JDD
Madmaxista
10 MARZO, 2019 ~ CARLOS LÓPEZ DÍAZ
Los errores modernos son infinitos; pero todos ellos, si bien se mira, tienen su origen y van a morir en dos negaciones supremas: una relativa a Dios y otra relativa al hombre. La sociedad niega de Dios que tenga cuidado de sus criaturas, y del hombre que sea concebido en pecado.
Juan Donoso Cortés
Hace un tiempo me encontré con un viejo amigo de instituto y, tomando unas cervezas, nos pusimos al día de nuestras respectivas andanzas. A él le sorprendió que yo (en mis años mozos un descreído y ávido lector de Nietzsche y de Cioran) hubiera retornado a la fe católica en la que fui bautizado. No recuerdo sus palabras exactas, pero más o menos vinieron a ser estas: “Que exista Dios no lo veo descabellado, pero creer que nos envió a su Hijo para salvarnos y todo eso…” Realmente no le cabía en la cabeza que yo hubiera sucumbido ante semejante fábula.
He reflexionado más de una vez sobre aquella conversación, sobre lo que yo podía haber contestado y no contesté en aquel momento. Tengo claro que, precisamente por su carácter espontáneo, la reacción de mi amigo es muy representativa del clima mental moderno. Al contrario de lo que podría pensarse, no se empieza habitualmente dudando de la existencia de Dios, sino de que Él intervenga en el mundo, lo que incluye la propia Encarnación. Que ello desemboque finalmente en el ateísmo es menos importante de lo que parece. No hay gran diferencia entre creer en un Dios superfluo y no creer que siquiera exista.
Pero antes del ateísmo, hay otro paso intermedio. Si Dios no se ocupa de los asuntos humanos, esto significa que realmente no tenemos gran necesidad de Él. O lo que es lo mismo: el concepto de pecado (entendido como aquello que nos aleja de nuestro Creador) deja de tener sentido. No es que el hombre moderno no crea en el bien ni el mal, sino que ya no los define en relación con Dios. Por supuesto, esto convierte en incomprensible la figura de un Salvador. ¿Cómo y –sobre todo– de qué habría de salvarnos el Hijo de Dios si no existe ninguna cuenta pendiente con la divinidad?
Un análisis superficial nos sugiere que el relato del Pecado Original, tal como se halla en el relato del Génesis, sencillamente no encaja en la visión positivista moderna, y que ésta es la razón por la que ha dejado de ser el mito fundacional de nuestra cultura. Pero reconocer que el mito del Edén está preñado de profundas verdades no nos obliga (al menos a los católicos) a creer en la verdad literal de su forma narrativa. En mi opinión, la razón de la moderna incredulidad reside en otra parte: en una concepción errónea del Creador.
Una ocurrente expresión de ese error la dio el cineasta Orson Welles cuando dijo que no rezaba “porque no quiero aburrir a Dios”. ¿Cómo un ser infinito iba a mostrar interés en los insignificantes asuntos de los habitantes de este grano de arena que habitamos, perdido en la inmensidad del cosmos? Para el hombre moderno, suponer semejante cosa es un ejemplo de primitivo pensamiento antropomórfico.
Sin embargo, como señaló Ratzinger en Introducción al cristianismo, el antropomorfismo en realidad consiste en concebir a Dios como un monarca demasiado atareado para atender los problemas de sus muchos súbditos. “Nos lo imaginamos como una conciencia como la nuestra, con sus límites, (…) a la que le es imposible abarcarlo todo.” Pero para un ser infinito, nada es demasiado pequeño, nada escapa a su atención: “hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados.” (Mateo, 10, 30.)
Aleccionadora ironía: el hombre moderno cree haber superado el pensamiento antropomórfico, cuando es él quien cae en tal error con todo el equipo. Según esto, el escepticismo religioso sería consecuencia, al menos en parte, de un déficit intelectual, no de los “avances de la ciencia” ni de una actitud más “racional”.
Ahora bien, las ideas tienen consecuencias. Cuando somos incapaces de imaginar un ser infinito ocupándose de nuestra insignificancia, ésta es lo único que permanece, inapelable. En una inteligencia infinita no existe distinción entre lo subjetivo (cómo percibe las cosas) y lo objetivo (cómo son en realidad). Sólo Dios nos ve como somos realmente, y por tanto sólo Su mirada confiere valor a la existencia de cada ser humano. Se empieza por negar esta mirada y se termina en la imagen del individuo como un mero insecto social, como un ser absolutamente sacrificable en el altar de un supuesto interés colectivo. He aquí el origen de los totalitarismos del siglo XX.
Asimismo, cuando se deja de creer en el pecado, para dar cuenta de la existencia del mal se postulan entidades como el capitalismo, el heteropatriarcado o la conspiración judía. Al igual que el Génesis explica la existencia del mal físico (“con dolor parirás los hijos”) como una consecuencia del mal jovenlandesal (la desobediencia a Dios), así la ideología de género, por ejemplo, tiende a explicar incluso diferencias psicológicas innatas o biológicas entre los sexos como consecuencias de unas estructuras sociales injustas. (Los “estereotipos sexistas”.)
Algunos de los autores que admiten el carácter del progresismo como religión sucedánea parecen creer que el problema es el propio cristianismo, es decir, el sustrato de “superstición” que pervive en las ideologías modernas. Pero ideologías “purificadas” de cristianismo ya se ensayaron, con las consecuencias que todos conocemos: se llamaron comunismo (“socialismo científico”) y nacionalsocialismo.
Puede que la creencia en la redención por Jesucristo sea absurda. Pero si fuera así, todo absolutamente sería absurdo. Esta es la conclusión a la que llegué en mi juventud leyendo a Cioran, al que por ello sigo teniendo en gran estima, pese a que no me consta que él terminara dando el paso a la fe. El gran engaño del humanismo progresista consiste en sostener que existe una racionalidad inmanente. Es decir, que podemos prescindir de Jesúsy responder de otra manera que Pedro cuando el Mesías preguntó a sus discípulos si pensaban en abandonarle: “Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna”. (Juan, 6, 69.)
¿A quién iríamos?
Los errores modernos son infinitos; pero todos ellos, si bien se mira, tienen su origen y van a morir en dos negaciones supremas: una relativa a Dios y otra relativa al hombre. La sociedad niega de Dios que tenga cuidado de sus criaturas, y del hombre que sea concebido en pecado.
Juan Donoso Cortés
Hace un tiempo me encontré con un viejo amigo de instituto y, tomando unas cervezas, nos pusimos al día de nuestras respectivas andanzas. A él le sorprendió que yo (en mis años mozos un descreído y ávido lector de Nietzsche y de Cioran) hubiera retornado a la fe católica en la que fui bautizado. No recuerdo sus palabras exactas, pero más o menos vinieron a ser estas: “Que exista Dios no lo veo descabellado, pero creer que nos envió a su Hijo para salvarnos y todo eso…” Realmente no le cabía en la cabeza que yo hubiera sucumbido ante semejante fábula.
He reflexionado más de una vez sobre aquella conversación, sobre lo que yo podía haber contestado y no contesté en aquel momento. Tengo claro que, precisamente por su carácter espontáneo, la reacción de mi amigo es muy representativa del clima mental moderno. Al contrario de lo que podría pensarse, no se empieza habitualmente dudando de la existencia de Dios, sino de que Él intervenga en el mundo, lo que incluye la propia Encarnación. Que ello desemboque finalmente en el ateísmo es menos importante de lo que parece. No hay gran diferencia entre creer en un Dios superfluo y no creer que siquiera exista.
Pero antes del ateísmo, hay otro paso intermedio. Si Dios no se ocupa de los asuntos humanos, esto significa que realmente no tenemos gran necesidad de Él. O lo que es lo mismo: el concepto de pecado (entendido como aquello que nos aleja de nuestro Creador) deja de tener sentido. No es que el hombre moderno no crea en el bien ni el mal, sino que ya no los define en relación con Dios. Por supuesto, esto convierte en incomprensible la figura de un Salvador. ¿Cómo y –sobre todo– de qué habría de salvarnos el Hijo de Dios si no existe ninguna cuenta pendiente con la divinidad?
Un análisis superficial nos sugiere que el relato del Pecado Original, tal como se halla en el relato del Génesis, sencillamente no encaja en la visión positivista moderna, y que ésta es la razón por la que ha dejado de ser el mito fundacional de nuestra cultura. Pero reconocer que el mito del Edén está preñado de profundas verdades no nos obliga (al menos a los católicos) a creer en la verdad literal de su forma narrativa. En mi opinión, la razón de la moderna incredulidad reside en otra parte: en una concepción errónea del Creador.
Una ocurrente expresión de ese error la dio el cineasta Orson Welles cuando dijo que no rezaba “porque no quiero aburrir a Dios”. ¿Cómo un ser infinito iba a mostrar interés en los insignificantes asuntos de los habitantes de este grano de arena que habitamos, perdido en la inmensidad del cosmos? Para el hombre moderno, suponer semejante cosa es un ejemplo de primitivo pensamiento antropomórfico.
Sin embargo, como señaló Ratzinger en Introducción al cristianismo, el antropomorfismo en realidad consiste en concebir a Dios como un monarca demasiado atareado para atender los problemas de sus muchos súbditos. “Nos lo imaginamos como una conciencia como la nuestra, con sus límites, (…) a la que le es imposible abarcarlo todo.” Pero para un ser infinito, nada es demasiado pequeño, nada escapa a su atención: “hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados.” (Mateo, 10, 30.)
Aleccionadora ironía: el hombre moderno cree haber superado el pensamiento antropomórfico, cuando es él quien cae en tal error con todo el equipo. Según esto, el escepticismo religioso sería consecuencia, al menos en parte, de un déficit intelectual, no de los “avances de la ciencia” ni de una actitud más “racional”.
Ahora bien, las ideas tienen consecuencias. Cuando somos incapaces de imaginar un ser infinito ocupándose de nuestra insignificancia, ésta es lo único que permanece, inapelable. En una inteligencia infinita no existe distinción entre lo subjetivo (cómo percibe las cosas) y lo objetivo (cómo son en realidad). Sólo Dios nos ve como somos realmente, y por tanto sólo Su mirada confiere valor a la existencia de cada ser humano. Se empieza por negar esta mirada y se termina en la imagen del individuo como un mero insecto social, como un ser absolutamente sacrificable en el altar de un supuesto interés colectivo. He aquí el origen de los totalitarismos del siglo XX.
Asimismo, cuando se deja de creer en el pecado, para dar cuenta de la existencia del mal se postulan entidades como el capitalismo, el heteropatriarcado o la conspiración judía. Al igual que el Génesis explica la existencia del mal físico (“con dolor parirás los hijos”) como una consecuencia del mal jovenlandesal (la desobediencia a Dios), así la ideología de género, por ejemplo, tiende a explicar incluso diferencias psicológicas innatas o biológicas entre los sexos como consecuencias de unas estructuras sociales injustas. (Los “estereotipos sexistas”.)
Algunos de los autores que admiten el carácter del progresismo como religión sucedánea parecen creer que el problema es el propio cristianismo, es decir, el sustrato de “superstición” que pervive en las ideologías modernas. Pero ideologías “purificadas” de cristianismo ya se ensayaron, con las consecuencias que todos conocemos: se llamaron comunismo (“socialismo científico”) y nacionalsocialismo.
Puede que la creencia en la redención por Jesucristo sea absurda. Pero si fuera así, todo absolutamente sería absurdo. Esta es la conclusión a la que llegué en mi juventud leyendo a Cioran, al que por ello sigo teniendo en gran estima, pese a que no me consta que él terminara dando el paso a la fe. El gran engaño del humanismo progresista consiste en sostener que existe una racionalidad inmanente. Es decir, que podemos prescindir de Jesúsy responder de otra manera que Pedro cuando el Mesías preguntó a sus discípulos si pensaban en abandonarle: “Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna”. (Juan, 6, 69.)
¿A quién iríamos?