lyoko
Madmaxista
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Excelente artículo:
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Y Mao preguntó por España, de Enric Juliana en La Vanguardia
CUADERNO DE MADRID
Gerald Ford le dice a Mao Zedong, presidente del Partido Comunista de China: “Nos preocupan mucho Portugal, España, Italia y Grecia. Hay que reforzar el ombligo euromediterráneo porque esa puede ser una de las zonas de expansión de la URSS”.
Mao, contrario al expansionismo soviético desde la fin de Stalin, hace una breve pausa y responde como un viejo mandarín al corriente de todos los asuntos del globo. Responde con lentitud porque ya está muy enfermo. Tabaquismo. Problemas cardiacos y pulmonares.
- Pero ustedes no condenaron nunca a Franco.
- Es verdad, no le condenamos, pero apoyaremos al rey Juan Carlos y conseguiremos que España entre en la OTAN, replica Ford.
- Sería bueno -vuelve a responder Mao- que España pudiese entrar en el Mercado Común. ¿Por qué no lo acepta la Comunidad Económica Europea?
Llegados a este punto, tercia el secretario de Estado Henry Kissinger, señalando que la mayoría de los países europeos son aún reticentes.
Pekín, 2 de diciembre de 1975, doce días después de la fin del general Franco en Madrid. Segunda visita de un presidente de Estados Unidos a la República Popular China, después del primer viaje de Richard Nixon en 1972. Objetivo: la Gran Pinza. La obra maestra de Kissinger. EE. UU. ha perdido la guerra de Vietnam, el país asiático más amigo de la URSS, y China, que está comenzando a madurar como potencia, ya no acepta el paternalismo prepotente de los comunistas rusos. El diálogo citado pertenece al memorando oficial norteamericano, desclasificado el año 2000.
Portugal, España. Italia y Grecia. Ford y Kissinger tenían motivos de sobra para estar preocupados. La inesperada revolución militar democrática en Portugal había evolucionado en muy pocos meses hacia un bonapartismo aparentemente pilotado por el Partido Comunista. Las colonias portuguesas en África habían sido liberadas y se aproximaban a la órbita soviética.
En España acababa de morir Franco.
En Italia, un robusto partido comunista algo distanciado de Moscú ya superaba el treinta por ciento de los votos y en la eterna Democracia Cristiana, bajo la tutoría del Papa Pablo VI, comenzaban a surgir voces a favor de un cierto pacto entre católicos y marxistas. En Grecia, la dictadura de los coroneles acababa de derrumbarse en 1974 tras la insensata oleada turística de la isla de Chipre. Un político conservador protegido por Francia, Konstantinos Karamanlis, pilotaba una gradual democratización de la que había sido excluida la monarquía.
Aunque España era un grandísimo interrogante, la principal preocupación de Kissinger era Portugal. El primer ministro Vasco Gonçalves, coronel de ingenieros que había redactado el manifiesto revolucionario, promovía la reforma agraria, la nacionalización de la banca y la decimotercera paga. Kissinger estaba a punto de instigar la fractura definitiva del ejército y el enfrentamiento de las unidades apostadas en el norte con la guarnición de Lisboa, controlada por el teniente coronel Otelo de Saraiva Carvalho, el más izquierdista de los jefes militares. El embajador de Estados Unidos en Lisboa, Frank Carlucci, le frenó.
Con el apoyo del general Vernon Walters, subdirector de la CIA, le dijo que repetir la carnicería de Chile en Portugal, con España en coma, podía ser una gran locura. Carlucci no era un pacifista. Había participado en 1961 en la caída y posterior liquidación del líder revolucionario congoleño Patrice Lumumba. Había conspirado en Tanzania contra Julius Nyerere, demasiado amigo de los rusos, y había ayudado al general Walters a chequear en 1964 la recién inaugurada dictadura brasileña del general Castelo Branco. Carlucci era un cualificado profesional de la guerra fría. Pidió tiempo a Kissinger para lograr -con la ayuda de los socialdemócratas alemanes y del Vaticano-, el afianzamiento del socialista Mario Soares, líder jovenlandesal de un parlamento recién elegido, que los militares revolucionarios se empeñaban en tutelar. Le salió bien. Portugal se asentó y después de él todas las demás piezas del ombligo euromediterráneo. A los griegos los dejaron sueltos con sus trampas entre clanes (Karamanlis-Papandreu) puesto que ya se adivinaban graves problemas en los Balcanes. Italia, importantísima, siguió siendo un magnífico laberinto. Y la vigorosa España dio la sorpresa. La OTAN aseguró el flanco, el Mercado Común se amplió, la URSS desapareció, China dio el Gran Salto Adelante, las empresas alemanas vendieron más coches y lavavajillas que nunca, y los europeos del sur fueron felices y comieron perdices durante treinta años, comprando a crédito y ajenos a toda obligación luterana.
Compren, compren, compren. Hipotequen, hipotequen. Y olviden las penas del pasado. Nadie les advirtió que la Reforma protestante tiene prohibido estirar más el brazo que la manga.
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Y Mao preguntó por España, de Enric Juliana en La Vanguardia
CUADERNO DE MADRID
Gerald Ford le dice a Mao Zedong, presidente del Partido Comunista de China: “Nos preocupan mucho Portugal, España, Italia y Grecia. Hay que reforzar el ombligo euromediterráneo porque esa puede ser una de las zonas de expansión de la URSS”.
Mao, contrario al expansionismo soviético desde la fin de Stalin, hace una breve pausa y responde como un viejo mandarín al corriente de todos los asuntos del globo. Responde con lentitud porque ya está muy enfermo. Tabaquismo. Problemas cardiacos y pulmonares.
- Pero ustedes no condenaron nunca a Franco.
- Es verdad, no le condenamos, pero apoyaremos al rey Juan Carlos y conseguiremos que España entre en la OTAN, replica Ford.
- Sería bueno -vuelve a responder Mao- que España pudiese entrar en el Mercado Común. ¿Por qué no lo acepta la Comunidad Económica Europea?
Llegados a este punto, tercia el secretario de Estado Henry Kissinger, señalando que la mayoría de los países europeos son aún reticentes.
Pekín, 2 de diciembre de 1975, doce días después de la fin del general Franco en Madrid. Segunda visita de un presidente de Estados Unidos a la República Popular China, después del primer viaje de Richard Nixon en 1972. Objetivo: la Gran Pinza. La obra maestra de Kissinger. EE. UU. ha perdido la guerra de Vietnam, el país asiático más amigo de la URSS, y China, que está comenzando a madurar como potencia, ya no acepta el paternalismo prepotente de los comunistas rusos. El diálogo citado pertenece al memorando oficial norteamericano, desclasificado el año 2000.
Portugal, España. Italia y Grecia. Ford y Kissinger tenían motivos de sobra para estar preocupados. La inesperada revolución militar democrática en Portugal había evolucionado en muy pocos meses hacia un bonapartismo aparentemente pilotado por el Partido Comunista. Las colonias portuguesas en África habían sido liberadas y se aproximaban a la órbita soviética.
En España acababa de morir Franco.
En Italia, un robusto partido comunista algo distanciado de Moscú ya superaba el treinta por ciento de los votos y en la eterna Democracia Cristiana, bajo la tutoría del Papa Pablo VI, comenzaban a surgir voces a favor de un cierto pacto entre católicos y marxistas. En Grecia, la dictadura de los coroneles acababa de derrumbarse en 1974 tras la insensata oleada turística de la isla de Chipre. Un político conservador protegido por Francia, Konstantinos Karamanlis, pilotaba una gradual democratización de la que había sido excluida la monarquía.
Aunque España era un grandísimo interrogante, la principal preocupación de Kissinger era Portugal. El primer ministro Vasco Gonçalves, coronel de ingenieros que había redactado el manifiesto revolucionario, promovía la reforma agraria, la nacionalización de la banca y la decimotercera paga. Kissinger estaba a punto de instigar la fractura definitiva del ejército y el enfrentamiento de las unidades apostadas en el norte con la guarnición de Lisboa, controlada por el teniente coronel Otelo de Saraiva Carvalho, el más izquierdista de los jefes militares. El embajador de Estados Unidos en Lisboa, Frank Carlucci, le frenó.
Con el apoyo del general Vernon Walters, subdirector de la CIA, le dijo que repetir la carnicería de Chile en Portugal, con España en coma, podía ser una gran locura. Carlucci no era un pacifista. Había participado en 1961 en la caída y posterior liquidación del líder revolucionario congoleño Patrice Lumumba. Había conspirado en Tanzania contra Julius Nyerere, demasiado amigo de los rusos, y había ayudado al general Walters a chequear en 1964 la recién inaugurada dictadura brasileña del general Castelo Branco. Carlucci era un cualificado profesional de la guerra fría. Pidió tiempo a Kissinger para lograr -con la ayuda de los socialdemócratas alemanes y del Vaticano-, el afianzamiento del socialista Mario Soares, líder jovenlandesal de un parlamento recién elegido, que los militares revolucionarios se empeñaban en tutelar. Le salió bien. Portugal se asentó y después de él todas las demás piezas del ombligo euromediterráneo. A los griegos los dejaron sueltos con sus trampas entre clanes (Karamanlis-Papandreu) puesto que ya se adivinaban graves problemas en los Balcanes. Italia, importantísima, siguió siendo un magnífico laberinto. Y la vigorosa España dio la sorpresa. La OTAN aseguró el flanco, el Mercado Común se amplió, la URSS desapareció, China dio el Gran Salto Adelante, las empresas alemanas vendieron más coches y lavavajillas que nunca, y los europeos del sur fueron felices y comieron perdices durante treinta años, comprando a crédito y ajenos a toda obligación luterana.
Compren, compren, compren. Hipotequen, hipotequen. Y olviden las penas del pasado. Nadie les advirtió que la Reforma protestante tiene prohibido estirar más el brazo que la manga.
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