Sobre un signo de degeneración en la mujer moderna

Dalmancio

Himbersor
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Un signo de degeneración moderna - y además en clave evoliana, ya que el asunto remite a la inversión de valores tradicionales- es la disociación entre edad y belleza en la mujer. La contemplación de la belleza masculina es algo propio de burgueses acomodaticios con demasiado tiempo libre y palaciegos afeminados, y como no abandona el carácter de degeneración moderna, no nos interesa tratar acerca de ella ahora. Lo que nos interesa es la contemplación de la belleza femenina, que sí es de origen natural y no producto del ocio o del afeminamiento.

La mujeres hallan su consagración física alrededor de lo 17-22 años, período que coincide con el que es el ideal para procrear. No por nada la naturaleza las vuelve bellas a dichas edades; trata así de crear un incentivo para la cópula. A partir de dichas edades van cuesta abajo. Hasta aquí hablamos de biología básica.

El signo de degeneración moderna es el siguiente: el afán de la mujer por extender su belleza física más allá de la edad idealmente fértil. Estamos acostumbrados a ver mujeres bellas de treinta años o más y sin descendencia. Pero esto quiere decir que han decidido inmolar su fertilidad en pos de satisfacer el principio de placer; desean verse bonitas, poder orientar todo su tiempo libre hacia la satisfacción propia sin sacrificarse por nadie. Es natural, dada su naturaleza caprichosa y hedonista, y por ello no debemos recriminarlas. Las mujeres no poseen un sentido del sacrificio ni de la responsabilidad que brote naturalmente de ellas mismas, sino que siempre es impuesto desde afuera, no tanto por su marido -que es sólo un agente individual en medio del gran y complejo entramado social y por tanto poco puede hacer- sino por las convenciones sociales, pues sabemos que son rídiculamente gregarias; si todas las mujeres tienen hijos con 19 años, ellas también lo harán. Si ninguna los tiene, ellas tampoco lo harán.

Y así se esmeran en alargar lo máximo posible un sueño -una ilusión- en donde extienden hasta lo infinito -otra ilusión, lo infinito- las posibilidades de un estilo de vida cuyo interés primero es el de la autocomplacencia. El clásico vivir de modo inconsciente como si no hubiera un mañana. Pero un día despiertan del falso sueño eterno y se horrorizan ante su antiestéticaldad, soledad e insatisfacción -que al fin salen a flote, mucho tiempo reprimidas. Han sacrificado así el futuro -los hijos- a cambio del placer.

Ese egoísmo y esa autocomplacencia son signos de nuestros tiempos. Somos más egoístas y hedonistas que nuestros antepasados. Creemos que la vida acaba donde acabamos nosotros, y que nuestra breve vida encierra todas las posibilidades de la existencia y que no hay nada de valor más allá de ella; nos sentimos prácticamente dioses.

Recordad, cada vez que veáis un mujer adulta que ha decidido sacrificar un proyecto estable y a futuro de vida por un falso sueño eterno de placer y belleza, que estáis contemplando nada menos que el fin del mundo encarnado en ella, porque después de ella, para sí, no hay nada; nada que legar al futuro; el tiempo de su mundo acaba con el tiempo de su cuerpo mortal. Y después nada.

A esto nos conducen el egoísmo y el hedonismo: a la fin sin gloria ni trascendencia; a la impresión de que el futuro no nos es necesario y consecuentemente al fin del mundo, ya que este solo puede ser sostenido por personas, pero estas personas dan la espalda al mundo y se recluyen en su microcosmos personal en un trágico viaje final hacia ninguna parte.
 
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