Yo llevé mi ceniza a la montaña

Clavisto

Será en Octubre
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10 Sep 2013
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El día valió las tres horas que estuve andando.

Amaneció nublado y con algo de viento que en las afueras se explayó bastante más. Por él no subí los molinos ni anduve malos senderos, antes bien lo hice como todos los demás, aunque la verdad es que tampoco iba con muchas ganas. Los dejé atrás, rodeé el otro cerro y ya dentro rodeé todo el pueblo y un poco más. Casi todos los paseantes que en las calles me encontré llevaban la mascarilla puesta. Yo no, la mía es de esas de graffitero y no me la pongo para salir a pasear.

Alcancé el perímetro del parque. Miré el reloj y vi que todavía tenía algo de tiempo. Bueno, hubiera podido cortar allí y volver a casa pero no lo hice. Pasé adelante y volví a salir afuera pero esta vez por el otro extremo. Ahí me crucé con un tío y su perro. Él me saludó y yo se lo devolví sin dejar de mirar la tierra del camino. El puente de la autovía estaba cerca. Volví a mirar el reloj y vi que lo mejor era ir regresando.

A lo lejos, en la otra punta, diminutos, aparecían los molinos. A sus pies había estado hacía un rato. Parecía mentira. Tan lejos en el espacio y tan cerca en el tiempo. Tuve una rara sensación, como si no hubiese salido de casa y sin embargo ya llevaba casi tres horas fuera de ella. Ni rastro de cansancio ni idea alguna en la cabeza. Llegué a casa.

Comí, hice algo y me eché en la cama. Casi me dormí pero no llegué a hacerlo. Justo cuando estaba a punto salía de mis labios una especie de burbuja que me sacaba del sopor. Las babillas de la desconexión, supongo. A la tercera o cuarta vez me levanté. Miré el reloj y no había pasado ni una hora. Me fui al salón.

Puse un combate de boxeo en el ordenador, el Tyson-Holyfield, la primera pelea. Esa la vi en su momento con mi padre, en el viejo bar, hace muchos años. Recordaba que Tyson le había metido una leche a Holyfield nada más dar el gong que casi lo sacó del cuadrilátero. Claro que esa madrugada yo ya estaba muy borracho. Pero sí, fue así aunque ni mucho menos tanto. Quizá todo haya sido así.

La verdad es que sólo pensaba ver eso, esa primera leche, pero lo dejé correr para acabar viéndolo entero. Yo iba con Mike, claro. Pero perdió otra vez. Holyfield le daba gracias a Dios en la entrevista tras el combate, no hacía más que decir eso entre bufido y bufido. me gusta la fruta.

Puse el segundo, el de la oreja. También lo vi entero, aunque este fue mucho más corto. Mike le mordió dos veces. Estaba muy cabreado cuando le dieron perdedor. Una nube de polis ascendió al ring para controlar la situación. Nadie podía calmar a Mike. Le entrevistaron al salir del vestuario y gruñía como una fiera herida señalando su ojo derecho que había hecho de diana para los disimulados cabezazos del buenazo de Holyfield en los clinchs. Tenía una brecha en el párpado superior que se la había abierto en el segundo asalto. Había peleado con un ojo, le decía al entrevistador. Cuando este le preguntó si se arrepentía del mordisco lo miró como si fuera a arrancarle la cabeza de un bocado.

Vi muy por encima algunos combates más de otra gente y luego fui al sillón del ventanal.

Había descargado una novela de color de un noruego actual, una que decían era buena. Pasé cuatro o cinco hojas con cierto cuidado y a la sexta la dejé. No, hoy no iba a mirar nada más que leer. Ya no sé que tecla pulsar. Esto empezó bien, muy bien, pero desde hace un par de semanas o tres o cuatro se ha tras*formado en un callejón sin salida.

Ayer fue ya la puntilla con el mamotreto que me bajé de Ricardo de la Cierva. Mi padre tenía su biografía de Franco (que leí de chaval) y cual no sería mi desesperación que al verlo citado por ahí pensé en leer algo suyo. Bueno, el día anterior y el del día de antes lo había pasado con Mario Conde y sus "Días de gloria", así que miedo ninguno. Pero no, no, no...¡jorobar, me acuerdo de la fruta, no! Qué cosa más ******, qué rollo eclesial, qué locura de huesos pulverizados. Cinco minutos a salto de página bastaron para borrarlo hasta del ordenador. Que no quedara ni rastro.

Eran las cuatro y media y ya no había nada que hacer. Cogí el teléfono y pasé el resto de la tarde mirando Internet.


Cuando empezó todo esto llegué a ser feliz. No había otra cosa que hacer que gimnasia y leer. Leí un montón de buenos libros y la buena forma, poco a poco, volvió a mi sin necesidad de estar tres horas andando por ahí. Media hora de ejercicio y un cuarto de pegarle al saco hacen más milagros que cualquier libro lleno de polvo y cosa trasmundana. Después una buena ducha, una buena comida, una tranquila siesta con la boca cerrada y la tarde para leer. ¡Qué buenos ratos pasé! Ni me acordaba que estaba encerrado.

No sé si primero fue el pequeño dolor en la pierna que me hizo parar un tanto hasta hacerlo del todo o la paulatina escasez de libros buenos pero la cosa fue que poco a poco todo ha acabado por jorobarse. Luego llegó el dolor en el cuello por una mala postura ante el ordenador y eso fue el acabóse: he pasado tres noches sin apenas dormir. Ayer por la tarde (el segundo día medicado) estuve a punto de ir a Urgencias. Pero aguanté.


Ha habido un buen libro durante todo este tiempo revuelto, en este nublado que ha ido viniendo: el de Tyson. Una biografía que es un ajuste de consigo mismo. Un epílogo que me recordó las "Memorias del subsuelo" de Dostoyevski. Una cosa brutal. Un rajarse a uno mismo como pocas veces he visto. Tan fuerte que se nota le dieron el toque para que lo edulcoraran un tanto en su remate. Pero no hay que ser muy listo para darse cuenta de que ese ya no es Tyson sino su editorial.


Mañana saldré tan pronto como hoy. Puede que lo haga antes. He bebido y será mejor que ponga el despertador. No quiero dormirme. Ya no tengo libros.

Saldré a la calle y enseguida andaré por las afueras, pero esta vez entre los salvajes matorrales nacidos en esta rara primavera, allí donde no se ve más camino que el guardado por tu memoria, entre tinajas abandonadas y chamizos derruidos, imposibles hasta para el más tirado de los vagabundos; cruzaré las vías del tren y mearé en sus cunetas, aunque puede que lo haga entre aquellas; miraré hacia arriba, veré el pedregoso sendero que conduce a los molinos de viento y lo haga o no los subiré por su cara más jodida, por su peor ladera, allí donde las viñas hace tiempo que no tienen nombre. Y cuando llegué arriba plantaré las dos manos sobre su encalado por tres veces.

Y bajaré de allí sin pararme a mirar nada, sin necesidad de respirar nada, sin la obligación de sentir nada.


Luego, desde el otro lado, los encontraré pequeños, diminutos, como tantas otras veces.


Y mañana será una más.
 
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