Eric Finch
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¿Y si los antifascistas más eficaces están en el centroderecha? – Fundación para la Libertad
¿Y si los antifascistas más eficaces están en el centroderecha?
06/06/2020
Juan Soto Ivars-El Confidencial
A la manera socrática, me haré preguntas. Primera: ¿qué es hoy un fascista?
Segunda, derivada: ¿es antifascista hoy antónimo de fascista? Pese a las apariencias no son preguntas pequeñas, ni sencillas
Enorme revuelo, gracioso y jugoso, el que ha provocado el enésimo tuit cafre de Donald Trump. Dijo que declarará la organización ANTIFA grupo terrorista. Rápidamente, el trumpeteo se replicó desde las cuentas del movimiento populista internacional. Aquí lo celebraba Abascal y le insinuó a Trump que al terrorista lo tenemos de vicepresidente. En fin: estos listos hacen ver que son más simples que el mecanismo de un botijo.
El caramelito estaba en la puerta del colegio y la bandada de reacciones no se hizo esperar: “¡Trump y Abascal acaban de declararse fascistas! ¡Jo, jo! ¡Si no eres antifascista eres fascista!”. La pusieron a huevo, pero ¿es eso cierto? A la manera socrática, me haré preguntas. Primera: ¿qué es hoy un fascista? Segunda, derivada: ¿es antifascista hoy antónimo de fascista? Pese a las apariencias no son preguntas pequeñas, ni sencillas. Tampoco la que he elegido como titular, cuya respuesta aguarda tras resolver otras, al final del artículo.
Nota: escribo en el aniversario de la fin de Chaves Nogales. Lo hago desde lo más profundo del búnker que hay debajo de la Cancillería. Oigo resonar las bombas tuiteras: ¡equidistante! ¡tibio! ¡blanqueador!, y me hace gracia que estos términos sean tan del gusto de los extremistas de los dos lados. Tengo ganas de saber cómo se leerán dentro de cien años. Solo espero que alguien haya mejorado la güija para entonces.
Emilio Gentile, reputadísimo experto en la historia del fascismo, se muere un poco cada vez que oye llamar fascista a gente como Trump, Bolsonaro o Abascal. El motivo: Gentile es historiador, lo que significa que su trabajo es clamar en el desierto del relativismo cultural. Le gustaría —está loco— que la gente usara los términos con precisión. Contextualiza la palabra “fascismo” en muchos volúmenes sin que nadie lo lea.
Pero no se rinde: dispuesto a hablarle al siglo XXI en su propio idioma, saca un librito breve, lo que la neolengua llamaría “para dummies” (“apto para analfabetos funcionales” en viejolengua). El librito, ‘Quién es fascista’ (Alianza), se publica en paralelo a otro: ‘Instrucciones para convertirse en fascista’ de Michela Murgia (Seix Barral). Ignoro cuál ha vendido más, pero sé que las ideas de Murgia son más exitosas. Básicamente: si te ofende, es fascista.
Hay que preguntarse de dónde viene la noción laxa de fascismo que emplea Murgia y que está tan en consonancia con el uso vulgar. La propia autora responde: fue Umberto Eco quien habló de “fascismo eterno” en una conferencia que él mismo calificaría de provocadora. Su charla se convirtió en libro, y el libro en algo mucho más efectivo, un meme. Eco razonaba que, tras la Guerra, el fascismo no había sido vencido, sino anestesiado. Nos daba catorce puntos para detectar a un fascista en tiempos de paz.
Lo que no quedó claro es si, de esos catorce puntos, bastaba con cumplir unos cuantos. ¿Cinco te hacen fascista? ¿Seis? En palabras de Eco, “detrás de un régimen y de su ideología hay una manera de pensar y de sentir, una serie de hábitos culturales, una nebulosa de instintos oscuros y de pulsiones insondables”. Es decir: el fascismo sería el “Zeigeist” de la gente caracterizada por el nacionalismo extremo, la tradición, la irracionalidad, y la alergia al progreso y a la diversidad. Su táctica, como la de los viejos fascistas, la “guerra permanente”.
En su camino hacia la eternidad, el fascismo del que habla Eco habrá perdido elementos de su identidad
Bien. Es una definición golosa, juguetona, pero aquí viene el aguafiestas Gentile: es demasiado laxa. Ahí puede entrar no ya Trump, sino sus enemigos, los guerrilleros del Isis. Poco amigo de la imprecisión, Emilio Gentile argumenta que si el fascismo es eterno y se rige por esos catorce puntos, habremos de aceptar entonces que ya no es fascismo, sino otra cosa diferente. Es decir: en su camino hacia la eternidad, el fascismo del que habla Eco habrá perdido elementos centrales de su identidad.
Gentile, que se sabe en minoría, trata de asustarnos: ¿seremos capaces de detectar el auténtico fascismo si resucita después de haber llamado fascista a todo lo que nos ha dado la gana? En España se ha descrito con esta palabra al PP, a Ciudadanos, a ERC, a ETA y a la progenitora que los parió. Da la impresión, pues, de que el término ha ido más allá de Gentile y también más allá de los catorce puntos de Eco hasta desembocar en Murgia. O que “fascismo” es lo que los alemanes, expertos en palabras imposibles para tartamudos, llaman ‘Totschlagargument’: recursos retóricos que buscan, de un solo golpe, liquidar jovenlandesalmente al oponente de modo que no pueda hacerse cargo de sus argumentos, según traduce Alex Kaiser.
Como soy un lector de historia me quedo con la opción de Gentile a la espera de que Eco resucite para contestarle, y desecho la de Murgia. Vox, Trump y compañía no me parecen fascistas. Pero entonces ¿qué son? Podríamos decir “ultraderecha”, pero no es un término preciso. Me gusta más nacionalpopulismo: señala que son nacionalistas, derechistas y que se les supone la intención de derruir las instituciones del Estado liberal desde dentro con agitación populista. Pese a cumplir una parte de los catorce puntos de Eco, la ausencia de milicias armadas los diferencia del fascismo verdadero.
Trump y compañía no me parecen fascistas. Pero entonces ¿qué son? Podríamos decir “ultraderecha”, pero no es un término preciso
Colocar al fascismo en su lugar —la historia del siglo XX— y emplear una nueva categoría me parece la mejor opción para señalar a un movimiento nuevo, polimorfo, internacional, cínico y posmoderno. No es blanquear, sino alumbrar.
Entonces, ¿qué es antifascista?
Vamos a por la segunda pregunta. Si lo que amenaza hoy al Estado no es el fascismo, ¿a qué se opone exactamente el movimiento antifascista? La tradición antifascista viene del tiempo de los fascismos. Remite a partisanos, bombas, astucia y agentes secretos de Moscú. Tras la caída definitiva de Hitler y Mussolini, el movimiento antifascista resistió en forma de movimientos socialistas, anarquistas y comunistas en Portugal, Alemania, Grecia, Italia, la Francia de mayo del 68 y España y su exilio.
El antifascismo englobaba por tanto a movimientos enemigos a fin entre sí, hasta el punto de que trotskistas, maoístas, estalinistas, leninistas y demás acostumbraban a tildarse de fascistas en sus animadas reuniones de cafetería. Y, ¿acaso no era antifascista la derecha liberal? ¿No era antifascista el conservadurismo moderado? ¿Dónde terminaba la línea del antifascismo? ¿En proclamarse así?
Muchos fascistas y nazis se disfrazaron de demócratas en la Alemania Occidental y los países de la futura Unión Europea. ¿Habían desaparecido estas personas reaccionarias? No: pero había desaparecido el espacio para sus ideas. Sencillamente, estaba mal visto. Las banderas nazis y las medallas de Mussolini se mostraban a las visitas curiosas, a los amigos de confianza. Muchos de estos individuos murieron ricos.
Mientras los movimientos neonazis iban brotando aquí y allá en los márgenes de las sociedades democráticas y capitalistas, la etiqueta “antifascista” quedó en manos de grupos de extrema izquierda, orgullosos de identificarse con los viejos partisanos de la guerra, y bastante aficionados a la épica. Miraban a Latinoamérica, donde verdaderos fascistas engordaban alimentados por la CIA y promovían reinos del terror y la represión. Empezó a llamarse fascista a la CIA y a los Estados Unidos. Finalmente, se equiparó fascismo y capitalismo.
Y así llegamos a antes de ayer. Mi impresión es que, como el fascismo, el antifascismo se fue vaciando de contenido. Dejó de significar “oposición al fascismo” cuando el fascismo dejó de significar “fascismo”. Con el surgimiento de los movimientos nacionalpopulistas, el antifascismo ha vuelto a estar de actualidad. En mi opinión, mezcla unos valores positivos con tácticas no siempre honestas de agitación.
El antifascista de hoy no se caracteriza tanto por su oposición a un fantasma, sino por su apuesta decidida por el feminismo, la diversidad sensual, el antirracismo, el aborto, el anticapitalismo, el ecologismo y por haber trasladado el grueso de la batalla de las peligrosas escaramuzas del Maquis a las redes sociales.
¿Quién puede frenar, finalmente, eso que llaman fascismo?
Mark Lilla y Steven Pinker nos recuerdan que hemos llegado aquí tras décadas aburridísimas que se fueron al cuerno con la gran crisis de 2008. Durante años, cualquier movimiento radical era marginado por las urnas. Incluso el votante más talibán parecía decantarse por opciones moderadas. Había elementos extremistas en los partidos, pero quedaban en segundo plano. Al fin y al cabo, el electorado era un señor rellenito, frívolo, individualista y desapasionado. “¿Dónde comemos hoy?” era una pregunta más candente que “¿qué votaré mañana?”.
Los antifascistas de hoy sienten que son la última barricada ante el auge de las extremas derechas y, todo lo demás, es equidistancia
Pero las cosas han cambiado mucho. Por todas partes surgen movimientos extremistas. Todo el mundo se significa políticamente, con orgullo si es en el extremo y con vergüenza o prudencia si no es así. Los antifascistas de hoy sienten que son la última barricada ante el auge de las extremas derechas y, todo lo demás, es equidistancia. Pero hay que hacerse esta pregunta fundamental: ¿debilita la izquierda radical a sus oponentes?
Mi intuición me dice que no. Más bien, todo lo contrario. Dado que estamos metidos en una dinámica newtoniana de polarización, a cada movimiento le sucede uno de igual fuerza en sentido contrario. Un extremo calienta al otro, todo se escinde en dos mitades, y cada cual habla para los suyos, básicamente porque son los únicos que le escuchan, si no es para mofarse de él.
De esta manera, el actual antifascismo encuentra en el nacionalipopulismo no solo un adversario, sino una razón de ser. Y en el otro lado ocurre exactamente lo mismo: los nacionalpopulistas no ofrecen nada pero dejan muy claro que son el enemigo de la “dictadura progre”, los “bolivarianos socialcomunistas” y demás espectros de ficción. La imprecisión con que catalogan a sus adversarios solo es comparable al éxito de sus campañas de propaganda.
En mi opinión, el auge del nacionalpopulismo no se debe tanto a que el fascismo sea eterno, como decía Eco, sino a que en mitad de la tensión ideológica todos los vasos comunicantes se vuelven más estrechos o son boicoteados. Las tierras de nadie, propicias a la reflexión y el debate, empequeñecen. Por eso, me parece que el único “antifascismo” que puede funcionar hoy por hoy es el que tiende puentes entre la izquierda y la derecha, el que favorece acuerdos amplios para la mayoría, el que contribuye a enfriar el clima de apasionamiento político.
De aquí viene la paradoja del titular. Pienso que los políticos de centroderecha pueden ser una medicina más eficaz contra el auge nacionalpopulista que las alertas antifascistas. El electorado seducido por Vox no va a escuchar a una izquierda enfurecida, ni van a tomar en serio referencias a Hitler o Mussolini. Al contrario: van a atrincherarse. La barricada simbólica de la izquierda contenta a su propia parroquia, pero tensa más el ambiente. Para salir de las barricadas hace falta justo eso: salir de las barricadas.
Pienso que los políticos de centroderecha pueden ser una medicina más eficaz contra el auge nacionalpopulista que las alertas antifascistas
Mi opinión es que estos movimientos peligrosos están engordando gracias a la tensión general. Y que no los frenará la épica del enfrentamiento, al contrario: el único freno será que todo el ambiente político se relaje simultáneamente. Miro de reojo a gente como Martínez-Almeida, Feijóo o la nueva directiva de Ciudadanos, y me pregunto si hay alguien ahí verdaderamente dispuesto a dar este paso valiente, y si en caso de hacerlo encontrarán enfrente el espacio necesario para reacomodarse. También me pregunto si querrán hacerlo.
Llámese fascismo, llámese nacionalpopulismo, llámese polarización: la bola de demoliciones ataca a las instituciones del Estado liberal. Y me parece que solo con justicia y pacificación se frenará el derribo a tiempo.
Sí, vale, es muy culto y tal. Y ahora, ¿podrá decirnos qué hacemos con la hezkierda estulto? ¿Cómo retrotraemos las cosas al estado anterior a la aprobación de la ley del jenaro? Que se dejen de conceptos teóricos: tenemos problemas prácticos que no se solucionan con charlatanería aristotélica ni cháchara de chalanes que piensan que su público es un populacho de gañanes.
¿Y si los antifascistas más eficaces están en el centroderecha?
06/06/2020
Juan Soto Ivars-El Confidencial
A la manera socrática, me haré preguntas. Primera: ¿qué es hoy un fascista?
Segunda, derivada: ¿es antifascista hoy antónimo de fascista? Pese a las apariencias no son preguntas pequeñas, ni sencillas
Enorme revuelo, gracioso y jugoso, el que ha provocado el enésimo tuit cafre de Donald Trump. Dijo que declarará la organización ANTIFA grupo terrorista. Rápidamente, el trumpeteo se replicó desde las cuentas del movimiento populista internacional. Aquí lo celebraba Abascal y le insinuó a Trump que al terrorista lo tenemos de vicepresidente. En fin: estos listos hacen ver que son más simples que el mecanismo de un botijo.
El caramelito estaba en la puerta del colegio y la bandada de reacciones no se hizo esperar: “¡Trump y Abascal acaban de declararse fascistas! ¡Jo, jo! ¡Si no eres antifascista eres fascista!”. La pusieron a huevo, pero ¿es eso cierto? A la manera socrática, me haré preguntas. Primera: ¿qué es hoy un fascista? Segunda, derivada: ¿es antifascista hoy antónimo de fascista? Pese a las apariencias no son preguntas pequeñas, ni sencillas. Tampoco la que he elegido como titular, cuya respuesta aguarda tras resolver otras, al final del artículo.
Nota: escribo en el aniversario de la fin de Chaves Nogales. Lo hago desde lo más profundo del búnker que hay debajo de la Cancillería. Oigo resonar las bombas tuiteras: ¡equidistante! ¡tibio! ¡blanqueador!, y me hace gracia que estos términos sean tan del gusto de los extremistas de los dos lados. Tengo ganas de saber cómo se leerán dentro de cien años. Solo espero que alguien haya mejorado la güija para entonces.
Emilio Gentile, reputadísimo experto en la historia del fascismo, se muere un poco cada vez que oye llamar fascista a gente como Trump, Bolsonaro o Abascal. El motivo: Gentile es historiador, lo que significa que su trabajo es clamar en el desierto del relativismo cultural. Le gustaría —está loco— que la gente usara los términos con precisión. Contextualiza la palabra “fascismo” en muchos volúmenes sin que nadie lo lea.
Pero no se rinde: dispuesto a hablarle al siglo XXI en su propio idioma, saca un librito breve, lo que la neolengua llamaría “para dummies” (“apto para analfabetos funcionales” en viejolengua). El librito, ‘Quién es fascista’ (Alianza), se publica en paralelo a otro: ‘Instrucciones para convertirse en fascista’ de Michela Murgia (Seix Barral). Ignoro cuál ha vendido más, pero sé que las ideas de Murgia son más exitosas. Básicamente: si te ofende, es fascista.
Hay que preguntarse de dónde viene la noción laxa de fascismo que emplea Murgia y que está tan en consonancia con el uso vulgar. La propia autora responde: fue Umberto Eco quien habló de “fascismo eterno” en una conferencia que él mismo calificaría de provocadora. Su charla se convirtió en libro, y el libro en algo mucho más efectivo, un meme. Eco razonaba que, tras la Guerra, el fascismo no había sido vencido, sino anestesiado. Nos daba catorce puntos para detectar a un fascista en tiempos de paz.
Lo que no quedó claro es si, de esos catorce puntos, bastaba con cumplir unos cuantos. ¿Cinco te hacen fascista? ¿Seis? En palabras de Eco, “detrás de un régimen y de su ideología hay una manera de pensar y de sentir, una serie de hábitos culturales, una nebulosa de instintos oscuros y de pulsiones insondables”. Es decir: el fascismo sería el “Zeigeist” de la gente caracterizada por el nacionalismo extremo, la tradición, la irracionalidad, y la alergia al progreso y a la diversidad. Su táctica, como la de los viejos fascistas, la “guerra permanente”.
En su camino hacia la eternidad, el fascismo del que habla Eco habrá perdido elementos de su identidad
Bien. Es una definición golosa, juguetona, pero aquí viene el aguafiestas Gentile: es demasiado laxa. Ahí puede entrar no ya Trump, sino sus enemigos, los guerrilleros del Isis. Poco amigo de la imprecisión, Emilio Gentile argumenta que si el fascismo es eterno y se rige por esos catorce puntos, habremos de aceptar entonces que ya no es fascismo, sino otra cosa diferente. Es decir: en su camino hacia la eternidad, el fascismo del que habla Eco habrá perdido elementos centrales de su identidad.
Gentile, que se sabe en minoría, trata de asustarnos: ¿seremos capaces de detectar el auténtico fascismo si resucita después de haber llamado fascista a todo lo que nos ha dado la gana? En España se ha descrito con esta palabra al PP, a Ciudadanos, a ERC, a ETA y a la progenitora que los parió. Da la impresión, pues, de que el término ha ido más allá de Gentile y también más allá de los catorce puntos de Eco hasta desembocar en Murgia. O que “fascismo” es lo que los alemanes, expertos en palabras imposibles para tartamudos, llaman ‘Totschlagargument’: recursos retóricos que buscan, de un solo golpe, liquidar jovenlandesalmente al oponente de modo que no pueda hacerse cargo de sus argumentos, según traduce Alex Kaiser.
Como soy un lector de historia me quedo con la opción de Gentile a la espera de que Eco resucite para contestarle, y desecho la de Murgia. Vox, Trump y compañía no me parecen fascistas. Pero entonces ¿qué son? Podríamos decir “ultraderecha”, pero no es un término preciso. Me gusta más nacionalpopulismo: señala que son nacionalistas, derechistas y que se les supone la intención de derruir las instituciones del Estado liberal desde dentro con agitación populista. Pese a cumplir una parte de los catorce puntos de Eco, la ausencia de milicias armadas los diferencia del fascismo verdadero.
Trump y compañía no me parecen fascistas. Pero entonces ¿qué son? Podríamos decir “ultraderecha”, pero no es un término preciso
Colocar al fascismo en su lugar —la historia del siglo XX— y emplear una nueva categoría me parece la mejor opción para señalar a un movimiento nuevo, polimorfo, internacional, cínico y posmoderno. No es blanquear, sino alumbrar.
Entonces, ¿qué es antifascista?
Vamos a por la segunda pregunta. Si lo que amenaza hoy al Estado no es el fascismo, ¿a qué se opone exactamente el movimiento antifascista? La tradición antifascista viene del tiempo de los fascismos. Remite a partisanos, bombas, astucia y agentes secretos de Moscú. Tras la caída definitiva de Hitler y Mussolini, el movimiento antifascista resistió en forma de movimientos socialistas, anarquistas y comunistas en Portugal, Alemania, Grecia, Italia, la Francia de mayo del 68 y España y su exilio.
El antifascismo englobaba por tanto a movimientos enemigos a fin entre sí, hasta el punto de que trotskistas, maoístas, estalinistas, leninistas y demás acostumbraban a tildarse de fascistas en sus animadas reuniones de cafetería. Y, ¿acaso no era antifascista la derecha liberal? ¿No era antifascista el conservadurismo moderado? ¿Dónde terminaba la línea del antifascismo? ¿En proclamarse así?
Muchos fascistas y nazis se disfrazaron de demócratas en la Alemania Occidental y los países de la futura Unión Europea. ¿Habían desaparecido estas personas reaccionarias? No: pero había desaparecido el espacio para sus ideas. Sencillamente, estaba mal visto. Las banderas nazis y las medallas de Mussolini se mostraban a las visitas curiosas, a los amigos de confianza. Muchos de estos individuos murieron ricos.
Mientras los movimientos neonazis iban brotando aquí y allá en los márgenes de las sociedades democráticas y capitalistas, la etiqueta “antifascista” quedó en manos de grupos de extrema izquierda, orgullosos de identificarse con los viejos partisanos de la guerra, y bastante aficionados a la épica. Miraban a Latinoamérica, donde verdaderos fascistas engordaban alimentados por la CIA y promovían reinos del terror y la represión. Empezó a llamarse fascista a la CIA y a los Estados Unidos. Finalmente, se equiparó fascismo y capitalismo.
Y así llegamos a antes de ayer. Mi impresión es que, como el fascismo, el antifascismo se fue vaciando de contenido. Dejó de significar “oposición al fascismo” cuando el fascismo dejó de significar “fascismo”. Con el surgimiento de los movimientos nacionalpopulistas, el antifascismo ha vuelto a estar de actualidad. En mi opinión, mezcla unos valores positivos con tácticas no siempre honestas de agitación.
El antifascista de hoy no se caracteriza tanto por su oposición a un fantasma, sino por su apuesta decidida por el feminismo, la diversidad sensual, el antirracismo, el aborto, el anticapitalismo, el ecologismo y por haber trasladado el grueso de la batalla de las peligrosas escaramuzas del Maquis a las redes sociales.
¿Quién puede frenar, finalmente, eso que llaman fascismo?
Mark Lilla y Steven Pinker nos recuerdan que hemos llegado aquí tras décadas aburridísimas que se fueron al cuerno con la gran crisis de 2008. Durante años, cualquier movimiento radical era marginado por las urnas. Incluso el votante más talibán parecía decantarse por opciones moderadas. Había elementos extremistas en los partidos, pero quedaban en segundo plano. Al fin y al cabo, el electorado era un señor rellenito, frívolo, individualista y desapasionado. “¿Dónde comemos hoy?” era una pregunta más candente que “¿qué votaré mañana?”.
Los antifascistas de hoy sienten que son la última barricada ante el auge de las extremas derechas y, todo lo demás, es equidistancia
Pero las cosas han cambiado mucho. Por todas partes surgen movimientos extremistas. Todo el mundo se significa políticamente, con orgullo si es en el extremo y con vergüenza o prudencia si no es así. Los antifascistas de hoy sienten que son la última barricada ante el auge de las extremas derechas y, todo lo demás, es equidistancia. Pero hay que hacerse esta pregunta fundamental: ¿debilita la izquierda radical a sus oponentes?
Mi intuición me dice que no. Más bien, todo lo contrario. Dado que estamos metidos en una dinámica newtoniana de polarización, a cada movimiento le sucede uno de igual fuerza en sentido contrario. Un extremo calienta al otro, todo se escinde en dos mitades, y cada cual habla para los suyos, básicamente porque son los únicos que le escuchan, si no es para mofarse de él.
De esta manera, el actual antifascismo encuentra en el nacionalipopulismo no solo un adversario, sino una razón de ser. Y en el otro lado ocurre exactamente lo mismo: los nacionalpopulistas no ofrecen nada pero dejan muy claro que son el enemigo de la “dictadura progre”, los “bolivarianos socialcomunistas” y demás espectros de ficción. La imprecisión con que catalogan a sus adversarios solo es comparable al éxito de sus campañas de propaganda.
En mi opinión, el auge del nacionalpopulismo no se debe tanto a que el fascismo sea eterno, como decía Eco, sino a que en mitad de la tensión ideológica todos los vasos comunicantes se vuelven más estrechos o son boicoteados. Las tierras de nadie, propicias a la reflexión y el debate, empequeñecen. Por eso, me parece que el único “antifascismo” que puede funcionar hoy por hoy es el que tiende puentes entre la izquierda y la derecha, el que favorece acuerdos amplios para la mayoría, el que contribuye a enfriar el clima de apasionamiento político.
De aquí viene la paradoja del titular. Pienso que los políticos de centroderecha pueden ser una medicina más eficaz contra el auge nacionalpopulista que las alertas antifascistas. El electorado seducido por Vox no va a escuchar a una izquierda enfurecida, ni van a tomar en serio referencias a Hitler o Mussolini. Al contrario: van a atrincherarse. La barricada simbólica de la izquierda contenta a su propia parroquia, pero tensa más el ambiente. Para salir de las barricadas hace falta justo eso: salir de las barricadas.
Pienso que los políticos de centroderecha pueden ser una medicina más eficaz contra el auge nacionalpopulista que las alertas antifascistas
Mi opinión es que estos movimientos peligrosos están engordando gracias a la tensión general. Y que no los frenará la épica del enfrentamiento, al contrario: el único freno será que todo el ambiente político se relaje simultáneamente. Miro de reojo a gente como Martínez-Almeida, Feijóo o la nueva directiva de Ciudadanos, y me pregunto si hay alguien ahí verdaderamente dispuesto a dar este paso valiente, y si en caso de hacerlo encontrarán enfrente el espacio necesario para reacomodarse. También me pregunto si querrán hacerlo.
Llámese fascismo, llámese nacionalpopulismo, llámese polarización: la bola de demoliciones ataca a las instituciones del Estado liberal. Y me parece que solo con justicia y pacificación se frenará el derribo a tiempo.
Sí, vale, es muy culto y tal. Y ahora, ¿podrá decirnos qué hacemos con la hezkierda estulto? ¿Cómo retrotraemos las cosas al estado anterior a la aprobación de la ley del jenaro? Que se dejen de conceptos teóricos: tenemos problemas prácticos que no se solucionan con charlatanería aristotélica ni cháchara de chalanes que piensan que su público es un populacho de gañanes.