citada gradualidad o uniformidad, yendo de los especímenes más primitivos a los más modernos, en un largo y lento progreso tanto de los rasgos físicos como de los intelectuales.
No obstante, el resultado de 150 años de estudios y hallazgos paleontológicos no ha sido precisamente una perfecta cadena de seres que van gradualmente desde el personaje hasta el hombre moderno y en la que debía haber sus correspondientes y bien identificados eslabones de tras*ición (incluido el famosísimo “eslabón perdido”). Antes bien, los hallazgos, que han sido escasos y relativamente incompletos, han ofrecido un panorama muy diverso en forma de arbusto, con varias líneas o ramas que los expertos tratan de relacionar y casar para aclarar las continuidades, discontinuidades o vías muertas que llevarían de los homínidos más primitivos hasta nosotros mismos.
El clásico esquema evolutivo humano
Y en este contexto, todo el edificio de la selección natural y la “mejora” de las especies debe funcionar en una escala lineal de tiempo, según la cual lo más arcaico y menos “adaptado” debe ser anterior a lo más moderno y avanzado, y así pues las formas primitivas y deficientes deben desaparecer en beneficio de las especies más capaces para subsistir y reproducirse. Siguiendo este modelo pensamiento, sólo nosotros estamos aquí, en el mundo actual, como representantes máximos de esa línea evolutiva; todos los demás desaparecieron hace muchos miles de años.
Sin embargo, las propias pruebas paleoantropológicas obtenidas durante el siglo XX y principios del XXI nos muestran un escenario más bien confuso, incluyendo datos contradictorios o heréticos, que son aparcados o explicados según el filtro cognitivo del paradigma imperante. De esta manera, se intenta salir airosamente de los apuros a base de suposiciones y de confianza en futuros descubrimientos que acabarán por despejar definitivamente la vía evolutiva humana. Pero pasemos ahora a explorar algunos ejemplos de estas “herejías”.
Como es bien sabido, la ortodoxia evolucionista da por hecho que los antecesores directos del género Homo son los llamados australopitecinos, una familia de homínidos arcaicos que ya tendría las primeras características “humanas”[2] y que sólo se ha localizado en África, con una datación de unos pocos millones de años. A grandes rasgos se dividen en gráciles y robustos, aunque los paleontólogos no tienen demasiado claro qué línea concreta fue la que condujo al género Homo. E incluso, yendo un poco más allá, ya se habla de pre-australopitecinos, los que habrían estado antes que los primeros australopitecos, también en África por supuesto. Pues bien, en 2002 se halló en el Chad un cráneo bastante completo de un pequeño homínido, y se dató en 6-7 millones años. Este nuevo homínido, un supuesto pre-australopitecino que fue denominado científicamente Sahelantropus chadensis, mostraba unas características muy especiales, con una combinación de rasgos claramente simiescos con otros bastante similares a los humanos.
Sahelantropus chadensis
En primer lugar, lo más simiesco era el propio tamaño y forma del cráneo, pequeño y alargado, el rostro prognato y los arcos supraciliares muy marcados. Pero. por otro lado, sus pequeños caninos eran similares a los humanos, así como la posición del foramen mágnum (enlace del cráneo con la columna vertebral), situado más hacia el centro del cráneo en vez de la parte trasera, rasgo típico de los personajes. En cuanto a su posible bipedalismo, los expertos no se ponían de acuerdo y más bien lo dejaban en entredicho. No obstante, sumando todos sus rasgos, se consideró que el Sahelantropus podría haber sido antecesor de los humanos y que también podría tener relación con los modernos chimpancés y gorilas.
Llegados a este punto, cabe destacar que el fuerte arco supraciliar es muy típico del Homo erectus (y también de los neandertales)[3], pero aquí saltan las alarmas, pues la amplia familia de los australopitecinos –datada entre 4,5 y 1 millón de años aproximadamente– carece de esta característica... con lo cual aparece en escena la terrible sospecha de que todos nuestros queridos australopitecos no sean precursores directos del ser humano, echando por tierra los cimientos del discurso aceptado sobre la evolución humana[4]. Ahí es nada.
Huella de Laetoli
Puestos a plantear más dudas sobre los australopitecinos, cabe mencionar las muy conocidas pisadas o huellas de Laetoli (Tanzania)[5], localizadas en 1979 y que también se atribuyeron a un grupo de australopitecos, por la sencilla razón de que –dada la datación geológica de unos 3,7 millones de años– no había más homínidos supuestamente bípedos sobre el planeta que los australopitecos. Sin embargo, la propia descubridora, Mary Leakey (esposa de Louis), reconoció que dichas huellas eran prácticamente indistinguibles de las del humano moderno. El grave problema, que aún persiste, es que disponemos de huesos de pie de australopiteco –bastante más simiesco que humano– y de algunas de sus pisadas, y no coinciden con lo que se puede ver en Laetoli. Luego, o bien estamos quizá ante un homínido desconocido (pariente o no de los australopitecinos) o bien se trata de pisadas de un Homo, en una época aparentemente “imposible”[6].
Y sin salir de África, tenemos otro ejemplar descubierto por el equipo de Louis Leakey que generó gran controversia en su momento y que a día de hoy sigue aparcado en un cierto limbo científico, pues los expertos no han sabido clasificarlo o relacionarlo con otros homínidos anteriores o posteriores. Me estoy refiriendo al llamado cráneo “ER 1470” hallado en Kenya en 1972, y que luego fue bautizado con el nombre técnico de Homo rudolfensis. En un principio se le dató en unos 3 millones de años y se le concedió una capacidad craneal de nada menos que 700 cm3.
Homo rudolfensis
Realmente, este hallazgo supuso un dolor de cabeza para los expertos porque dadas sus características físicas parecía de la familia del Homo habilis pero tenía características distintas, con un aspecto más “humano”, lo que podría hacerle candidato a ancestro directo del hombre moderno, aunque algunos expertos se salieron por la tangente y lo clasificaron como un australopiteco más grácil (y recordemos que las cronologías ejercen de potente prejuicio a la hora de clasificar los hallazgos). Pero la polémica persistía y no era poca cosa, pues este cráneo era notablemente más grande y más antiguo que el del habilis (datado entre 2,5 y 1,4 millones de años). Sin embargo, las aguas volvieron a su cauce cuando pocos años después el H. rudolfensis fue redatado en 1,9 millones de años y se rebajó su capacidad craneal a unos 500 cm3, lo cual encajaba mucho mejor en una escala evolutiva Asimismo, hubo cierta discusión por la manera en que se reconstruyó el cráneo, para darle un aspecto más simiesco. De hecho, no pocos especialistas lamentan que las reconstrucciones de antiguos homínidos (a veces de cuerpo entero) están teñidas de sesgos y prejuicios para hacerlas más “simiescas” o “humanas” según lo que le interese demostrar al investigador.
Después tenemos otro conjunto de herejías que ya he citado ampliamente en este blog, y que se refiere a los restos de homínidos en el continente americano. Allí, la ortodoxia académica sigue sin moverse de su horizonte Clovis (o pre-Clovis), que asegura que los humanos (se entiende el Homo sapiens) no se establecieron en el continente americano antes de 25.000 a. C. como fecha máxima[7]. No obstante, desde hace décadas se viene acumulando una irrefutable evidencia en forma de pruebas arqueológicas de una presencia humana en América que se puede remontar en algunos casos a cientos de miles de años, sin que quede claro si esa presencia pudiera incluir homínidos más arcaicos, como el propio Homo erectus. Así, la lista de yacimientos polémicos desde Alaska a la Patagonia se ha ido ampliando desde hace al menos medio siglo: Monte Verde (Chile) con 33.000 años; Sheguiandah (Canadá), entre 65.000 y 125.000 años; Texas Street (EE UU), entre 80.000 y 90.000 años; Calico (EE UU), unos 200.000 años; Toca da Esperança (Brasil), entre 200.000 y 290.000 años; y Hueyatlaco (México), entre 250.000 y 400.000 años.
Finalmente, cabría citar otro aspecto que resulta especialmente herético y molesto, que no es otro que la aparición de homínidos supuestamente muy arcaicos en épocas recientes. Este hecho resulta particularmente embarazoso porque violenta el principio de que las especies más antiguas acaban por desaparecer y son sustituidas por especies más modernas, más capaces y mejor adaptadas, esto es, más “evolucionadas”. Y lo que es peor, tales especies se superponen unas con otras durante largos periodos de tiempo sin que haya “sustitución”, aparte de no mostrar apenas ningún signo de cambio anatómico a lo largo de cientos de miles o millones de años de existencia. Por ejemplo, el Homo erectus (datado entre 2 y 0,3 millones de años) cada vez tiene una mayor extensión cronológica, sobre todo hacia adelante, pues se le suponía extinguido hace 300.000 años pero se han identificado restos de erectus en Java de hace 50.000 años y otros de apenas unos 6.000 años, si bien estos últimos han sido rechazados por gran parte del estamento académico.
Hombre de la cueva del ciervo
Pero, para desconcierto de muchos, las “rarezas” siguen apareciendo en el registro arqueológico, como el llamado Hombre de la cueva del ciervo rojo, un homínido hallado en 1989 en China[8]. Se trataba de un homínido de aspecto tosco o arcaico, con marcados rasgos físicos atribuibles al Homo erectus o incluso al Homo habilis, como por ejemplo su moderado tamaño craneal, su prominente arco supraciliar, su ancha nariz, su fuerte mandíbula sin mentón o sus grandes dientes molares. No obstante, la sorpresa saltó cuando se obtuvieron las dataciones por radiocarbono a partir de unos restos de carbón, que arrojaron unas fechas extremadamente modernas, entre 14.500 y 11.500 años de antigüedad. Por supuesto, el hallazgo de estos peculiares restos humanos provocó el consiguiente debate evolutivo, en el cual se propusieron soluciones para todos los gustos: desde que era una nueva especie –tal vez procedente de África– que se debía clasificar a que era el resultado de la hibridación de humanos modernos y denisovianos[9], pasando por un escenario de supervivencia de una población marginal de homínidos primitivos.
Imagen de Azzo Bassou
A todo esto, la ortodoxia científica no quiere saber nada de posibles homínidos arcaicos (¿parientes nuestros?) todavía vivos en la actualidad, como los legendarios yeti, bigfoot, almas, etc. que según varios investigadores alternativos –y algún académico disidente– son especímenes bien reales que comparten determinados rasgos plenamente humanos con otros más simiescos. Así, se suelen citar los múltiples informes de huellas y avistamientos, e incluso algún caso de captura de uno de estos seres, como la llamada Zana, una supuesta hembra almas encontrada en Siberia y de aspecto neandertal, que vivió en el siglo XIX. Pero aún hay más, pues se tiene constancia –con testimonios y pruebas fotográficas– de la existencia en los años 30 del siglo pasado de un ser humano que bien podríamos calificar de neandertaloide, según su marcada fisonomía, si bien su pequeño cráneo se asemejaría más al de un Homo erectus. Era un individuo llamado Azzo Bassou, originario del valle de Dadès (jovenlandia), de aspecto y comportamiento muy primitivos. Y por cierto, la comunidad científica no pareció estar demasiado interesada en este caso.
Sin embargo, el ejemplo arquetípico de las herejías evolutivas es el muy reciente Homo floresiensis (de la isla de Flores, en Indonesia), descubierto en 2003 en la cueva de Liang Bua. Se trata de una especie de humano anatómicamente moderno en muchos aspectos pero de talla muy reducida –alrededor de 1 metro– por lo cual recibió el apodo de “hobbit”. En cuanto a su cronología, según las pruebas radiométricas, se estima que vivió entre el 90000 a. C y el 13000 a. C., que resultan ser unas dataciones considerablemente modernas para un homínido tan pequeño y primitivo, y que parece aislado de cualquier relación evolutiva con los homínidos contemporáneos o inmediatamente anteriores.
En un principio se barajó la hipótesis de que fuera una comunidad aislada de sapiens (o incluso erectus) afectada por la enfermedad del enanismo, aunque era muy forzado imaginar un proceso de fuerte enanismo a partir de homínidos de talla y peso muy superiores. Así pues, se acabó por imponer la visión de que estamos ante una nueva –y desconcertante– especie, que a pesar de mostrar algunos rasgos arcaicos no sería muy distinta de los humanos modernos. Con todo, esta especie de “pigmeo” destaca por tener un cráneo muy pequeño (alrededor de 400 cc.), con una capacidad semejante a la de los australopitecos o incluso a los actuales chimpancés.
Cráneo de un Homo floresiensis
No obstante, según las pruebas arqueológicas, los hobbits eran capaces de realizar herramientas líticas de una factura y calidad similar a las realizadas por los neandertales y los sapiens. De hecho, según se pudo observar al estudiar su endocráneo, la estructura del cerebro del floresiensis sería bastante semejante a la de los humanos modernos, con un lóbulo frontal y unos temporales muy desarrollados, que son zonas asociadas al lenguaje y a las habilidades racionales. Pero, claro, dada la escasa estatura y ciertos rasgos arcaicos del floresiensis, los especialistas trataron de buscarle unos ancestros evolutivos adecuados, descartando lógicamente al sapiens. Así pues, propusieron en primer lugar al Homo erectus por ser la especie que cronológica y geográficamente podría casar como antecesor directo, aunque en contra de esta teoría cabe decir que a día de hoy no hay pruebas físicas de su presencia en la isla y su semejanza es bastante discutible.
Cráneo de un australopiteco
De este modo, surgieron otros candidatos más afines en términos de fisonomía como el conocido Homo habilis o bien algún tipo de nuestros socorridos australopitecinos, e incluso una especie recientemente identificada con el nombre de Homo georgicus[10]. Con todo, dichas propuestas tenían el grave inconveniente de plantear que estos homínidos tan primitivos habrían recorrido enormes distancias desde la lejana África o desde Asia y habrían perdurado mucho más de lo aceptado, pues ninguno de estos aspirantes seguía vivo hace un millón de años (según la ortodoxia). Y luego no faltaron los que –en un acto de humildad científica– reconocieron que el ancestro del pequeño hobbit tal vez sería una especie diferente y aún desconocida.
Y para acabar de rematar las incógnitas, en Mata Menge (otra cueva de Flores) se encontraron unos utensilios líticos –no muy distintos de los realizados por el hobbit– con una increíble antigüedad de 840.000 años, pero sin ningún resto óseo humano, aunque a falta de más datos dichos artefactos se atribuyeron –nuevamente por prejuicio cronológico– a los erectus. Pero esto obliga a suponer que los erectus ya estaban allí en tan remota fecha y que además habrían tenido que navegar para alcanzar la isla, pues Flores, a diferencia de otras islas de Indonesia, no estaba conectada a la masa continental asiática en esa remota era. O sea, si la datación es correcta[11], nadie sabe qué homínido estaba allí por aquella época y sobre todo cómo pudo llegar, pues la población humana de las islas del Pacífico se remonta a unas decenas de miles de años, pero no a cientos de miles.
De momento, nadie sabe con certeza de dónde salió el Homo floresiensis, por qué sólo lo encontramos ahí, o cómo acabó por extinguirse, sabiendo que convivió bastantes miles de años con el Homo sapiens. Entretanto, la ortodoxia evolucionista sigue rompiéndose la cabeza para hacer encajar las múltiples pruebas en su brillante e indiscutible teoría
Me encanta este blog
A estas alturas, y después de largos años de creencia en una teoría (el evolucionismo) que tiene mucho de ideología y más bien poco de ciencia, tengo que admitir que cuanto más me he adentrado en el estudio del origen de ser humano, menos certezas he obtenido. Sé que podría parecer un contrasentido, pero la acumulación de datos y hechos, y el contraste entre la ortodoxia darwinista y los postulados alternativos no me han aportado más luz, sino más duda y confusión. Pero, en fin, no es que desde posiciones disidentes se vean las lagunas y contradicciones, es que ya los propios científicos ortodoxos –defensores a ultranza del evolucionismo como hecho científico indiscutible– están empezando a reconocer que están perdidos en un laberinto de pruebas contradictorias y conjeturas del que no tienen la menor idea de cómo van a salir.
¿Y todo esto por qué? Básicamente porque desde los tiempos de Charles Darwin se ha ido construyendo un complejo edificio teórico fundamentado en una ideología racista, ultraliberal y competitiva, tal y como algunos científicos heterodoxos, como el profesor Máximo Sandín, han señalado oportunamente. Y lo que es más llamativo es que ya desde el siglo XIX se pudo observar que había una evidente falta de pruebas que el propio Darwin achacó al aún insuficiente conocimiento del registro fósil de especies vegetales y animales. Con el tiempo, no obstante, fueron apareciendo algunas pruebas físicas que parecían ratificar la teoría, aunque se seguía sin obtener un registro completo que mostrara la esperada gradualidad o uniformidad de la evolución de las especies a lo largo de millones de años, tal como reconoció un científico tan prestigioso como Stephen Jay Gould hace no muchas décadas.
S. J. Gould
La solución para este problema la sugirió el propio Gould –junto con Niles Eldredge– al plantear la posibilidad de un cierto equilibrio puntuado, según el cual en ciertos momentos, y debido a factores ambientales, las especies experimentarían saltos o discontinuidades bruscas que romperían el ritmo uniforme (o lento) de los cambios. De este modo, la evolución no sería siempre un proceso gradual o regular, sino que a veces se producirían cambios rápidos en poco tiempo sobre poblaciones muy localizadas y de escaso número de individuos, lo que a su vez explicaría la ausencia en el registro fósil de diversas formas tras*icionales entre las especies más arcaicas y las más modernas. Por cierto, que todo esto como planteamiento teórico está muy bien pero no ha habido forma humana de demostrarlo con pruebas fehacientes y se han tenido que violentar los propios fundamentos de la ciencia biológica para hacer que la teoría triunfase sobre la observación de la realidad.
De hecho, según el científico del CSIC Emilio Cervantes:
“Si se mira desde un punto de vista estrictamente científico, experimental, entonces la Teoría de Evolución por Selección Natural de Darwin no es una teoría científica, porque no es demostrable mediante experimentación y no es refutable. [...] La biología es la ciencia experimental poderosa y predominante en nuestro tiempo. Por lo tanto, la biología no puede someterse a las teorías especulativas de la evolución, sino al contrario.”[1]
Pero vayamos al origen del ser humano, siguiendo unos patrones “evolutivos”. Como es obvio para la ciencia actual que los homínidos no surgieron por arte de magia o por la obra de un creador, debe haber una causa natural que marcara el arranque de una línea evolutiva avanzada dentro de los primates y que luego fuera a desembocar al género Homo, cuyo último representante somos nosotros, el Homo sapiens. A este respecto, se han ido proponiendo teorías o escenarios en que podría haber tenido este desarrollo evolutivo, siendo la propuesta más aceptada la del investigador francés Yves Coppens, la llamada East Side Story. Y todo ello dentro de los márgenes de la citada gradualidad o uniformidad, yendo de los especímenes más primitivos a los más modernos, en un largo y lento progreso tanto de los rasgos físicos como de los intelectuales.
No obstante, el resultado de 150 años de estudios y hallazgos paleontológicos no ha sido precisamente una perfecta cadena de seres que van gradualmente desde el personaje hasta el hombre moderno y en la que debía haber sus correspondientes y bien identificados eslabones de tras*ición (incluido el famosísimo “eslabón perdido”). Antes bien, los hallazgos, que han sido escasos y relativamente incompletos, han ofrecido un panorama muy diverso en forma de arbusto, con varias líneas o ramas que los expertos tratan de relacionar y casar para aclarar las continuidades, discontinuidades o vías muertas que llevarían de los homínidos más primitivos hasta nosotros mismos.
El clásico esquema evolutivo humano
Y en este contexto, todo el edificio de la selección natural y la “mejora” de las especies debe funcionar en una escala lineal de tiempo, según la cual lo más arcaico y menos “adaptado” debe ser anterior a lo más moderno y avanzado, y así pues las formas primitivas y deficientes deben desaparecer en beneficio de las especies más capaces para subsistir y reproducirse. Siguiendo este modelo pensamiento, sólo nosotros estamos aquí, en el mundo actual, como representantes máximos de esa línea evolutiva; todos los demás desaparecieron hace muchos miles de años.
Sin embargo, las propias pruebas paleoantropológicas obtenidas durante el siglo XX y principios del XXI nos muestran un escenario más bien confuso, incluyendo datos contradictorios o heréticos, que son aparcados o explicados según el filtro cognitivo del paradigma imperante. De esta manera, se intenta salir airosamente de los apuros a base de suposiciones y de confianza en futuros descubrimientos que acabarán por despejar definitivamente la vía evolutiva humana. Pero pasemos ahora a explorar algunos ejemplos de estas “herejías”.
Como es bien sabido, la ortodoxia evolucionista da por hecho que los antecesores directos del género Homo son los llamados australopitecinos, una familia de homínidos arcaicos que ya tendría las primeras características “humanas”[2] y que sólo se ha localizado en África, con una datación de unos pocos millones de años. A grandes rasgos se dividen en gráciles y robustos, aunque los paleontólogos no tienen demasiado claro qué línea concreta fue la que condujo al género Homo. E incluso, yendo un poco más allá, ya se habla de pre-australopitecinos, los que habrían estado antes que los primeros australopitecos, también en África por supuesto. Pues bien, en 2002 se halló en el Chad un cráneo bastante completo de un pequeño homínido, y se dató en 6-7 millones años. Este nuevo homínido, un supuesto pre-australopitecino que fue denominado científicamente Sahelantropus chadensis, mostraba unas características muy especiales, con una combinación de rasgos claramente simiescos con otros bastante similares a los humanos.
Sahelantropus chadensis
En primer lugar, lo más simiesco era el propio tamaño y forma del cráneo, pequeño y alargado, el rostro prognato y los arcos supraciliares muy marcados. Pero. por otro lado, sus pequeños caninos eran similares a los humanos, así como la posición del foramen mágnum (enlace del cráneo con la columna vertebral), situado más hacia el centro del cráneo en vez de la parte trasera, rasgo típico de los personajes. En cuanto a su posible bipedalismo, los expertos no se ponían de acuerdo y más bien lo dejaban en entredicho. No obstante, sumando todos sus rasgos, se consideró que el Sahelantropus podría haber sido antecesor de los humanos y que también podría tener relación con los modernos chimpancés y gorilas.
Llegados a este punto, cabe destacar que el fuerte arco supraciliar es muy típico del Homo erectus (y también de los neandertales)[3], pero aquí saltan las alarmas, pues la amplia familia de los australopitecinos –datada entre 4,5 y 1 millón de años aproximadamente– carece de esta característica... con lo cual aparece en escena la terrible sospecha de que todos nuestros queridos australopitecos no sean precursores directos del ser humano, echando por tierra los cimientos del discurso aceptado sobre la evolución humana[4]. Ahí es nada.
Huella de Laetoli
Puestos a plantear más dudas sobre los australopitecinos, cabe mencionar las muy conocidas pisadas o huellas de Laetoli (Tanzania)[5], localizadas en 1979 y que también se atribuyeron a un grupo de australopitecos, por la sencilla razón de que –dada la datación geológica de unos 3,7 millones de años– no había más homínidos supuestamente bípedos sobre el planeta que los australopitecos. Sin embargo, la propia descubridora, Mary Leakey (esposa de Louis), reconoció que dichas huellas eran prácticamente indistinguibles de las del humano moderno. El grave problema, que aún persiste, es que disponemos de huesos de pie de australopiteco –bastante más simiesco que humano– y de algunas de sus pisadas, y no coinciden con lo que se puede ver en Laetoli. Luego, o bien estamos quizá ante un homínido desconocido (pariente o no de los australopitecinos) o bien se trata de pisadas de un Homo, en una época aparentemente “imposible”[6].
Y sin salir de África, tenemos otro ejemplar descubierto por el equipo de Louis Leakey que generó gran controversia en su momento y que a día de hoy sigue aparcado en un cierto limbo científico, pues los expertos no han sabido clasificarlo o relacionarlo con otros homínidos anteriores o posteriores. Me estoy refiriendo al llamado cráneo “ER 1470” hallado en Kenya en 1972, y que luego fue bautizado con el nombre técnico de Homo rudolfensis. En un principio se le dató en unos 3 millones de años y se le concedió una capacidad craneal de nada menos que 700 cm3.
Homo rudolfensis
Realmente, este hallazgo supuso un dolor de cabeza para los expertos porque dadas sus características físicas parecía de la familia del Homo habilis pero tenía características distintas, con un aspecto más “humano”, lo que podría hacerle candidato a ancestro directo del hombre moderno, aunque algunos expertos se salieron por la tangente y lo clasificaron como un australopiteco más grácil (y recordemos que las cronologías ejercen de potente prejuicio a la hora de clasificar los hallazgos). Pero la polémica persistía y no era poca cosa, pues este cráneo era notablemente más grande y más antiguo que el del habilis (datado entre 2,5 y 1,4 millones de años). Sin embargo, las aguas volvieron a su cauce cuando pocos años después el H. rudolfensis fue redatado en 1,9 millones de años y se rebajó su capacidad craneal a unos 500 cm3, lo cual encajaba mucho mejor en una escala evolutiva Asimismo, hubo cierta discusión por la manera en que se reconstruyó el cráneo, para darle un aspecto más simiesco. De hecho, no pocos especialistas lamentan que las reconstrucciones de antiguos homínidos (a veces de cuerpo entero) están teñidas de sesgos y prejuicios para hacerlas más “simiescas” o “humanas” según lo que le interese demostrar al investigador.
Después tenemos otro conjunto de herejías que ya he citado ampliamente en este blog, y que se refiere a los restos de homínidos en el continente americano. Allí, la ortodoxia académica sigue sin moverse de su horizonte Clovis (o pre-Clovis), que asegura que los humanos (se entiende el Homo sapiens) no se establecieron en el continente americano antes de 25.000 a. C. como fecha máxima[7]. No obstante, desde hace décadas se viene acumulando una irrefutable evidencia en forma de pruebas arqueológicas de una presencia humana en América que se puede remontar en algunos casos a cientos de miles de años, sin que quede claro si esa presencia pudiera incluir homínidos más arcaicos, como el propio Homo erectus. Así, la lista de yacimientos polémicos desde Alaska a la Patagonia se ha ido ampliando desde hace al menos medio siglo: Monte Verde (Chile) con 33.000 años; Sheguiandah (Canadá), entre 65.000 y 125.000 años; Texas Street (EE UU), entre 80.000 y 90.000 años; Calico (EE UU), unos 200.000 años; Toca da Esperança (Brasil), entre 200.000 y 290.000 años; y Hueyatlaco (México), entre 250.000 y 400.000 años.
Finalmente, cabría citar otro aspecto que resulta especialmente herético y molesto, que no es otro que la aparición de homínidos supuestamente muy arcaicos en épocas recientes. Este hecho resulta particularmente embarazoso porque violenta el principio de que las especies más antiguas acaban por desaparecer y son sustituidas por especies más modernas, más capaces y mejor adaptadas, esto es, más “evolucionadas”. Y lo que es peor, tales especies se superponen unas con otras durante largos periodos de tiempo sin que haya “sustitución”, aparte de no mostrar apenas ningún signo de cambio anatómico a lo largo de cientos de miles o millones de años de existencia. Por ejemplo, el Homo erectus (datado entre 2 y 0,3 millones de años) cada vez tiene una mayor extensión cronológica, sobre todo hacia adelante, pues se le suponía extinguido hace 300.000 años pero se han identificado restos de erectus en Java de hace 50.000 años y otros de apenas unos 6.000 años, si bien estos últimos han sido rechazados por gran parte del estamento académico.
Hombre de la cueva del ciervo
Pero, para desconcierto de muchos, las “rarezas” siguen apareciendo en el registro arqueológico, como el llamado Hombre de la cueva del ciervo rojo, un homínido hallado en 1989 en China[8]. Se trataba de un homínido de aspecto tosco o arcaico, con marcados rasgos físicos atribuibles al Homo erectus o incluso al Homo habilis, como por ejemplo su moderado tamaño craneal, su prominente arco supraciliar, su ancha nariz, su fuerte mandíbula sin mentón o sus grandes dientes molares. No obstante, la sorpresa saltó cuando se obtuvieron las dataciones por radiocarbono a partir de unos restos de carbón, que arrojaron unas fechas extremadamente modernas, entre 14.500 y 11.500 años de antigüedad. Por supuesto, el hallazgo de estos peculiares restos humanos provocó el consiguiente debate evolutivo, en el cual se propusieron soluciones para todos los gustos: desde que era una nueva especie –tal vez procedente de África– que se debía clasificar a que era el resultado de la hibridación de humanos modernos y denisovianos[9], pasando por un escenario de supervivencia de una población marginal de homínidos primitivos.
Imagen de Azzo Bassou
A todo esto, la ortodoxia científica no quiere saber nada de posibles homínidos arcaicos (¿parientes nuestros?) todavía vivos en la actualidad, como los legendarios yeti, bigfoot, almas, etc. que según varios investigadores alternativos –y algún académico disidente– son especímenes bien reales que comparten determinados rasgos plenamente humanos con otros más simiescos. Así, se suelen citar los múltiples informes de huellas y avistamientos, e incluso algún caso de captura de uno de estos seres, como la llamada Zana, una supuesta hembra almas encontrada en Siberia y de aspecto neandertal, que vivió en el siglo XIX. Pero aún hay más, pues se tiene constancia –con testimonios y pruebas fotográficas– de la existencia en los años 30 del siglo pasado de un ser humano que bien podríamos calificar de neandertaloide, según su marcada fisonomía, si bien su pequeño cráneo se asemejaría más al de un Homo erectus. Era un individuo llamado Azzo Bassou, originario del valle de Dadès (jovenlandia), de aspecto y comportamiento muy primitivos. Y por cierto, la comunidad científica no pareció estar demasiado interesada en este caso.
Sin embargo, el ejemplo arquetípico de las herejías evolutivas es el muy reciente Homo floresiensis (de la isla de Flores, en Indonesia), descubierto en 2003 en la cueva de Liang Bua. Se trata de una especie de humano anatómicamente moderno en muchos aspectos pero de talla muy reducida –alrededor de 1 metro– por lo cual recibió el apodo de “hobbit”. En cuanto a su cronología, según las pruebas radiométricas, se estima que vivió entre el 90000 a. C y el 13000 a. C., que resultan ser unas dataciones considerablemente modernas para un homínido tan pequeño y primitivo, y que parece aislado de cualquier relación evolutiva con los homínidos contemporáneos o inmediatamente anteriores.
En un principio se barajó la hipótesis de que fuera una comunidad aislada de sapiens (o incluso erectus) afectada por la enfermedad del enanismo, aunque era muy forzado imaginar un proceso de fuerte enanismo a partir de homínidos de talla y peso muy superiores. Así pues, se acabó por imponer la visión de que estamos ante una nueva –y desconcertante– especie, que a pesar de mostrar algunos rasgos arcaicos no sería muy distinta de los humanos modernos. Con todo, esta especie de “pigmeo” destaca por tener un cráneo muy pequeño (alrededor de 400 cc.), con una capacidad semejante a la de los australopitecos o incluso a los actuales chimpancés.
Cráneo de un Homo floresiensis
No obstante, según las pruebas arqueológicas, los hobbits eran capaces de realizar herramientas líticas de una factura y calidad similar a las realizadas por los neandertales y los sapiens. De hecho, según se pudo observar al estudiar su endocráneo, la estructura del cerebro del floresiensis sería bastante semejante a la de los humanos modernos, con un lóbulo frontal y unos temporales muy desarrollados, que son zonas asociadas al lenguaje y a las habilidades racionales. Pero, claro, dada la escasa estatura y ciertos rasgos arcaicos del floresiensis, los especialistas trataron de buscarle unos ancestros evolutivos adecuados, descartando lógicamente al sapiens. Así pues, propusieron en primer lugar al Homo erectus por ser la especie que cronológica y geográficamente podría casar como antecesor directo, aunque en contra de esta teoría cabe decir que a día de hoy no hay pruebas físicas de su presencia en la isla y su semejanza es bastante discutible.
Cráneo de un australopiteco
De este modo, surgieron otros candidatos más afines en términos de fisonomía como el conocido Homo habilis o bien algún tipo de nuestros socorridos australopitecinos, e incluso una especie recientemente identificada con el nombre de Homo georgicus[10]. Con todo, dichas propuestas tenían el grave inconveniente de plantear que estos homínidos tan primitivos habrían recorrido enormes distancias desde la lejana África o desde Asia y habrían perdurado mucho más de lo aceptado, pues ninguno de estos aspirantes seguía vivo hace un millón de años (según la ortodoxia). Y luego no faltaron los que –en un acto de humildad científica– reconocieron que el ancestro del pequeño hobbit tal vez sería una especie diferente y aún desconocida.
Y para acabar de rematar las incógnitas, en Mata Menge (otra cueva de Flores) se encontraron unos utensilios líticos –no muy distintos de los realizados por el hobbit– con una increíble antigüedad de 840.000 años, pero sin ningún resto óseo humano, aunque a falta de más datos dichos artefactos se atribuyeron –nuevamente por prejuicio cronológico– a los erectus. Pero esto obliga a suponer que los erectus ya estaban allí en tan remota fecha y que además habrían tenido que navegar para alcanzar la isla, pues Flores, a diferencia de otras islas de Indonesia, no estaba conectada a la masa continental asiática en esa remota era. O sea, si la datación es correcta[11], nadie sabe qué homínido estaba allí por aquella época y sobre todo cómo pudo llegar, pues la población humana de las islas del Pacífico se remonta a unas decenas de miles de años, pero no a cientos de miles.
De momento, nadie sabe con certeza de dónde salió el Homo floresiensis, por qué sólo lo encontramos ahí, o cómo acabó por extinguirse, sabiendo que convivió bastantes miles de años con el Homo sapiens. Entretanto, la ortodoxia evolucionista sigue rompiéndose la cabeza para hacer encajar las múltiples pruebas en su brillante e indiscutible teoría
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