Cambiando de tercio, dia de difuntos: una tierna historia de amor

hijodeputin

Madmaxista
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Ocho años sin fallarle ni un día a su María en el cementerio de Pontevedra


Manolo, que está a punto de cumplir 92 años, ha perdido casi toda su visión. Pero su capacidad para querer a la que fue su mujer, a la que vio hacerse pequeñita con el alzhéimer, sigue intacta

Se llamaba Eladina García Morgade. Para muchos era Digna. Y su marido, Manolo Méndez, de Pontevedra, le llamaba simplemente María. Esta mujer, pese a que murió en abril del 2014, le sigue dando la vida a su Manolo, que peina 92 años en una cabeza sobre la que llevó gorra desde niño. Lo reconoce él mismo: «De non ser por ela igual estaba metido nunha cama. Pero grazas a María levántome cada día e veño ao cemiterio vela. Teño que vir... que era a miña muller», dice con orgullo. Y así lo hace. Desde que murió su María, hace ya ocho años, Manolo no le falla ni un día en el cementerio. Solo se quedó en casa a cuenta del confinamiento, y le costó la vida hacerlo, tal y como contaba a La Voz en el año 2020.

Es media mañana y, como cada día, Manolo aparece en el cementerio de San Mauro del brazo de su hija Lola. Viene hecho un pincel y camina a un paso que para sí quisiesen otros más jóvenes. Anda rápido aunque prácticamente perdió toda su visión. Dice que de frente no ve nada y, hacia los lados, «algunha que outra sombra». Pero, como él señala, el camino del camposanto de Pontevedra lo conoce de memoria, que para algo lo hace a diario. Antes de que su hija comenzase a acompañarle, él iba solo y, literalmente, «ás apalpadas». Acariciaba primero el muro de la necrópolis para ubicarse hasta que encontraba la puerta y, a partir de ahí, iba identificando las tumbas con las manos hasta que llegaba a la de su María. Frente a ella hace tiempo que tiene una silla plegable. La abre tras darle una caricia a la lápida y toma asiento. A veces le habla a María. Otras solo se queda callado y pensativo. Mientras él reflexiona, su hija Lola saca brillo al suelo. El pasillo de su tumba no tiene ni ápice de la humedad y el musgo que son denominador común en el cementerio. Si se le pregunta, Manolo, con una memoria privilegiada, es un libro abierto.

Nació en el barrio pontevedrés de A Parda seis años antes de que en España asomasen los tiros de la guerra. Era hijo de soltera. Se crio con su progenitora y con sus abuelos y, desde pequeño, trabajó duro. Recuerda que se quedaba embobado mirando a través de la cristalera el trabajo que hacía un zapatero. Hasta que un día el hombre le mandó pasar y comenzó a trabajar allí, primero como ayudante y después ya como experto en el oficio. Entretanto, conoció a su María en un baile en Poio. Apenas llegaban a los veinte años. Pero se enamoraron enseguida y empezaron un noviazgo que, para la época, fue casi eterno. Diez años de novios, nada menos.

Se casaron y «comenzaron a vir estes», dice Manolo con sonrisa mientras señala hacia su hija Lola. Tuvieron nueve hijos y lo que sacaba él como zapatero y Digna cuidando dos vacas y una huerta no daba para alimentar tantas bocas. Así que él tuvo que buscar porvenir en otro lado. Se empleó en una fábrica de puertas y ahí pasó media vida, cortando tablones de la mañana a la noche hasta que una máquina de guillotina decidió jubilarle después de amputarle varios dedos.

A él y a su esposa les tocaba entonces disfrutar de la jubilación. Lo hicieron un tiempo. Pero ella enfermó de alzhéimer y él fue testigo de cómo la enfermedad la hacía pequeñita. Reconoce que fue «moi duro vela así». Manuel, mientras tanto, sufría un problema grave y paulatino que le iba dejando sin visión. En abril del año 2014, ella falleció. Y a él le tocó aprender a vivir en soledad. De hecho, aunque parte del día lo pasa con su hija Lola, sigue residiendo en solitario cuando está a punto de cumplir 92 años, un aniversario al que llegará el día 20 de noviembre.

Desde que su María faltó, Manolo comenzó con sus visitas diarias al cementerio. Lo hace como un ritual. Primero, en casa, se pone guapo. Dice su hija Lola que ella suele prepararle la ropa pero que, si no le parece suficientemente elegante lo que le deja, él se apaña para buscar otra que le convenza. Luego, se agarra a su brazo. Si llueve, usan el coche. Pero, si está buen día, aprovechan para dar un paseo (vive cerca del cementerio de San Mauro) y van andando. Tras su horita sentado junto a María, hace el camino de vuelta, aprovechando para tomar un café antes de regresar a casa, preparar juntos la comida y, a su término, pelearse con Lola para ver quién acierta más respuestas del mítico programa televisivo Saber y ganar. Él no puede ver ya la tele, pero la escucha y se entretiene. Así pasa los días. Dice que de tanto ir al cementerio se va haciendo a la idea «do que vén despois». Pero ni tiene prisa ni deja de tenerla. «Cando toque, tocará», rosma. Luego, se saca la gorra y lanza una gran risotada al aire. Así es Manolo, tranquilo y retranqueiro.
 
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