david53
Madmaxista
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Hace tiempo acudí de visita a mi antiguo barrio. Después de unos días de reencuentros con amigos y familiares, decidí tomarme una tarde para pasear por sus calles y rememorar viejos tiempos. En esencia era lo mismo, pero con el peso de los años, que caían a plomo sobre mis recuerdos a cada metro que recorría por las aceras de lo que un día fue mi hogar, aunque sé que nunca dejará de serlo del todo, por muy lejos que esté de él. Es una sensación extraña, ya que he crecido y me he ido haciendo mayor, pero algunos lugares todavía mantienen esa esencia añeja, negándose a desaparecer en el olvido y manteniendo una intensa lucha contra las décadas: la ferretería, el bar de los parroquianos de enfrente del supermercado, la librería donde compraba el material para el colegio y, para mi sorpresa, el cine de toda la vida.
Muchos recovecos tan familiares como mi propia casa, pero entre ellos, también se encontraban locales nuevos; donde antes estaba una pequeña tienda de ropa, que ahora era un kebab, o el establecimiento de las fotocopias baratas, que se había tras*formado en una peluquería. Otros no corrieron la misma suerte, como el videoclub, que ahora el lugar presentaba un aspecto horrible que nunca mereció, con los cristales pintados, incluso algunos rotos. Me asomé a su interior, apoyándome sobre mis manos para poder tener mejor visión, y las ruinas, restos de estanterías que ya no albergaban nada más que polvo y suciedad, alguna caja y papeles por el suelo, dibujaban una escena apocalíptica, muy lejana a los años dorados del alquiler de cintas.
Dejando atrás aquellos recuerdos, continué andando y disfrutando del viento otoñal después de un cálido verano. Caminé, hasta que de pronto, me topé con lo que en su día fue el salón recreativo. Aquí, hice un alto en el camino, y sintiéndome Totó en Cinema Paradiso, no tardaron en llegar los recuerdos y mi memoria fotográfica comenzó a montar imágenes en mi cabeza de ese maravilloso lugar.
De pronto me vi yo mismo, hace casi tres décadas, cuando las luces de neón parpadeaban en las calles, y el sonido inconfundible de las monedas cayendo en las máquinas resonaba en los oídos, las salas recreativas eran el epicentro de la diversión para jóvenes y no tan jóvenes. Era una época en la que los videojuegos no se disfrutaban desde la comodidad de nuestros hogares, sino en locales de perdición especializados en la diversión, en su más amplio sentido de la palabra.
Si bien aquellos días lejanos ahora parecen un eco distante en la memoria, es imposible no sentir nostalgia por esos rincones mágicos. Los chavales se congregaban en estos refugios, ansiosos por gastar sus pesetas y disfrutar de las últimas novedades en el mundo de los videojuegos. ¿Quién podría olvidar los titanes de la época, como el "Comecocos" (Pac-Man), o los piques de "Street Fighter" o "Mortal Kombat"? Cada máquina tenía su propio encanto y su historia que contar.
El ambiente era eléctrico, y la rivalidad estaba presente en todo momento, incluso en alguna ocasión he visto llover alguna leche a más de uno. Las partidas eran una competición feroz, y la destreza en "las maquinitas" era motivo de admiración e idolatría. La música de los juegos, mezclada con los gritos de emoción y frustración de los jugadores, creaba una sinfonía única que solo aquellos que vivieron esa época pueden apreciar plenamente. Eran lugares fascinantes, pero no olvidemos también las paredes con agujeros, las moquetas rotas en el suelo o ese particular olor a sudor que invadía algunas profundas zonas de la sala. Lo dicho, un lugar magnífico.
Los recreativos no eran solo un lugar para jugar, eran un punto de encuentro donde se forjaban amistades duraderas, algo así como las que únicamente se crean en la guandoca. Compartir la emoción de una victoria inesperada o la derrota más amarga, a menudo desembocaba en risas, insultos, botones rotos y conversaciones posteriores. No importaba quién eras o de dónde venías; en ese santuario del entretenimiento, todos éramos iguales.
A medida que los años avanzaban, la tecnología evolucionaba, y las consolas de videojuegos domésticas se volvían más asequibles y accesibles. Los recreativos, sin embargo, empezaron a disminuir en número. La magia de estas estancias se desvaneció lentamente, dejando un vacío en los corazones de aquellos que habían crecido en su interior.
Hoy, es difícil encontrar una auténtica sala recreativa. Pero la nostalgia de esos días perdura, y muchos aún buscan revivir ese espíritu en museos y eventos de videojuegos retro. Aquí, entre los sonidos de las máquinas que alguna vez nos hicieron soñar, recordamos una época en la que la diversión era simple y pura, por el módico precio de 25 pesetas, en el caso del Super Pang o Dynamite Cop, y 100 pesetas, si querías el producto premium del lugar, como el Time Crisis o Point Blank. Son algunos ejemplos, pero es imposible olvidar máquinas como: Tetris, Puzzle Bobble, Metal Slug, El Mundo Perdido o Space Invaders. Años después, con la llegada del Euro, todo se encareció de manera exagerada, lo que puso el primer clavo en su ataúd, aunque lo cierto es que Internet, las videoconsolas domésticas y los tiempos modernos, acabaron de cerrarlo.
Con una sensación entre tristeza y una sonrisa, dejé aquel lugar que tantos recuerdos me evocaba, pensando en aquellos tiempos con mis amigos en cumpleaños, fines de semana y otros porque sí, porque era nuestro lugar. Un sitio al que un día acudimos a jugar por última vez, pero no lo sabíamos.