La última noche de Marie Laveau

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10 Sep 2013
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Marie Laveau cogió una cuchara limpia del desvencijado aparador y probó el caldo que por una hora llevaba cociendo sobre la flamante vitrocerámica que dos de sus diez hijos le habían regalado por su último cumpleaños.

"Todavía le falta..." se dijo. Y recordó su vieja cocinilla de butano, con sus hierros neցros y su fuego azul y naranja, tan de su gusto; tanto que muchas veces durante los últimos años lo encendía por nada, sólo para verlo "No sé cocinar con esto...¿como se puede cocinar sin fuego?...Calor, calor...Esto es más un cataplasma...Esto es como cocinar para los enfermos...Esto es cocinar para los muertos"

Se sentó y bebió de su infusión de hierbaluisa, ya casi fría. Miró por la ventana y no vio nada más que su oscuro reflejo. Era tan de noche que por un momento pensó haberse quedado ciega. Y no viendo nada empezó a recordar.

La primera vez que le vio la platano a su marido este dormía la siesta con su tercer hijo, de apenas un año. El pequeñín se había despertado y ella era la única que había oído algo más que ronquidos. Ella siempre había oído a sus hijos aunque estuvieran al otro lado del océano. Fue a recogerlo para que no molestara a su padre y lo vio jugando con su enorme miembro viril. Marie se quedó un momento en la puerta, sin reaccionar y sin poder apartar la vista de aquello. Casi gritó. Cogió a su hijito con mucho cuidado de no despertar al que seguía durmiendo y salió de allí con el corazón en las entrañas.

Él había sido carnicero en Argel, hasta que hubieron de marcharse por temor a ser asesinados tras la independencia de la antigua colonia. Ya en Francia se reconvirtió en mecánico de automóviles, oficio que había aprendido cumplimentando a la patria que después los abandonaría a su suerte, cosa que jamás pudo olvidar y que a punto estuvo de llevarle a la guandoca algunos años después. Pierre Dubois era hombre de pocas luces. No le hacían falta. Él era fuerte y tenía la razón. Un hombre no necesita más para vivir. Aquellos hombres necesitaban tan poco que resultaban muy peligrosos para quienes tenían todo lo demás.

Marie quería a Pierre. No había conocido a ningún otro. Pierre también la quería aunque conoció a muchas otras; puede que aún la quisiera más por esto mismo. Y Marie lo sabía y nada decía. La peonza ha de enrollarse si quiere bailar por los suelos. Y ella era la cuerda. Y sus hijos...sus hijos...Ella tenía a sus hijos. Ella tenía lo que ningún Pierre podrá tener, por muy fuerte y mucha razón que tuviera. Eran más suyos que de él. Ella los había llevado dentro, él sólo le había metido aquello dentro. Y esto es algo que ellos, los diez, acabarían sabiendo, sí...Es tan fácil tener toda la razón con algo tan evidente...

Cuando el último hijo se fue de casa Pierre y Marie ya eran mayores, ya habían dejado de hacerse viejos para empezar a serlo. Pierre cayó enfermo algunos años después: primero una silla de ruedas y después una cama y una asistente social que iba tres veces al día a ayudar a Marie para darle la vuelta y asearle. Marie se acostumbró a verle el miembro viril a su marido. Ya no le daba miedo. No hay como ver siempre lo mismo para que deje de darte nada.

Pierre dejó de hablar, más tarde de ver y al final de oír. A todo se acostumbró Marie. A todo menos a no oírlo roncar.

Bajó al garaje y cogió una sierra eléctrica. Subió a la habitación y descuartizó a su marido. Ninguno se enteró demasiado. Le sacó el corazón y le cortó la platano. Puso un cazo a hervir y los echó dentro.

Dos horas después volvió a catarlo con otra cuchara limpia del desvencijado aparador.

"Esto sigue sin saber a nada" Lo apartó del calor y volvió a acordarse de su vieja cocinilla, de sus hierros neցros y de su fuego azul y naranja.

Ahora había luz tras la ventana, ya no se veía reflejada en ella. Y empezó a ver lo demás, todo lo demás.


Cogió un abrigo y salió a la calle.


Entró a la comisaría.


El poli de guardia sólo encontró una cuchara en sus bolsillos.


Limpia.
 
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