Z: La ininteligible desventura de un necio.

edefakiel

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Europa criminaliza la letra “Z”: Estos son los países que han prohibido su uso por estar asociada con las tropas de Rusia


Z. se retorcía en su jergón. La luz anaranjada que entraba por las celosías, la algarabía incesante y el sonido del tráfago de muchedumbres de hombres y animales de tiro -idénticamente incansables bestias- socavaban la apacibilidad de la noche y tornaban en inconciliable el sueño.

Z. -de puntillas- aproximó los ojos a los intersticios de entre los listones de madera para echar así un vistazo a la calle en que la ictérica luz de las hachas se derramaba tan profusamente que no era posible contener su hemorragia con los párpados.

Un dipsomaníaco reía e hipaba allá, otro orinaba contra el ángulo recto de una esquina -como la suya- de madera oscura, una bagasa engalanada con telas de vivos colores hacía señas procaces a un pollino sin dueño que avanzaba tambaleándose hasta el punto de rozar con el costillar alternamente las paredes a uno y otro costado.

-¡Callad! ¡Callad y apagad las luces! ¡Noctívagos salaces! ¡Beodos desvergonzados! – exclamaba Z., semioculto en la casi completa lobreguez de su cuarto; y su nariz subrayaba con la más acusada de las indignaciones cuanto iba hablando.

-¿Quién nos insulta? – preguntaba uno.

-Ha de ser el majadero de esa casa, todas las noches incordia con sus impertinencias a los que rondan – respondía un segundo.

-A ese lo llaman el barbirrucio, como a su abuelo, que era también un insolente y, de tanta amargura, se le encanaron muy joven las barbas – completaba un tercero.

-¡No! ¡No! ¡Silencio de una vez! – contestaba Z pateando el suelo a cada golpe de voz.

-¡Métase la lengua en el ojo ciego, viejo! – espetaba la meretriz, habiendo cesado en sus zalamerías al jumento, con las manos en las crestas ilíacas y arqueando la espina dorsal hacia atrás, cual si ofreciera el cáliz de su bajo vientre. – ¡Que para otra cosa no le vale!

-Increpado… – se decía lastimosamente Z. – Tenido por anciano, aun pese a que aún habito lo que podría calificarse muy generosamente de las postrimerías de la juventud… Menospreciado en mi capacidad para las artes amatorias incluso… ¡He de marcharme de este pandemonio absurdo! ¡Adiós, amigos, adiós! – añadía, refiriéndose a sus muchos y muy queridos libros; motivo por el cual hasta le brotaban las lágrimas. – ¡Fieles compañeros, inagotable consuelo a mis soledades; me despido!

-¿Quién confraterniza con nosotros y se lamenta? – se interrogaba un cuarto sujeto afuera, al que debían haberle llegado las voces.

-¡Mutis! ¡Mutis! – aullaba Z., por ver interrumpida su despedida triplemente libresca.

Aun antes de que se distinguiese el albor en la distancia, hubo empaquetado Z. unos escasísimos víveres y se había echado ya al primer sendero que le pareció que dejaba atrás, y para siempre, el fulgor inexhaustible y el escándalo desenfrenado de la urbe. Mas tan prontamente enflaqueció su matalotaje, que forzado estuvo de regresar para de nuevo abastecerse de frutillas y golosinas; y todo lo hizo protestando y echando baldones por la boca, cual si de cuantos vivieran en aquel mundo fuera la culpa -y no suya- de previsión tan pésima.

Y cual si fuera, verdaderamente, la necesidad lo que le compelía a retornar, y no el vivo temor que se había apoderado de él al verse enfrentando la total calígine aún reinante allende los arrabales.

Tras intentar brevemente el sesteo, sin éxito por culpa de los muchos ruidos y las demás -casi insignificantes- molestias a los que le era imposible habituarse, de nuevo emprendió, habiendo comprobado que ya el sol despuntaba, la marcha Z. entre grandes demostraciones de congoja para con aquella biblioteca suya.

Logró esta vez franquear el puente tendido sobre el caudaloso río a cuya ribera se había alzado el asentamiento del que, como en anteriores ocasiones -frustradas todas por tal o cual nadería-, huía. Dándose la novedad, en este caso, de verse sorprendido, tan pronto como alcanzó campo abierto, por una niebla que sobrevino con el amanecer, y cuya blancura bastó para desviar sus inseguros pasos y embrollar a su no muy desarrollado sentido de la orientación; con el resultado esperable: que no hubiera forma en que pudiese determinar qué dirección había de tomar para emprender el camino de regreso. Apetencia -la de retornar- que, como siempre le acontecía, se le hubo presentado ya desde muy pronto en la mañana, y a la que no sabía -por inconstante y medroso- sobreponerse en forma alguna.

Qué tal paroxismo no se adueñaría de él al descubrirse extraviado, que hubiera podido jurar entonces, cuando aún no se llegaba al mediodía, que no había desesperación que rivalizase con la suya ni sujeto otro que hubiese padecido en la historia del orbe tan intensísima pena.

De tan fuera de sí como se hallaba tras haber visto por entero disuelta la -muy escasa desde hacía un buen rato- neblina, a la que, junto a sus abellacados coterráneos, culpaba a la sazón del conjunto de sus sinsabores, y no ser capaz de reconocer, ni aun en la entera claridad, del paisaje característica alguna que lo guiara, se aproximó a los primeros seres vivientes que halló en su andanza, que no eran sino los árboles de un bosque; y, colocándose los huesudos y larguísimos dedos en mitad del pecho, cual si queriendo dar muestras de probidad en su discurso, cosa, como se comprenderá, innecesaria, se les dirigía -explicándose muy poco hábilmente-, del siguiente modo:

-Decidme, amigos árboles, ¿hacia dónde he de dirigir mis pasos?

Más aquellos, que eran jóvenes y estaban casi tan faltos de entendimiento como él mismo, le respondían así:

-Adéntrate en nuestra patria, que arraiga el más anciano de nosotros en lugar más profundo; él sabrá decirte cuál es el camino que has de recorrer, pues cuanto en este mundo existe ha visto y conoce.

Percatándose, a pesar de su naturaleza porfiadora, de que no tenía más remedio que aceptar lo sugerido, se internó Z. en la floresta, y no cejó hasta dar con aquel al que le encomendaban.

-He visto que eres distinto de todos los demás: muy grande, bello y magnífico. Has de ser tú al que por su sabiduría ensalzan, y al que, por ella, busco.

-Si me ensalzan o no, no me consta; sólo sé que soy el más antiguo jovenlandesador de esta comarca, y que me han visitado ya tantos espíritus descarriados en búsqueda de consejo, que me es muy sencillo reconocer a uno de un mero vistazo.

-Siendo que es como dices, por favor, contéstame: ¿hacia dónde es que he de dirigirme?

-En la oscuridad has de sumirte como penetran en la tierra -por fría y áspera que resulte- las raíces, para que sean así fuertes tus ramas y no se quiebren con el pasar del tiempo ni las tormentas, ni se extenúen cuando el ardoroso sol refulja y con motivo de apresar su sustento requieran elevarse sin tregua; para que, del esfuerzo, se haga tu tronco anchuroso y recto, y no te carcoman los insectos ni te doblegue la gravedad, que a todos los seres apresa.

-¡Nada de eso me sirve! -protestó Z. – ¡Soy un hombre, no una estaca o un palo que se pueda enclavar en la greda! ¡Me da a mí que es mucho lo que tienes de palabrero y muy exiguo lo que posees de sabio! ¡Repiten que sabe el malo por viejo, y me ha tocado a mí un pobre diablo -ya medio ciego o enteramente dementado- que, de tan vetusto, ni entre matorral y persona distingue! ¡Más perdido que vine me marcho!

No contestó el árbol, dado que los árboles no hablan.

Había vagado Z. otro trecho, y atravesaba con muchas dificultades un marjal, cuando se topó con un conejo que, a la carrera, de alguien o algo escapaba.

– Aguarde, amigo lepórido, ya que es usted tan ágil y esbelto, y que parece venir desde el muy lejos, a buen seguro sabrá decirme hacia dónde, para de este atolladero de una vez escapar, he de orientarme.

-Apártese momentáneamente y con sumo gusto ofreceré consuelo a sus cuitas. ¡Rápido!

-Trato hecho.

-Ha de dirigirse a la negrura como me dirijo yo a mi guarida, por gélida que esté y además húmeda, sólo así quizá alcance, como yo, a ver nuevamente el manto cerúleo y la luz amarilla de un fulgurante mañana, visiones que anegan el corazón con torrentes de puro gozo; pues, puestos a hundirse, preferible a la yacija es el hoyo; mejor que las fauces, el fango. ¡Olvide ahora que alguna vez me vio!

-¡Serás mendaz y astuto, perversos cuadrúpedo! ¡Qué bien me has engañado con tus fingidas prisas para que me hiciera a un lado! ¡Ay, que era este un taimado y no un vejestorio es evidente a cuenta de cómo brinca y se maneja con ese puñado de patas que, me parece a mí que, contrariamente a las creencias de la plebe, invocadoras son de la más aciaga de las suertes, o será, ya lo entiendo, que lo que trae la dicha es rebanarlas! ¡No puede haber modo de que en verdad lombriz me creyera, o como lombriz me viese, y en un lodazal propusiera que me enterrase para poner en suspenso mi zozobra!

No contestó el conejo, dado que los conejos no hablan.

Sumamente disgustado, ya planeaba Z. proseguir en dirección a unos vericuetos que hubo distinguido con anterioridad entre las copas y que, él se calculaba, habrían de dirigirlo a algún promontorio -desde donde quizá pudiera otear la lejanía-, cuando notó que otro ser, también corriendo, se le aproximaba por donde había llegado a toda prisa el burlón de largas orejas.

Pronto descubrió que era una loba que, con los hocicos gachos, cada poco tropezaba y no rara vez gañía, de tal como eran los golpes que contra raíces, piedras y troncos se atizaba. De sus muchos cortes le manaba la savia carmesí de la vida, mas no cejaba en perseguir a aquel de quien debía querer hacer su cena, pese a que cien veces partidas había de tener ya las cejas -y aún puede que más, pues las antiguas cicatrices abundaban-.

-Dime, humano – habló jadeante. – ¿Por dónde se ha ido el conejo?

-Disculpa, no sé a quién te refieres.

Con extrañeza lo miró la fiera, que se relamía los hilillos que de las heridas le manaban. Parecían sus ojos esclerótica sola, de tan níveos como tenían iris y pupila. Circundando a Z., se puso a olisquear sus ropajes, sin que éste se atreviese a emprender la huida o a dar siquiera un paso.

-¡Ah, ya entiendo! Perdona, compañero; no me había percatado de que, como yo, eras ciego. ¡Ojalá y encuentres pronto el camino de vuelta!

-Será lerda e ingenua – decía para sí Z. cuando ya aquella se marchaba. – De tan escasa imaginación como posee, no se figura que haya quien, viendo, finja que no vea por no doblegarse a sus deseos ni hacerse partícipe de cacerías en las que no hallará placer ni sustento.

Y, cubriéndose la boca, conocedor de que eran finos los oídos de la loba, se deshacía en carcajadas, celebrando su buena suerte y su mucha astucia.

-Qué curioso, te ríes tú ahí abajo y riéndose por lo bajo iba ella cuando se marchaba.

Buscó Z. el origen de esta voz y halló que era de un cuervo. Sentado en las altas ramas de un árbol, con la cabeza ladeada, la escena había contemplado sin que, hasta que hubo pronunciado palabra, debido a que su plumaje era tan neցro, dejase de pasar inadvertido entre las sombras del incipiente atardecer en que se iba camuflando.

-¿Eh? ¡Cierra el pico, no añadas el ser cizañero a tu mala fama, pájaro de mal agüero!

-¡Ah! ¡Y yo que venía a poner remedio a tu extravío! ¡Ahí te quedas, echando de menos a tus libros, canalla!

-¡Aguarda, amigo! ¡Aguarda! No te lo tomes a pecho, tanto es el tiempo que llevo vagabundeando contra mi arbitrio, que no logro ya poner remedio a mi desabrido ánimo ni sé comportarme como es debido con los gráciles angelillos que, como tú, estos bosques guardan.

-No seas, ahora que te conviene, tan melifluo, quizá te ayude si te callas y abandonas tantos retruécanos y chanzas; que, con tus muchas tonterías, turbas la mirífica dignidad de la naturaleza.

-Accedo, pero dime una cosa: ¿cómo es que sabías de mis libros? ¿Acaso todos los hombres los atesoran, aun los que tenía yo por sandios?

-No, todos no, sólo aquellos con ínfulas. Ahora, ¡sígueme!

Trabajosamente logró no perder de vista Z. al córvido, que sobrevolaba las copas en dirección al rey de los astros; quien, pese a estar bajo, deslumbraba aún con su corona, ya más bemeja que dorada.

-¡Por aquí, por aquí! – vociferaba desde las alturas la de color mácula cuando, al volverse, encontraba a su perseguidor muy rezagado.

Por fin, se posó en mitad de un claro.

-Venga, recupera el aliento y dirígete a ese tocón; puesto allí, del más sabio, obtendrás cuanta respuesta anhelas – sentenció el ave.

-Ojalá y así sea, eternamente agradecido te estaré en dicho caso. Mas, acuérdate de lo que digo: seré de tus enemigos el más acérrimo si es este otro ardid de los muchos con los que me he visto afrentado hoy hasta el suplicio.

-Pagan noblemente mis servicios estas dulces y halagüeñas amenazas. ¿Quién de los dos será en verdad el pájaro? Quédate en tu casa, Z., ¡no vuelvas! ¡Que no precisa el bosque de más fieras!

-¡Ni medio pie habré de plantar en lo sucesivo fuera de mi jovenlandesada, tenlo por cierto! ¡Ya pueden pegarle fuego mis desaprensivos convecinos con sus teas a la ciudad entera, y desgañitarse elevando los más horrísonos alaridos al alba mientras trasiegan y fornican, que ni a rastras me sacan otra vez del camastro, ni me separan del butacón en que estudio! Muchas gracias, ¡y hasta siempre, gorrión!

Había sobre el tronco serrado al que se aproximó Z. una sierpe purpúrea de porte entre grave y lánguido que, aunque parecía absorta, no se demoró en hacer uso de la palabra. Pronunció su voz cansada:

-Aguarda, eso es todo.

-¿Aguardar a qué, señor áspid? – preguntó Z., inquietándose.

-A la caída de la noche.

-¡me acuerdo de los muertos, en los moribundos y aún en los sanos! ¿Han enloquecido los jovenlandesadores de este innoble soto? No, es que son pérfidos y los domina la nequicia. Con meridiana claridad veo ya qué es lo que acontece: busca uno que me sepulte para que abone con mi cuerpo a su prole de espantajos; otro, que me embarre hasta la sien para que me demore el peso del fango y acabe de mis entrañas ahíto el depredador que lo arrincona; y, ahora, al amparo de la nocturnidad, a saber qué planean con alevosía los presentes… ¡rijosidades a todo pasto!

-Es el hombre el que se abastece del fruto de los árboles, el que caza a los conejos y viste con sus pieles, el que domestica a los lobos y los hace guiar a los apriscos a su ganado esclavo.

-Y la única que se apunta al bestialismo es la fruta del borrico, ¿recuerdas? – añadió el cuervo, que no perdía puntada.

-¿Qué has de temer? – prosiguió la serpiente – Si padecieras algún mal, nos tendrían por adversarios tus iguales, y se apresurarían, en venganza o por temor, a extinguirnos.

-Muy cierto, porque soy queridísimo, además. Allí donde habito, me admiran tanto que me tratan de barbilindo.

-¡A eso es a lo que llaman mentir por la barba! Será más bien de barbicano – observó el oscuro ave – o de barbiestragado.

-¡Eso último ni siquiera es una palabra! ¡Oiga, atienda a cuán injuriosamente se me dirige este ser intoxicado de ruindades! ¡Es inadmisible que se falte tanto al respeto a un humilde y sosegado huésped que en ningún momento se ha hecho odioso!

-¡Malcarado!

-¡No! ¡Bestia inmunda! ¡Si me han dicho algunas veces que soy hasta atractivo!

-¡Las fulanas no cuentan!

-¡Lo dirás tú, pajarraco!

-¡Que estás contrahecho! ¡Admítelo, que te hace más daño el negarlo!

-¡Plumífero lenguaraz!

-¡Mira quién me lo llama!

Entre dimes y diretes tras*currió de forma inopinada lo que del atardecer restaba. Pronto se hizo evidente que, gracias a la oscuridad, resultaba muy sencillo distinguir el inconfundible domo de luz que sobre la urbe se alzaba, y que a todos los a ella foráneos había de resultar sobradamente conocido.

-¡Maravilloso! ¡Así que es en esa dirección que se erigía la capital de mi añoranza! ¡A mi penar se pone término! ¡Qué regocijo experimento al saber que podré retornar de una vez a la espléndida existencia de la que jamás debí abjurar! ¡Mil gracias! Os diría que me veo en deuda, pero escasamente se ve algo ya a estas horas, y aún menos preveo hacerlo en adelante. ¡Adiós!

-Aguarda aún un momento. Dime, humilde huésped, ¿qué has aprendido? – preguntó la sierpe.

-¡Muy fácil! Que la luz es mi dios, que ella hace con su sustento que crezca el árbol bello y magnífico; que por volverla a ver es capaz de soportar la humedad y gelidez de la tierra el conejo; y que, incapaz de remediar su ausencia, infinitas penalidades padece la loba y he sufrido yo hasta ahora. ¡Lo dicho!

No contestó la serpiente, dado que las serpientes no hablan.

Iba aproximándose Z. al final de su camino cuando empezó a asombrarse de lo mucho que centelleaba lo que al frente le aguardaba. Le costaba dar crédito a que hubiera sido siempre tan luminosa la vida nocturna en aquel paraje, por más que pudiera acusarse a este fenómeno de ser el principal causante de las más de sus soliviaduras; y culpó, por dar con una razón, a una tras*itoria deshabituación de sus pupilas del dolor que le causaban tan hirientes rayos.

Cruzaba ya el puente en que comenzó su periplo cuando al fin una vaharada ardiente le hizo percatarse con estupor de que lo que a través de las rendijas de los párpados a duras penas distinguía era un colosal incendio. Entre grandes chasquidos se iban consumiendo los edificios, cuyos pedazos se precipitaban peligrosamente a las calles.

-¡No! ¡Maldita sea! ¡He de salvar a mis queridos libros! ¡Mis libros!

Pero la turba, que, por no sufrir el destino de su tocaya, del fuego iba escapando, con tanta ferocidad se derramaba, que acabó Z. golpeado, mordido, pisoteado, molido a puñadas y, finalmente -de tanto combatir el alud a base de tirones, codazos y patadas- arrojado al río por unos cuantos que lo daban ya por irremediablemente histérico.

Hacia la profundidad se hundía, cargado todavía con las viandas y arrastrado por la ropa empapada, sin que pudiera idear remedio -porque, entre la completa negrura de las aguas y los muchos revoloteos que había sufrido, otra vez la orientación le fallaba, y arriba y abajo eran para él nociones desprovistas de sentido-.

Vio en esto una luz argéntea que pensó que provenía de lo que había escuchado referir como la antesala de la fin, y hacia ella, con los brazos abiertos en cruz, como el mártir y el hombre justísimo por los que se tenía, se dejó arrastrar -de triste y derrotado como estaba- en lugar de resistirse.

Encontró a la luna llena, que sobre el cosmos reinaba.

-¡Oh, maravillosa compañera! ¡Selénico faro con el que, de tan benigna luz como proyectas, hasta los arcángeles se alumbran! Me arrastra la corriente sin enmienda, dime hacia donde queda la ribera, o bien pronto feneceré, bien aterido, bien anegado.

Pero, dado que no habla la luna, no hubo contestación a esta súplica.

Exasperado y con los dientes castañeándole, escudriñó Z., sin muchas esperanzas, pero sabiendo que no restaba alternativa -salvo el exterminio-, la oscuridad en búsqueda de una salida al caudal que ya lo iba ahogando.

Tamaño esfuerzo empleó por mantenerse a flote y por hallar escapatoria que, gracias en buena medida a la luz de plata, acertó a distinguir las formas que bordeaban el río, y con no menor afán combatió a la aparentemente ineluctable fuerza que lo hacía naufragar hasta lograr derrotarla poniendo pie en la orilla.

Cayendo desmayado al suelo de resbalosos cantos, resollando y casi muerto de frío, se dijo entrecortadamente Zaratustra:

-Ahora sé qué he aprendido.
 
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