lagarduña
Madmaxista
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Comencemos el acercamiento a este "especimen" desde el mismo instante de su reclutamiento.
Para reclutar, el capitán, que era la figura encargada de esta función, desplegaba la bandera en el lugar convenido y alistaba a los voluntarios que acudían por la fama de los tercios, para hacer carrera o fortuna. Estos eran voluntarios,principalmente, campesinos, segundones y nobles hidalgos arruinados; no se admitían menores de 20 años, ancianos, frailes o clérigos, ni a enfermos contagiosos, ya que la condición física era primordial. Los que servían en unidades navales, debían poseer buena dentadura, por una razón poderosa: poder roer el duro bizcocho en las naves.
Su alimentación era de un kilo aproximado de pan o bizcocho, una libra de carne o media de pescado, una pinta de vino, aceite y vinagre. Los soldados no disponían de uniformes específicos, una llamada ropilla (vestidura corta sobre el jubón), unos calzones, dos camisas, un jubón, dos media calzas, un sombrero y un par de botas, armadura, pero debemos decir que cada cual se lo costeaba de su paga, podía vestir como deseara o pudiera. La seguridad de una paga, el saqueo o los posibles ascensos en la jerarquía militar y el posible botín a veces eran motivos de alistamiento, aunque a menudo las pagas se retrasaban.
Respecto al "desahogo sensual" de los soldados, había una ordenanza al respecto:
“Es preferible que no haya hombres casados, pero de permitirse, para evitar mayores inconvenientes, que haya por cada cien soldados ocho mujeres, y que estas sean comunes a todos.”
Existía lo que se conoce como "mujer privada", que era aquella que estaba casada y acompañaba a su marido soldado en sus devenires y marchas, para diferenciarlas de las normales.
También y aunque estaba penado con la fin y normalmente la hoguera (ya que ese delito lo juzgaba la Inquisición) existía la gaysidad y aquellos que practicaban la sodomía se les denominaba "bujarrón", término despectivo que se sigue usando hoy en día, pero si eran valientes en el combate y discretos, generalmente se les toleraba.
La voluntariedad de los soldados de los tercios es discutible. Los tercios eran una salida profesional de por vida, como lo era la Legión en la época romana. Si no tenías oficio ni beneficio, los tercios te ofrecían la oportunidad de vivir bastante bien (en teoría) hasta que encontrases la fin en el campo de batalla. Pocos llegaron a viejos. Además, si pertenecías a la baja hidalguía, tan empobrecida en el siglo XVI, marcharte a los tercios podía dejar cierta sensación de honor en tu casa mientras que aliviaba los gastos familiares, al deshacerse de una boca que alimentar.
Los reclutas recibían un sueldo para equiparse; los equipados recibían un anticipo (socorro) de su primer mes de sueldo, para vestirse. No había centros de instrucción, pues el cargo de adiestrarlos corría a cuenta de los sargentos y cabos, los novatos y los escuderos se formaban sobre la marcha. Repartían a los reclutas entre todas las compañías para que aprendieran de los veteranos y no pusieran en peligro la tropa, por otra parte algo lógico.
No obstante, estas unidades estaban impregnadas de una tradición guerrera ancestral directamente heredada de la reconquista y esta a su vez originada en la saga bélica de las sociedades célticas y de raíz indoeuropea. El acceso al poder y el prestigio se producirá a través de la demostración de la valía y el carisma personal, conforme a un ideal heroico y guerrero.
Solo decir que era normal que un soldado subiera en la escala jerárquica militar llegando incluso a Sargento Mayor que era el penúltimo escalón de la jerarquía. No conozco ningún caso de que un soldado llegara a Maestre, ya que estos eran nombrados por el rey.
Estos sistemas de jefaturas ancestrales, exacerbará una ética agonística y heroica que como veremos, será característica de la tradición guerrera hispana. Generándose entonces un marco en el que “la lealtad sin fisuras y hasta la fin”, se convertirá en escenario de trascendencia personal. Es decir, en un escenario en el que esa entrega de la propia vida, supone una ruptura de nivel con respecto a una existencia puramente mundana, y una apertura del alma a un nivel espiritual superior. A un nivel de merecimiento y adquisición del derecho a una "vida más allá de la mera vida terrenal", que entronca con la tradición cristiana. Es una especie de derecho a lo que llamamos “Inmortalidad”.
Se produce así una formación en torno a los jefes militares de un círculo de fieles seguidores comprometidos en su seguridad personal hasta la fin. Esto círculos funcionarán como “cofradías guerreras” y poseen correlatos en el ámbito mítico con un Rómulo que es el jefe latino de los Lupercos, Odín que es el “mentor” de los Berserk de la tradición escandinava, o Varuna que en la India es jefe de los Ghandarva. Estas agrupaciones son comunes a través de las fuentes clásicas entre latinos, germanos, celtas e hispanos. Lo que no son sino algunos de los pueblos principales de la tradición indoeuropea en Occidente. Esta tradición perdurará y se fundirá con la romana y coexistirá mas tarde con la propia de los godos.
Esto se materializa en lo que llamaremos el “Furor”, la furia. Esto es, la magia guerrera que aterroriza y paraliza al enemigo, otorgando al “iniciado” una ferocidad, empuje y arrojo sobrehumanos. Ferocidad y arrojo propios de una clase especial de guerreros. Los guerreros “consagrados”, verdadera élite de las bandas armadas de la tradición hispana.
Una imagen de lo que estamos señalando la tenemos en la tradición celtíbera de dejar que los cadáveres de los caídos permanezcan al aire libre para que los devoren los buitres. Para estos pueblos estos se convierten en animales sagrados y aves mediadoras que tras*portarán las almas de los guerreros al “Más allá Celestial”. Mundo superior en el que dichos caídos devienen en Héroes.
La vida terrenal se abre así a través del trance guerrero y la “Bella fin” al “cielo sobrenatural”, y los guerreros muertos en batalla ascienden sus almas a las esferas superiores. Esta exaltación de la fin violenta lleva a unir al guerrero a sus armas con lazos que trascienden lo puramente material. Las armas son una prolongación de su identidad y de su alma, y se hacen acompañar con ellas a las piras funerarias, negándose a entregarlas bajo ningún concepto. Para ellos eran símbolo y garante de su libertad y dignidad: “los caballo y las armas les son más queridos que su propia vida” (Trogo Pompeyo). La entrega del arma será entendida de esta manera como la entrega de la propia autoestima, de la propia honra. Renunciando a la espada se renuncia a labrar el propio destino y te conviertes en un esclavo, a decir de los historiadores romanos (Floro): “perder sus armas les era tan inaceptable como que les cortaran las manos”. La vinculación del guerrero con sus armas es así una vinculación radical; existencial, espiritual y ética. Y las armas que acompañan al difunto al más allá desde la pira funeraria, son así destruidas o inutilizadas, asegurándose su vinculación exclusiva y personal con el guerrero que en vida las empuño.
Son así instrumentos propiciadores del estado de “trance guerrero” que manifestado en un valor desmedido y una indiferencia al dolor, encontramos en la imagen del soldado de los tercios, de la misma forma que en la tradición odínica escandinava. Santiago (y cierra España) se asemeja a Odín, dios poeta, músico y guerrero, y sus guerreros consagrados, los berserk, se caracterizan precisamente por estar poseídos por un furor temible y bestial.
En este camino del Héroe, la exaltación de los valores propios de una “tradición guerrera” y el ensalzamiento de la “bella fin” (de la fin en combate) serán categorías esenciales. Produciéndose de este modo la idealización del valor, la disciplina, la lealtad, la jerarquía, la magnanimidad, el desprecio por la propia fin así como un especial concepto de la libertad, entendida ésta, como la superación del miedo a la fin y el apego a la propia vida.
En lo que se nos dice del fin de Retógenes en Numancia: “Retógenes, jefe numantino, rendida ya la ciudad, ordena a sus hombres luchar a fin por parejas frente a una gran hoguera mientras él observa con su espada clavada en el suelo. Los vencedores, tras arrojar los cuerpos de los compañeros muertos al fuego, dirigen sus armas contra ellos mismos y también se arrojan al fuego. Finalmente Retógenes también se clava su propia espada y acto seguido se arroja al fuego con el resto de sus camaradas” (Floro). En lo que se señala sobre comunidades de vida “espartana” en el Duero: “Se dice que algunos de los que habitan junto al río Duero viven como espartanos, ungiéndose dos veces al día con grasa y utilizando saunas de piedras candentes, bañándose en agua fría, y tomando una sola vez al día alimentos puros y sobrios” (Estrabón). O de las referencias a las propias clientelas que siguen a Sertorio: “A Sertorio le seguían decenas de miles de hombres dispuestos a hacer por él este tipo de sacrificio”. Esto es la semilla y germen de la tradición medieval de las órdenes monástico-guerreras de la reconquista y trasladadas a los Tercios.
Los hombres que componían nuestros Tercios eran muy orgullosos y tenían como principio su honor personal y su reputación como soldados. Su obsesión por asuntos de honor y reputación hacía que los soldados españoles tuviesen fama de pendencieros y no eran raros los duelos, pero dado que eran tropas agresivas, disciplinadas y con una enorme confianza en sí mismos, también eran difíciles de manejar en el trato hacia ellos si no se hacía con cuidado.
Los soldados españoles no permitían que se les castigase golpeándoles con las manos o con una vara, de hecho no permitían que sus oficiales les levantaran la mano, al contrario de otros ejércitos, ya que lo consideraban indigno, y preferían recibir el castigo con armas como la espada o la daga, por considerarlo más noble.
Cuando luchaban al lado de otros Tercios compuestos de otras nacionalidades aliadas, era frecuente que los españoles exigiesen, para defender su reputación, los puestos más importantes, peligrosos o decisivos para el combate; como de hecho se les empleaba y no era por que sí y mucho menos por que fueran fanfarrones. Esto nos puede dar una idea de cómo eran esos soldados y esos hombres, más allá del romanticismo heroico: un soldado que sabe que su horizonte es morir y su consuelo es disfrutar de su paga y botín mientras viva... no es buen inquilino ni compañero de partidas en la taberna.
Un ejemplo de su carácter temible, capaz de infundir verdadero terror, eran las llamadas "encamisadas”. Ideadas por el Duque de Alba, estas acciones, más propias de la guerra moderna de comandos, se perpetraban en misiones nocturnas, siempre por sorpresa, contra las posiciones enemigas. Estas tropas irrumpían en los campamentos, sembrando el terror y causando el mayor daño posible, para después gracias a la noche el retirarse. Llevaban una camisa blanca, encima de las corazas, para distinguirse en las noches cerradas de la húmeda Flandes y de aquí el dicho de "encamisados".
En fin, quedan atrás tiempos de gloria y tiempos de ocaso para nuestros Tercios, que grabaron con el filo de sus picas, espadas y el tronar de sus arcabuces la furia española, la bravura de los hombres de Castilla, de León, de Aragón y de tierras Vascongadas, ¡y como no! esos gritos de: ¡Santiago y Cierra España! que aún resuenan por tierras de Europa, de África o América donde los infantes españoles lucharon y quedaron imperecederos ante el paso de los tiempos como los mejores infantes que los campos de batalla han conocido.
Para reclutar, el capitán, que era la figura encargada de esta función, desplegaba la bandera en el lugar convenido y alistaba a los voluntarios que acudían por la fama de los tercios, para hacer carrera o fortuna. Estos eran voluntarios,principalmente, campesinos, segundones y nobles hidalgos arruinados; no se admitían menores de 20 años, ancianos, frailes o clérigos, ni a enfermos contagiosos, ya que la condición física era primordial. Los que servían en unidades navales, debían poseer buena dentadura, por una razón poderosa: poder roer el duro bizcocho en las naves.
Su alimentación era de un kilo aproximado de pan o bizcocho, una libra de carne o media de pescado, una pinta de vino, aceite y vinagre. Los soldados no disponían de uniformes específicos, una llamada ropilla (vestidura corta sobre el jubón), unos calzones, dos camisas, un jubón, dos media calzas, un sombrero y un par de botas, armadura, pero debemos decir que cada cual se lo costeaba de su paga, podía vestir como deseara o pudiera. La seguridad de una paga, el saqueo o los posibles ascensos en la jerarquía militar y el posible botín a veces eran motivos de alistamiento, aunque a menudo las pagas se retrasaban.
Respecto al "desahogo sensual" de los soldados, había una ordenanza al respecto:
“Es preferible que no haya hombres casados, pero de permitirse, para evitar mayores inconvenientes, que haya por cada cien soldados ocho mujeres, y que estas sean comunes a todos.”
Existía lo que se conoce como "mujer privada", que era aquella que estaba casada y acompañaba a su marido soldado en sus devenires y marchas, para diferenciarlas de las normales.
También y aunque estaba penado con la fin y normalmente la hoguera (ya que ese delito lo juzgaba la Inquisición) existía la gaysidad y aquellos que practicaban la sodomía se les denominaba "bujarrón", término despectivo que se sigue usando hoy en día, pero si eran valientes en el combate y discretos, generalmente se les toleraba.
La voluntariedad de los soldados de los tercios es discutible. Los tercios eran una salida profesional de por vida, como lo era la Legión en la época romana. Si no tenías oficio ni beneficio, los tercios te ofrecían la oportunidad de vivir bastante bien (en teoría) hasta que encontrases la fin en el campo de batalla. Pocos llegaron a viejos. Además, si pertenecías a la baja hidalguía, tan empobrecida en el siglo XVI, marcharte a los tercios podía dejar cierta sensación de honor en tu casa mientras que aliviaba los gastos familiares, al deshacerse de una boca que alimentar.
Los reclutas recibían un sueldo para equiparse; los equipados recibían un anticipo (socorro) de su primer mes de sueldo, para vestirse. No había centros de instrucción, pues el cargo de adiestrarlos corría a cuenta de los sargentos y cabos, los novatos y los escuderos se formaban sobre la marcha. Repartían a los reclutas entre todas las compañías para que aprendieran de los veteranos y no pusieran en peligro la tropa, por otra parte algo lógico.
No obstante, estas unidades estaban impregnadas de una tradición guerrera ancestral directamente heredada de la reconquista y esta a su vez originada en la saga bélica de las sociedades célticas y de raíz indoeuropea. El acceso al poder y el prestigio se producirá a través de la demostración de la valía y el carisma personal, conforme a un ideal heroico y guerrero.
Solo decir que era normal que un soldado subiera en la escala jerárquica militar llegando incluso a Sargento Mayor que era el penúltimo escalón de la jerarquía. No conozco ningún caso de que un soldado llegara a Maestre, ya que estos eran nombrados por el rey.
Estos sistemas de jefaturas ancestrales, exacerbará una ética agonística y heroica que como veremos, será característica de la tradición guerrera hispana. Generándose entonces un marco en el que “la lealtad sin fisuras y hasta la fin”, se convertirá en escenario de trascendencia personal. Es decir, en un escenario en el que esa entrega de la propia vida, supone una ruptura de nivel con respecto a una existencia puramente mundana, y una apertura del alma a un nivel espiritual superior. A un nivel de merecimiento y adquisición del derecho a una "vida más allá de la mera vida terrenal", que entronca con la tradición cristiana. Es una especie de derecho a lo que llamamos “Inmortalidad”.
Se produce así una formación en torno a los jefes militares de un círculo de fieles seguidores comprometidos en su seguridad personal hasta la fin. Esto círculos funcionarán como “cofradías guerreras” y poseen correlatos en el ámbito mítico con un Rómulo que es el jefe latino de los Lupercos, Odín que es el “mentor” de los Berserk de la tradición escandinava, o Varuna que en la India es jefe de los Ghandarva. Estas agrupaciones son comunes a través de las fuentes clásicas entre latinos, germanos, celtas e hispanos. Lo que no son sino algunos de los pueblos principales de la tradición indoeuropea en Occidente. Esta tradición perdurará y se fundirá con la romana y coexistirá mas tarde con la propia de los godos.
Esto se materializa en lo que llamaremos el “Furor”, la furia. Esto es, la magia guerrera que aterroriza y paraliza al enemigo, otorgando al “iniciado” una ferocidad, empuje y arrojo sobrehumanos. Ferocidad y arrojo propios de una clase especial de guerreros. Los guerreros “consagrados”, verdadera élite de las bandas armadas de la tradición hispana.
Una imagen de lo que estamos señalando la tenemos en la tradición celtíbera de dejar que los cadáveres de los caídos permanezcan al aire libre para que los devoren los buitres. Para estos pueblos estos se convierten en animales sagrados y aves mediadoras que tras*portarán las almas de los guerreros al “Más allá Celestial”. Mundo superior en el que dichos caídos devienen en Héroes.
La vida terrenal se abre así a través del trance guerrero y la “Bella fin” al “cielo sobrenatural”, y los guerreros muertos en batalla ascienden sus almas a las esferas superiores. Esta exaltación de la fin violenta lleva a unir al guerrero a sus armas con lazos que trascienden lo puramente material. Las armas son una prolongación de su identidad y de su alma, y se hacen acompañar con ellas a las piras funerarias, negándose a entregarlas bajo ningún concepto. Para ellos eran símbolo y garante de su libertad y dignidad: “los caballo y las armas les son más queridos que su propia vida” (Trogo Pompeyo). La entrega del arma será entendida de esta manera como la entrega de la propia autoestima, de la propia honra. Renunciando a la espada se renuncia a labrar el propio destino y te conviertes en un esclavo, a decir de los historiadores romanos (Floro): “perder sus armas les era tan inaceptable como que les cortaran las manos”. La vinculación del guerrero con sus armas es así una vinculación radical; existencial, espiritual y ética. Y las armas que acompañan al difunto al más allá desde la pira funeraria, son así destruidas o inutilizadas, asegurándose su vinculación exclusiva y personal con el guerrero que en vida las empuño.
Son así instrumentos propiciadores del estado de “trance guerrero” que manifestado en un valor desmedido y una indiferencia al dolor, encontramos en la imagen del soldado de los tercios, de la misma forma que en la tradición odínica escandinava. Santiago (y cierra España) se asemeja a Odín, dios poeta, músico y guerrero, y sus guerreros consagrados, los berserk, se caracterizan precisamente por estar poseídos por un furor temible y bestial.
En este camino del Héroe, la exaltación de los valores propios de una “tradición guerrera” y el ensalzamiento de la “bella fin” (de la fin en combate) serán categorías esenciales. Produciéndose de este modo la idealización del valor, la disciplina, la lealtad, la jerarquía, la magnanimidad, el desprecio por la propia fin así como un especial concepto de la libertad, entendida ésta, como la superación del miedo a la fin y el apego a la propia vida.
En lo que se nos dice del fin de Retógenes en Numancia: “Retógenes, jefe numantino, rendida ya la ciudad, ordena a sus hombres luchar a fin por parejas frente a una gran hoguera mientras él observa con su espada clavada en el suelo. Los vencedores, tras arrojar los cuerpos de los compañeros muertos al fuego, dirigen sus armas contra ellos mismos y también se arrojan al fuego. Finalmente Retógenes también se clava su propia espada y acto seguido se arroja al fuego con el resto de sus camaradas” (Floro). En lo que se señala sobre comunidades de vida “espartana” en el Duero: “Se dice que algunos de los que habitan junto al río Duero viven como espartanos, ungiéndose dos veces al día con grasa y utilizando saunas de piedras candentes, bañándose en agua fría, y tomando una sola vez al día alimentos puros y sobrios” (Estrabón). O de las referencias a las propias clientelas que siguen a Sertorio: “A Sertorio le seguían decenas de miles de hombres dispuestos a hacer por él este tipo de sacrificio”. Esto es la semilla y germen de la tradición medieval de las órdenes monástico-guerreras de la reconquista y trasladadas a los Tercios.
Los hombres que componían nuestros Tercios eran muy orgullosos y tenían como principio su honor personal y su reputación como soldados. Su obsesión por asuntos de honor y reputación hacía que los soldados españoles tuviesen fama de pendencieros y no eran raros los duelos, pero dado que eran tropas agresivas, disciplinadas y con una enorme confianza en sí mismos, también eran difíciles de manejar en el trato hacia ellos si no se hacía con cuidado.
Los soldados españoles no permitían que se les castigase golpeándoles con las manos o con una vara, de hecho no permitían que sus oficiales les levantaran la mano, al contrario de otros ejércitos, ya que lo consideraban indigno, y preferían recibir el castigo con armas como la espada o la daga, por considerarlo más noble.
Cuando luchaban al lado de otros Tercios compuestos de otras nacionalidades aliadas, era frecuente que los españoles exigiesen, para defender su reputación, los puestos más importantes, peligrosos o decisivos para el combate; como de hecho se les empleaba y no era por que sí y mucho menos por que fueran fanfarrones. Esto nos puede dar una idea de cómo eran esos soldados y esos hombres, más allá del romanticismo heroico: un soldado que sabe que su horizonte es morir y su consuelo es disfrutar de su paga y botín mientras viva... no es buen inquilino ni compañero de partidas en la taberna.
Un ejemplo de su carácter temible, capaz de infundir verdadero terror, eran las llamadas "encamisadas”. Ideadas por el Duque de Alba, estas acciones, más propias de la guerra moderna de comandos, se perpetraban en misiones nocturnas, siempre por sorpresa, contra las posiciones enemigas. Estas tropas irrumpían en los campamentos, sembrando el terror y causando el mayor daño posible, para después gracias a la noche el retirarse. Llevaban una camisa blanca, encima de las corazas, para distinguirse en las noches cerradas de la húmeda Flandes y de aquí el dicho de "encamisados".
En fin, quedan atrás tiempos de gloria y tiempos de ocaso para nuestros Tercios, que grabaron con el filo de sus picas, espadas y el tronar de sus arcabuces la furia española, la bravura de los hombres de Castilla, de León, de Aragón y de tierras Vascongadas, ¡y como no! esos gritos de: ¡Santiago y Cierra España! que aún resuenan por tierras de Europa, de África o América donde los infantes españoles lucharon y quedaron imperecederos ante el paso de los tiempos como los mejores infantes que los campos de batalla han conocido.
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