Podemos llamar a esto fascismo
Juan R. Gil | 28.02.2015 | 23:48
Los jerarcas podemitas responden a las primeras críticas acosando a quienes se atreven a expresarlas, demostrando que no pretenden regenerar la democracia sino manipularla en su beneficio
Los lectores habituales de este periódico no podrán encontrar hoy en sus páginas de Opinión el artículo que desde hace años publica cada domingo el exconseller socialista, exalcalde de Alicante, exdiputado nacional, exportavoz en las Corts y actual adjunto primero al Síndic de Greuges, Ángel Luna. No es una ausencia voluntaria, sino impuesta. Uno de los políticos más preparados, menos sectarios y que mejor escriben de entre los pocos con los que contamos en esta Comunidad ha tenido que renunciar a expresar libremente sus opiniones –siempre reflexivas y desde hace mucho tiempo ya alejadas de partidismo alguno– porque tuvo la ocurrencia de examinar, en alguno de sus textos, el devenir de Podemos. Los jerarcas de este movimiento, que se han autoerigido en voz del pueblo, no respondieron a los argumentos de Luna con otros; no contrapusieron la visión de Luna, crítica pero respetuosa, con la suya propia, a pesar de que siempre han tenido las puertas de este medio abiertas y, de hecho, las han utilizado cuando ha querido sin cortapisa alguna. Simplemente optaron por promover una denuncia contra él con el fin, volviendo del revés aquel grito que contra la Dictadura lanzó Blas de Otero, de robarle la paz y la palabra.
Este periódico pierde unos análisis que siempre valía la pena tener en cuenta, se coincidiera o no con ellos; los ciudadanos se quedan sin una voz que en todo momento antepuso el pensamiento al enfrentamiento. ¿Para qué? Para que triunfe esa nueva casta, mucho peor que la que ellos denuncian, de la que cada vez forman parte mayor una barahúnda de iluminados, desechos de tienta de todos los partidos y maquiavelos de manual universitario, a los que hay que reconocer que hubo un día en que supieron conquistar el territorio de la ilusión, pero que llegado el momento clave de unas elecciones están demostrando que no son capaces de organizar su propia casa, así que mucho menos pueden gobernar la de los demás; que no les interesa el bien común, sino el beneficio propio de una cúpula conformada al más canónico estilo marcial; que no entienden de democracia, sino de poder puro y duro ejercido manu militari y que creen que los derechos sólo lo son si rinden réditos en ese camino al poder.
Falacia. Los jerarcas podemitas –a los que distingo claramente de todos aquellos que se han acercado a ese movimiento con la esperanza de cambiar las cosas en este país y que no merecen la manipulación a la que unos cuantos quieren someterles–, alegarán ahora que quienes ocupan la Sindicatura de Agravios tienen limitados sus derechos. Es una media verdad, luego es la peor de las mentiras. Tienen un deber de imparcialidad, sí. Pero nada hay en el estatuto de la sindicatura que prohíba a sus miembros expresar sus opiniones, un derecho constitucional que sólo en muy pocos casos, que no es el que nos ocupa, resulta restringido. Es obvio que el Síndic de Greuges –y por extensión sus adjuntos– no puede militar en un partido, ni participar en actos políticos partidistas ni prejuzgar asuntos sobre los que entiendan en razón de su cargo. ¿Pero hablar? ¿Escribir? ¿Hemos decretado el fin del pensamiento? ¿Debemos censurar la capacidad crítica?
Pero la falacia en la actuación de los líderes de Podemos se demuestra sobre todo porque durante meses no les ha importado una higa lo que Luna escribiera o dejara de escribir: sólo cuando ha empezado a referirse a ellos, siquiera tangencialmente, han actuado. Porque los centuriones de este nuevo régimen que quisieran imponernos son, y lo he dicho antes, de una nueva casta: la de los intocables. Tan intocables como han pretendido ser todos los dictadores que en la historia fueron; todos han tenido miedo a la palabra, todos han tratado de poner una mordaza al que habla, al que escribe, al que expone ideas. Ellos, los que han secuestrado Podemos, se licenciaron por lo que se ve en esas enseñanzas.
Porque, además, Luna no es el único objetivo de esta falange en movimiento. Otro colaborador de este periódico, el profesor Francisco Sánchez, director de la Universidad Cardenal Herrera, un hombre situado en el ámbito de la derecha moderada, como Luna lo está en el de la izquierda no radical, pero igual de libre en sus opiniones que él, ha sido objeto esta semana de ataques sin cuento en redes sociales, mensajes a su correo electrónico, a su teléfono... hasta pasar a mayores: algunas personas, que se identificaron como miembros de Podemos, fueron a buscarle hace unos días, en actitud claramente agresiva, a su puesto de trabajo. No dieron con él, pero dejaron explícita la amenaza. ¿Por qué? Porque también se atrevió a hablar de los dirigentes de Podemos.
Engaño. Si pensara que estos escuadrones saben quién es Quevedo copiaría aquí el texto completo que le envió en ocasión similar al Conde Duque de Olivares, aquel que comenzaba con el famoso «No he de callar /por más que con el dedo,/ ya tocando la boca o ya la frente,/ silencio avises o amenaces miedo». Pero me temo que estos camaradas a lo más que se remontan es al primer tercio del pasado siglo, un momento histórico que sí demuestran, al menos con los hechos, conocer bien. Y porque lo cierto, justo es reconocérselo, es que lamentablemente sí han conseguido que al menos uno, Ángel Luna, calle.
Comprendo que sus caudillos se jacten de no ser de derechas ni de izquierdas, se autoproclamen demiurgos y se comporten como si la historia hubiera empezado con ellos: ese es el altar desde el que quieren engañar a los que dicen defender. Asumo también, vistos sus referentes, que ante las críticas respondan con violencia, porque violencia es imponer que alguien no escriba o acosarlo para que no lo haga. Lo asumo pero no dejaré de denunciarlo. Y entiendo perfectamente la jugada de hacer pasar algo heterogéneo, los ciudadanos, por un corpus homogéneo, el pueblo, para luego separarlo de los representantes que el mismo pueblo ha elegido, glorificando a éste y criminalizándolos a ellos, erigirse a continuación en los únicos capaces de saber lo que el pueblo quiere o lo que el pueblo pide y, consolidada la falsa premisa, presentarse como los verdaderamente puros y, en virtud de esa pureza, los únicos capaces de gobernar al pueblo como el pueblo se merece. Lo entiendo porque, aunque sencilla, esa estrategia también está en todos los manuales de los movimientos populistas y totalitarios, manuales que se pueden comprar al peso en cualquier librería de viejo. Y comprendo, cómo no, su nerviosismo cuando les estallan en las narices casos como el del tal Monedero, acusado de escamotear a ese pueblo que tanto dicen defender dinero de los impuestos con los que todos contribuimos a que la convivencia se sostenga; casos que les ponen en evidencia, que demuestran que los miembros de ese generalato no son mejores que nadie, aunque quizá sean más aprovechados que muchos; pero, sobre todo, que son más taimados y prepotentes que ninguno, porque juegan con la ilusión o el hastío justificado de mucha gente de buena fe, no porque realmente quieran cambiar las cosas, sino porque persiguen mejorar su propio estatus.
Entiendo todo eso y, aunque no me da miedo, me preocupa. Porque les tachan de comunistas, pero yo creo que la definición no es correcta. Su planificación, su forma de maniobrar, de torcer voluntades y trampear elecciones internas, sus marchas sobre Madrid, recuerdan mejor las maneras de Mussolini que las de Stalin, por más que ambos resulten igualmente detestables. ¿Que la comparación es dura? Duro sería no poder expresarla. Por suerte, estos no son los años treinta. Pero cuando a las primeras de cambio amenazan a intelectuales o periodistas por lo que piensan o lo que escriben, ¿podemos llamar a esto fascismo? Podemos.