Edge2
Quitáis las ganas de vivir
Deberia ser el objetivo de la humanidad, dejar el planeta libre de monos.
Metrópolis, de Fritz Lang ocurría en 2026; Blade runner, en 2019; y Akira, en 2017. El tiempo de las grandes distopías ha llegado sin que nuestras ciudades sean escenarios posnucleares al estilo de Neotokio. Al contrario, la arquitectura de este siglo es lo opuesto a esa estética cyberpunk: urbanizaciones ajardinadas, barrios históricos rehabilitados para el comercio y el turismo, cachitos de desierto convertidos en ciudades lujosas... El mundo de 2021 se ve a sí mismo con fatalidad pero su arquitectura es feliz.
En algún lugar a mitad de camino entre la fatalidad y la utopía están dos proyectos de arquitectura actuales que hablan del futuro de la humanidad. De todo el futuro de toda la humanidad. Uno lleva el nombre de Masterplanet y la firma de Bjarke Ingels, el danés que representa a la nueva generación de estrellas globales en su oficio. De Masterplanet sólo se conoce por ahora una entrevista que Ingels concedió a la revista Time y, como pista, sus trabajos anteriores en el tema utópico-ecologista. En 2015, Ingels lanzó la imágenes de Oceanix, un prototipo de ciudad construida en islas flotantes con una tecnología muy sofisticada dirigida a reducir al mínimo el impacto medioambiental. El biorock, un material desarrollado con corales marinos, sería el hormigón limpio de ese mundo feliz.
En Time, Ingels explicaba la justificación y el sentido de Masterplanet: el deterioro medioambiental es tan grave que requiere una reinvención completa del habitat humano. La buena noticia es que la tecnología ya puede revertir el desastre. En realidad, el planteamiento es optimista: Oceanix parecía un hotel en el Índico y prometía un modo de vida ocioso y una estética refinadísima.
El contrapunto a ese proyecto se llama Planet City y tiene la forma de una película y un libro en el que aparecen contribuciones de autrores conocidos como Saskia Sassen. Su impulsor es Liam Young, un australiano que se dedica a la ciencia ficción urbanística como método de ensayo intelectual. Young es, además, un radical. Planet City lleva el subtítulo de «La ciudad de 10.000 millones de habitantes» y consiste, en resumen en eso: en concentrar a la humanidad en una superficie hiperdensificada de 210.000 kilómetros cuadrados (menos que el Reino Unido) y dejar que la naturaleza se apodere del 99,8% restante del planeta y deshaga el camino autodestructivo de los últimos siglos. Ojo: Planet City no es un proyecto arquitectónico hecho para ser construido sino una idea tan verosímil como pueden serlo las novelas o las películas, y llevada al límite para generar debate.
Lo que sí que tiene Planet City es una imagen, un look fascinante y oscuro que, esta vez sí, remite a Metrópolis y a Blade Runner. La ciudad de los 10.000 millones de habitantes (el techo previsto para la población) es penumbrosa y laberíntica. No es bonita ni lo pretende. Más que construida, Planet City parece zurcida, hecha a pedazos.
«En el relato de la creación de Planet City no se consumen nuevos recursos», explica Young a EL MUNDO. «Imaginamos que la ciudad crece durante varias generaciones como si fuera un remiendo de las ciudades existentes. Pieza a pieza, desmantelamos el mundo que conocimos y le damos una nueva configuración. La energía que se consume en extraer y tras*portar materiales vírgenes para construir nueva arquitectura se dedica a llevar fragmentos de la obra existente a Planet City para reensamblarla en conjuntos de alta densidad».
Planet City se resume en números: una ciudad, 10.143 millones de habitantes, 2.357 granjas de algas, 42.457 canales de televisión, 6,8 millones de dentistas, 7.047 idiomas hablados... O sea, un caos que parece lo contrario a la utópica ciudad global de vacaciones de Bjarke Ingels.
Young explica que las «imágenes aspiracionales», como las de Ingels, «no pueden crear una ciudad inclusiva, resiliente y productiva». Al contrario, «refuerzan las creencias de la era industrial: la densidad urbana es sucia, es una tragedia que nos alejó de nuestra vida natural en un campo idílico». Young habla de «la nostalgia pastoral» embellecida por un «tecno-fetichismo reluciente» para explicar lo que Planet City no es. En la película de Planet City no hay piscinas, ni picnics en el parque ni gente que vaya en bicicleta. Tampoco hay una lengua franca, un global english que todo el mundo hable, ni una única manera de estar en el mundo. La única persona que aparece en la película se expresa a través del lenguaje de la danza contemporánea.
«Desde los años 60, hay trabajos utópicos que hablan de esos temas», explica Carmelo Rodríguez, arquitecto del estudio Enorme de Madrid y autor de una tesis doctoral sobre arquitectura utópica. «Paolo Soleri construyó un prototipo en Arcosanti, en el desierto de Arizona. Buckminster Fuller proponia encerrar Nueva York en una gran burbuja, Stanley Tigerman hablaba de hiperdensidad y José Miguel de Prada Poole fantaseaba con mandar a la humanidad al espacio exterior para salvar la Tierra. Todas esas utopías se vieron como anécdotas pero han tenido mucha influencia porque se adelantaron a los temas que nos preocupan hoy: movilidad, medioambiente... Lo interesante es contraponer utopías así con sus opuestos, que son los proyectos de Leon Krier de un mundo neorural y feliz como el de Seaside, el escenario de El show de Truman».
Desde un punto de vista ecológico, también hay precedentes: «Edward O. Wilson proponía dejar medio planeta vacío en un libro [Medio planeta; Errata Naturae, 2017] y me parece sensato», explica el medioambientalista Joaquín Araujo. «No creo que una ciudad de 10.000 millones de habitantes sea una utopía muy deseable. Estar en contacto con la naturaleza no es un lujo, es una necesidad psicológica que está estudiada. Y me parece antiecológica en el sentido de que la diversidad ha sido una herramienta de la vida para salir adelante.La diversidad cultural del ser humano es un ejemplo maravilloso. Si vivimos todos apiñados en una inmensa ciudad tenderíamos al final a un monocultivo cultural muy indeseable».
Ese hilo lleva a la política. ¿Qué se puede intuir de estos dos proyectos planeta como formas de res publica? En su entrevista de Time, Ingels hablaba de formas de liderazgo que estuviesen más allá de la patritocracia estéril, incapaz de abordar la emergencia medioambiental. En el fondo, su discurso se dirige a otra forma de utopía: la tecnocracia. En cambio, Planet City tiene una connotación casi anarquista. «Partimos del fracaso de las naciones estado en la lucha contra el cambio climático y buscamos en el sentido de ciudadanía una respuesta», explica Young.
Amaia Sánchez Velasco, arquitecta española y profesora en Sidney, es una de las coautoras de Planet City. Su capítulo trata de dar forma arquitectónica a ese planteamiento político. Su referencia está en los condensadores sociales que creó la revolución soviética. «Funcionaban como unas espaciosas salas de estar colectivas que compensaban los austeros espacios domésticos que acogieron a millones de campesinos recién llegados a la ciudad. Estos edificios públicos albergaban todo tipo de actividades desde artes, a deportes, y música y sus espacios pretendían hibridar la arquitectura y el teatro, tornando a los nuevos ciudadanos tanto en actores como en espectadores de un ensayo colectivo en el que definir la nueva ciudadanía y su conciencia política. Estos edificios se diseñaron como espacios inacabados, en perpetua tras*formación, reconociendo la incapacidad de la arquitectura permanente de cristalizar los cambios socioculturales de la época y abrazando la experimentación, el juego carnavalesco, el debate y el pensamiento crítico. Sin embargo, el régimen soviético, cada vez más autoritario y con ambiciones hegemónicas no tardó en cerrar o tras*formar estos condensadores sociales, ya que suponían potenciales epicentros de disidencia política y por tanto, una amenaza para el régimen», explica Sánchez Velasco en un correo electrónico.
«En Planet City, más allá de la agregación de viviendas atomizadas que presenta, propongo imaginar los espacios colectivos de esta mega-ciudad cómo los lugares en los que la multitud llegada a Planet City pudiera ensayar los nuevos rituales, hábitos y contratos sociales aún por definir».
Su colega Carmelo Rodríguez se acuerda de otra arquitectura que tuvo fama de ser un ejemplo de convivencia igualitaria: la Torre de David, un rascacielos okupado en Caracas «que se presentaba siempre como un experimento de convivencia comunitaria.En la práctica, resultó que las mafias gobernaban el edificio con un régimen totalitario».
En algún lugar a mitad de camino entre la fatalidad y la utopía están dos proyectos de arquitectura actuales que hablan del futuro de la humanidad. De todo el futuro de toda la humanidad. Uno lleva el nombre de Masterplanet y la firma de Bjarke Ingels, el danés que representa a la nueva generación de estrellas globales en su oficio. De Masterplanet sólo se conoce por ahora una entrevista que Ingels concedió a la revista Time y, como pista, sus trabajos anteriores en el tema utópico-ecologista. En 2015, Ingels lanzó la imágenes de Oceanix, un prototipo de ciudad construida en islas flotantes con una tecnología muy sofisticada dirigida a reducir al mínimo el impacto medioambiental. El biorock, un material desarrollado con corales marinos, sería el hormigón limpio de ese mundo feliz.
En Time, Ingels explicaba la justificación y el sentido de Masterplanet: el deterioro medioambiental es tan grave que requiere una reinvención completa del habitat humano. La buena noticia es que la tecnología ya puede revertir el desastre. En realidad, el planteamiento es optimista: Oceanix parecía un hotel en el Índico y prometía un modo de vida ocioso y una estética refinadísima.
El contrapunto a ese proyecto se llama Planet City y tiene la forma de una película y un libro en el que aparecen contribuciones de autrores conocidos como Saskia Sassen. Su impulsor es Liam Young, un australiano que se dedica a la ciencia ficción urbanística como método de ensayo intelectual. Young es, además, un radical. Planet City lleva el subtítulo de «La ciudad de 10.000 millones de habitantes» y consiste, en resumen en eso: en concentrar a la humanidad en una superficie hiperdensificada de 210.000 kilómetros cuadrados (menos que el Reino Unido) y dejar que la naturaleza se apodere del 99,8% restante del planeta y deshaga el camino autodestructivo de los últimos siglos. Ojo: Planet City no es un proyecto arquitectónico hecho para ser construido sino una idea tan verosímil como pueden serlo las novelas o las películas, y llevada al límite para generar debate.
Lo que sí que tiene Planet City es una imagen, un look fascinante y oscuro que, esta vez sí, remite a Metrópolis y a Blade Runner. La ciudad de los 10.000 millones de habitantes (el techo previsto para la población) es penumbrosa y laberíntica. No es bonita ni lo pretende. Más que construida, Planet City parece zurcida, hecha a pedazos.
«En el relato de la creación de Planet City no se consumen nuevos recursos», explica Young a EL MUNDO. «Imaginamos que la ciudad crece durante varias generaciones como si fuera un remiendo de las ciudades existentes. Pieza a pieza, desmantelamos el mundo que conocimos y le damos una nueva configuración. La energía que se consume en extraer y tras*portar materiales vírgenes para construir nueva arquitectura se dedica a llevar fragmentos de la obra existente a Planet City para reensamblarla en conjuntos de alta densidad».
Planet City se resume en números: una ciudad, 10.143 millones de habitantes, 2.357 granjas de algas, 42.457 canales de televisión, 6,8 millones de dentistas, 7.047 idiomas hablados... O sea, un caos que parece lo contrario a la utópica ciudad global de vacaciones de Bjarke Ingels.
Young explica que las «imágenes aspiracionales», como las de Ingels, «no pueden crear una ciudad inclusiva, resiliente y productiva». Al contrario, «refuerzan las creencias de la era industrial: la densidad urbana es sucia, es una tragedia que nos alejó de nuestra vida natural en un campo idílico». Young habla de «la nostalgia pastoral» embellecida por un «tecno-fetichismo reluciente» para explicar lo que Planet City no es. En la película de Planet City no hay piscinas, ni picnics en el parque ni gente que vaya en bicicleta. Tampoco hay una lengua franca, un global english que todo el mundo hable, ni una única manera de estar en el mundo. La única persona que aparece en la película se expresa a través del lenguaje de la danza contemporánea.
«Desde los años 60, hay trabajos utópicos que hablan de esos temas», explica Carmelo Rodríguez, arquitecto del estudio Enorme de Madrid y autor de una tesis doctoral sobre arquitectura utópica. «Paolo Soleri construyó un prototipo en Arcosanti, en el desierto de Arizona. Buckminster Fuller proponia encerrar Nueva York en una gran burbuja, Stanley Tigerman hablaba de hiperdensidad y José Miguel de Prada Poole fantaseaba con mandar a la humanidad al espacio exterior para salvar la Tierra. Todas esas utopías se vieron como anécdotas pero han tenido mucha influencia porque se adelantaron a los temas que nos preocupan hoy: movilidad, medioambiente... Lo interesante es contraponer utopías así con sus opuestos, que son los proyectos de Leon Krier de un mundo neorural y feliz como el de Seaside, el escenario de El show de Truman».
Desde un punto de vista ecológico, también hay precedentes: «Edward O. Wilson proponía dejar medio planeta vacío en un libro [Medio planeta; Errata Naturae, 2017] y me parece sensato», explica el medioambientalista Joaquín Araujo. «No creo que una ciudad de 10.000 millones de habitantes sea una utopía muy deseable. Estar en contacto con la naturaleza no es un lujo, es una necesidad psicológica que está estudiada. Y me parece antiecológica en el sentido de que la diversidad ha sido una herramienta de la vida para salir adelante.La diversidad cultural del ser humano es un ejemplo maravilloso. Si vivimos todos apiñados en una inmensa ciudad tenderíamos al final a un monocultivo cultural muy indeseable».
Ese hilo lleva a la política. ¿Qué se puede intuir de estos dos proyectos planeta como formas de res publica? En su entrevista de Time, Ingels hablaba de formas de liderazgo que estuviesen más allá de la patritocracia estéril, incapaz de abordar la emergencia medioambiental. En el fondo, su discurso se dirige a otra forma de utopía: la tecnocracia. En cambio, Planet City tiene una connotación casi anarquista. «Partimos del fracaso de las naciones estado en la lucha contra el cambio climático y buscamos en el sentido de ciudadanía una respuesta», explica Young.
Amaia Sánchez Velasco, arquitecta española y profesora en Sidney, es una de las coautoras de Planet City. Su capítulo trata de dar forma arquitectónica a ese planteamiento político. Su referencia está en los condensadores sociales que creó la revolución soviética. «Funcionaban como unas espaciosas salas de estar colectivas que compensaban los austeros espacios domésticos que acogieron a millones de campesinos recién llegados a la ciudad. Estos edificios públicos albergaban todo tipo de actividades desde artes, a deportes, y música y sus espacios pretendían hibridar la arquitectura y el teatro, tornando a los nuevos ciudadanos tanto en actores como en espectadores de un ensayo colectivo en el que definir la nueva ciudadanía y su conciencia política. Estos edificios se diseñaron como espacios inacabados, en perpetua tras*formación, reconociendo la incapacidad de la arquitectura permanente de cristalizar los cambios socioculturales de la época y abrazando la experimentación, el juego carnavalesco, el debate y el pensamiento crítico. Sin embargo, el régimen soviético, cada vez más autoritario y con ambiciones hegemónicas no tardó en cerrar o tras*formar estos condensadores sociales, ya que suponían potenciales epicentros de disidencia política y por tanto, una amenaza para el régimen», explica Sánchez Velasco en un correo electrónico.
«En Planet City, más allá de la agregación de viviendas atomizadas que presenta, propongo imaginar los espacios colectivos de esta mega-ciudad cómo los lugares en los que la multitud llegada a Planet City pudiera ensayar los nuevos rituales, hábitos y contratos sociales aún por definir».
Su colega Carmelo Rodríguez se acuerda de otra arquitectura que tuvo fama de ser un ejemplo de convivencia igualitaria: la Torre de David, un rascacielos okupado en Caracas «que se presentaba siempre como un experimento de convivencia comunitaria.En la práctica, resultó que las mafias gobernaban el edificio con un régimen totalitario».