Yo soy de los que hubiera deseado nacer en esa epoca y ser uno de los hombres de Cortes o Pizarro.Todo un mundo entero por explorar y conquistar.
Ahora pagas impuestos hasta por respirar y en el rincon mas recondito del planeta que puedas encontrar hay un macdonalds o tienen movil.:´(
Yo creo que no.
El día a día de un conquistador español en América
Lejos de toda imagen de romanticismo, la del conquistador español en el Nuevo Mundo se caracterizó por ser una vida dura, difícil y, sobre todo, fugaz. A las inclemencias del tiempo y de la selva, aquellos hombres aguerridos tuvieron que enfrentarse a la enfermedad, los mosquitos, el hambre, la sed, las emboscadas de los indígenas… y a la avaricia de sus propios compañeros.
Desde que el 12 de octubre de 1492 Cristóbal Colón descubriera un nuevo continente, fueron miles los españoles que embarcaron rumbo a las Américas buscando fortuna. Las historias sobre grandes riquezas y ciudades construidas en oro eran demasiado tentadoras como para obviarlas y a su consecución se entregaron vidas y haciendas.
Hoy, aquellas proezas son vistas con un cierto halo de nostalgia y hasta de romanticismo. Y, sin embargo,
si supiésemos cómo era realmente el día a día de un conquistador español, jamás volveríamos a hablar, ni de nostalgia, ni mucho menos de romanticismo.
Todo comenzaba con los preparativos del viaje, que podían muy bien realizarse en España o en suelo americano, ya que durante el siglo XVI bastaba con adentrarse algunos kilómetros selva adentro desde cualquier asentamiento ya establecido, para tener la sensación de estar pisando tierra nunca antes vista.
Para asegurar el buen provecho de la aventura, todo aventurero español debía recibir antes de su partida un permiso de la Corona mencionando sus obligaciones y derechos como conquistador. Ningún monarca deseaba repetir el gran error cometido por los Reyes Católicos, cuando concedieron a Colón valiosísimas prerrogativas que luego se vieron forzados a revocar, en cuanto percibieron la enorme riqueza de las tierras por él descubiertas.
El documento donde se recogían estas obligaciones y derechos recibía el nombre de capitulaciones, mezcla de contrato y de carta de merced. Hasta el año 1542, las capitulaciones solo podían ser autorizadas por el rey, pero con las Leyes Nuevas se dispuso que también las audiencias tuvieran esa potestad y desde 1572 se hizo obligatoria la consulta previa al Consejo de Indias.
Se trataba de un método bastante cómodo de dirigir el modelo conquistador con mínimo riesgo para la Corona, ya que dejaba en manos del particular la tarea de buscar el capital, el material y los hombres, quedando al Estado la única obligación de prometer determinadas concesiones y siempre según los resultados obtenidos por la empresa.
Desde luego, este modelo no fue del agrado de los capitanes, conscientes del tremendo desequilibrio existente entre riesgos y beneficios, pero ello no impidió que hombres como Hernán Cortés, Francisco de Pizarro, Pedro de Valdivia, Diego de Almagro, Alvar Núñez Cabeza de Vaca o Juan Vázquez de Coronado se hicieran al mando de cientos de hombres en busca de su particular El Dorado.
Las expediciones se organizaban siguiendo un modelo militar, aunque no siempre sus líderes tuvieran experiencia en las armas. El grueso de la comitiva la conformaban los soldados, pero en ella no podían faltar carpinteros, herreros, porqueros, mozos de caballerizas y, sobretodo, médicos o, en su defecto, un boticario o barbero instruido en el arte de curar.
Milagrosamente, durante el primer viaje de Colón solo se registró un enfermo. Al parecer un viejo aquejado por el mal de piedra, pero fue un caso aislado.
La norma era que la enfermedad y las heridas estuvieran siempre a la orden del día. Uno de los capitanes más previsores fue Hernán Cortés, quien siempre llevaba en su corte a cirujanos, boticarios, curanderos y ensalmadores. Nombres como el del bachiller Escobar, que murió loco o el del doctor Cristóbal de Ojeda, quien certificaría la fin de Ponce de León.
Ninguno de ellos cobraba sueldo fijo, sino que se les pagaba por herido atendido, lo que provocó abusos en sus honorarios, amparándose en la necesidad de sus servicios y en la nula competencia. A veces, como hizo Cortés con un cirujano maestre que desembarcó con las tropas de Narváez, los capitanes generales les daban un toque de atención, pero
la mayor de las ocasiones se salían con la suya y volvían a España más enriquecidos que los propios expedicionarios.
Cada uno de estos profesionales tenía sus trucos propios, heredados de la experiencia y de sus estudios, si los tenían, claro, que de todo siempre hubo. Para remediar la carestía de profesionales médicos, los expedicionarios contaban con el libro Milicia y descripción de las Indias, una especie de manual del conquistador escrito por el maestre de campo y caudillo general, Bernardo de Vargas Machuca, a finales del siglo XVI.
En el capítulo dedicado a los males más comunes del Nuevo Mundo, Vargas Machuca cita las picaduras de animales, empeines, dolor de hijada, mal de ojos, dolor de oídos y heridas por armas emponzoñadas. Sobre todos ellos aportaba remedios y consejos muy valiosos
. Por ejemplo, para curar las heridas por armas emponzoñadas recomienda cortar toda la carne afectada y levantarla con un anzuelo sin tocar los nervios. Luego, rascar la herida con una uña y rellenarla con una pasta hecha de harina de maíz tostado, pólvora, sal, ceniza y carbón. El herido no debería beber agua, administrándole en su lugar mazamorras de harina de maíz.
Pero si este remedio nos parece doloroso,
peor era no contar con nadie que supiese de medicina. En esos casos solo restaba atajar los problemas de raíz y con los medios al alcance. Así lo hizo Alonso de Ojeda, quien, herido durante una refriega con los indios, optó por cauterizarse las heridas con un hierro al rojo vivo y luego envolverlas en mantas empapadas en vinagre por si las flechas estuvieran envenenadas.
Entre los males más comunes destacaban las niguas, suerte de insectos cuya hembra penetra en la piel para depositar sus larvas que, al crecer, se van alimentando de la carne del huésped.
“Está aposentada entre el cuero y la carne e comienza a comer de la forma de un arador e harto más; y después, cuando más allá está, más come”, escribió una de sus víctimas, un tal Gonzalo Fernández de Oviedo. La única forma de extraerlas era con un alfiler o una aguja y siempre antes de que abandonasen el estadio larvario. Después era muy difícil eliminarlas de la piel
y su evolución solía conllevar la pérdida de los dedos o de los pies.
Junto a las niguas, la sífilis y la modorra. De la sífilis poco hay que decir, al tratarse de un mal muy conocido en Europa. No así en América, donde diezmó a la población indígena.
En cuanto a la modorra, esta sí fue una enfermedad novedosa para los españoles. Los síntomas incluían apatía generalizada, somnolencia acompañada por fiebres, falta de apetito… y al final, la fin.
Además de estas enfermedades, todos los conquistadores sufrieron períodos más o menos intensos de hambruna y de sed. Pese a lo bien planificadas de las expediciones, lo largo de las caminatas y los continuos percances menguaban las provisiones, obligando a los hombres a ingerir alimentos podridos, cortezas de árboles y hasta restos de sus compañeros muertos para sobrevivir.
Famoso es ese episodio descrito por el expedicionario Ulrico Schmidel, relatando, cómo en el poblado de Santa María de los Buenos Aires,
unos españoles aprovecharon la noche para rebanar los muslos y otras partes de tres compañeros suyos que yacían ahorcados por haberse comido un caballo para saciar su hambre.
Leyendo lo descrito hasta el momento, no costará imaginarse lo sufrido que fue en verdad la conquista de América.
“Los enfermos vivían muriendo; y los que estaban sanos aborrecían la vida, deseaban la fin por no verse como se veían”, escribió Pedro de Cieza de León en su Descubrimiento y conquista del Perú.
Entonces, ¿por qué continuaban avanzando? Primero, por sus deseos de mejorar socialmente.
Dar la vuelta podía significar salvar la vida, pero también regresar a su vida de pobreza y miseria. Segundo, porque muchas veces se cruzaba el llamado punto de no retorno, tras el cual era más seguro proseguir que recular. Y tercero, porque ningún expedicionario abandonaba jamás a un compañero, ni le permitía dirigirse solo a la fin una vez se emprendía la aventura.
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