44 días confinado en un coche: "Esto es mucho peor que la guandoca, aquí te puedes volver loco"

david53

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Al menos una veintena de vehículos sirven de vivienda en un solar en el centro de San Antonio, al oeste de Ibiza. La mayoría residen ahí desde mucho antes del estado de alarma. "Al principio, la policía, si nos veía a dos metros del coche nos decía que nos metiéramos dentro", cuenta Manuel Escobar.
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Manuel Escobar en el asiento del piloto del Ford Focus en el que vive. GERMÁN LAMA


Manuel Escobar acaba de mudarse. En algún momento del día, quitó el freno de mano, y el coche fue descendiendo la suave pendiente del aparcamiento de tierra de ses Variades, hasta colocarse a pocos metros del mar. "Por cambiar de vistas", se explica. Ahora, en el parabrisas, se dibuja el islote de Conejera. Los treinta días anteriores, una mata de hierba que trepaba por un muro de tierra en el que a veces hacía sus necesidades.

Por allí dejo en su Opel Combo a Mohamed, su pareja de confinamiento durante ya 44 días, en este solar amarillo del tamaño de cinco campos de fútbol, en el corazón de San Antonio, al oeste de la isla de Ibiza. Lo primero que hay que saber de Mohamed es que probablemente no se llame Mohamed, que es jovenlandés, que trabaja en la obra, que habla poco, y que tiene móvil con wifi. Manuel le grita de vez en cuanto desde su coche: "Pero hombre, Mohamed, vamos a contarnos un chiste".

Manuel, de 54 años, y natural de Granada, vive en un Ford Focus azul desde diciembre. En ses Variades desde que se declaró el estado de alarma, "por estar en el centro del pueblo y ver gente". Pero no es tan fácil. "Al principio, la policía, si nos veía a dos metros del coche nos decía que nos metiéramos dentro. ¿Te lo puedes creer? Yo les decía, pero hombre, un poco de humanidad".

Entre los cerca de doscientos coches aparcados dice hay medio centenar que también sirven de vivienda. Sin embargo, la Policía Local de San Antonio no cree que superen la veintena. Manuel hace de guía con su dedo. Apunta al frente hacia una caravana en la que vive una pareja desde hace doce años. Está aparcada donde, hace unos años, se acuerda Manuel, plantaron un escenario al que se subieron Sting, Elton John y Lenny Kravitz. A la izquierda señala dos coches. En cada uno vive un jovenlandés que también se dedican a la construcción. Hay un par de muebles, un colchón, una bicicleta y una pequeña cocina. A la derecha está la caravana de una pareja argentina, y más a la derecha el coche de uno que cuenta que pasó dos años y medio en la guandoca de Mallorca.

- ¿Y qué es peor?
- Esto es mucho peor, allí hay médicos, aquí te puedes volver loco.
Lo peor de Manuel se asienta a sus espaldas. Porque si quiere, por el retrovisor, puede ver lo mejor de su pasado. Un edificio blanco y un balcón, en la cuarta planta, al que se asomó durante quince años al lado de una mujer, la Rafi. "Hasta que se acabó por mi culpa", y no dice más. Tampoco de su infancia en Granada: "Muy dura, sabes, ni siquiera soñaba con ser arquitecto o astronauta".

Un hombre de unos 40 años grita desde un balcón en una primera planta. Luce una camisa de flores, el pelo pintado de naranja. Le acompañan dos gatos blancos sentados sobre la barandilla, uno a cada lado: "¿Tenéis permiso para estar ahí hablando? Voy llama a la policía". Manuel ni mira.
- ¿Qué es lo primero que vas a hacer en cuanto puedas salir del coche?
- Buscar trabajo.
Algunos vehículos en el aparcamiento de ses Variades.


Algunos vehículos en el aparcamiento de ses Variades.GERMÁN LAMA
Manuel pinta. De brocha subida de peso, pero también "decoraciones". Lo explica dejando manchas en aire con un trapo invisible. "Yo he pintado en Granada, en Málaga, en Ibiza, en Gran Canaria...", y se pasa un rato enumerando ciudades como si fueran plazas de toros. En la isla se dedicaba a pintar mansiones de lujo, "de ingleses y alemanes, de esas que puedes correr por dentro con un caballo".

La gente le dice que no se cree que viva en un coche. Luce recién afeitado. Incluso coqueto para apañarse con dos palanganas y botellas de agua que compra en el súper con una ayuda mensual del Gobierno de 430 euros. "Es que no sé para qué hemos entrado en Europa, o por qué nos gastamos el dinero en un cohete para ir a la luna, pero qué se nos habrá perdido a nosotros en la luna", reflexiona.

Viste mocasín azul con agujeros, camiseta blanca con cuello de pico, y vaqueros. Todo impecable y perfectamente planchado. Abre el maletero y luego dos neceseres cargados de botes diminutos de desodorante, fragancias y cremas hidratantes: "Otra cosa no pero...". También hay un buen número de ambientadores, guantes y desinfectantes de manos para él y para el coche. "Hombre, también tengo que defenderme del bichito", se justifica.

Los asientos están reclinados, se ve alguna manta y una toalla de playa rosa, arrugada y con una Minnie Mouse sucia y sonriente, como una ratona que hubiera caído en la droja. En la rueda trasera se amontonan algunas bolsas. "Es que yo reciclo", explica. Y luego muestra otra junto a la rueda delantera, llena de restos de pan de los bocadillos que les trae Cáritas de vez en cuando al aparcamiento: "Se los doy de comer a las gaviotas, me da la vida".

Aparece un furgón de atestados con tres agentes de la Policía Local de San Antonio. Charlamos con los agentes.
- Ahora sin gente en la calle debe dar gusto trabajar - comenta el periodista.
- Que va, mira esos pisos - dice señalando hacia un edificio - son de cincuenta metros cuadrados y están llenos de gente, eso ahora mismo es una bomba de relojería, cuando no hay peleas es un caso de malos tratos.
Los agentes parece que conocen bien a Manuel. "Un día unos guardias civiles me trajeron zumos y pasteles, y de esas cosas te acuerdas toda la vida", dice saltándosele la lagrimilla.

- Te has movido - le comenta uno de los policías.
- Por cambiar - responde resignado.
- Bueno - y se marchan.
Manuel se enteró del confinamiento en el bar de un amigo que por las noches le daba de comer "algo caliente", que ahora echa mucho de menos. "Vimos salir al presidente en la tele y creí que era broma, que estaba de guasa". La primera vez que escuchó los aplausos y las sirenas a las ocho llamó a un amigo a Granada para preguntarle, porque temía que la policía le multase por irse a otro coche. "Creí que era el toque de queda", ríe.

El pintor intenta hacer ejercicio frente al capó cada mañana al amanecer. Flexiones, abdominales. "Me duelen todos los huesos", comenta. Luego tiene algún semanario antiguo que venía con un diario. Y escucha un poco la radio. Pero lo peor son las noches: "Esto no es vida, es mucha soledad, es muy deprimente, y tienes miedo de perder la cabeza". Dice que entonces cierra los ojos y habla con Dios, y que Dios le contesta, o que se contesta a sí mismo, que no lo tiene claro, pero que lo seguirá haciendo.

A los pocos días hablamos por teléfono. Cuenta que se ha vuelto a mudar al lado de Mohamed, que había empezado el Ramadán, que no comía nada hasta la noche y rezaba de espaldas al mar. También que ahora se esconde de él para comerse el bocadillo de Cáritas. "Hombre, es que hay cosas que no se pueden aguantar", se explica.

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