¡Viva Palestina libre!

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- "Lo mejor para esto es sol, mar y relax."

Y el tío lo decía en serio...

Era mi doctor de cabecera, nuestro médico de toda la vida, un amarín compulsivo, cliente y vividor, que ya andaba de retirada: guapo, educado, voz suave y melosa, peluco de oro, esclava de oro, alfiler de oro...pasaba consulta privada por las tardes en su casa a pesar de que estaba prohibido, también fumaba constantemente y, supongo, se tiraba a la que le apetecía. Como en esa escena de "El Gran Lebowski" donde el doctor le ordena al Nota que se baje los calzoncillos, "no tío; es aquí...en el ojo", "bájese los calzoncillos". Ya quisiera el curerío tener feligreses con tamaña fe. El personal ha cambiado los padresnuestros por las pirulas.

O los champús, como era mi caso.

Primero dijeron que era psoriasis del cuero cabelludo, aunque después lo dejaron en dermatitis seborreica, para el caso era lo mismo, para mí tenía el mismo nombre: Gran frutada.

El primer brote fuerte me apareció cuando tenía veintipocos años y, de verdad, resultaba insufrible; era como si te estuvieran clavando unas garras afiladas en la cabeza, ni más ni menos: grandes costras cubrían mi cabeza grapando las raíces del pelo a la quijotera. Un askazo. Un dolor. Una Gran frutada.

La receta del doctor era genial, huevonuda, paradisíaca, pero para mi desgracia tuve que recordarle que yo no era Julio Iglesias, ni siquiera uno de sus miles de hijos, y que me resultaba imposible, IM-PO-SI-BLE, hacer "lo mejor para esto...", él se río y me dió la receta B: un champú especial, tan especial que costaba un polvo decente, aparte de recetarme la consabida Trinidad Hipocrática: "no bebas, no fumes, no comas grasas".

Aquello no funcionó. O al menos no como debería. Pasé todo aquel loco verano con la cabeza como un residente de Molokai. Y para mitigar el dolor bebía a diario. Era lo único que funcionaba: beber hasta que tus células tras*portaran más alcohol que dolor. Después llegaba la mañana, su resaca, el dantesco calor y el infernal trabajo en la terraza. Cuando terminaba ya estaba con los ojos brillantitos. Y al irme a dormir, ciego. Ojos que no ven...

Llegó el otoño, el trabajo se relajó, yo también, y aquello se mitigó un tanto, realmente el doctor tenía razón, como después comprobé por propia experiencia: los peores brotes coincidían con las épocas de máximo estrés.

La cosa se puso igual de antiestética con la llegada del verano siguiente: mi nueva doctora me derivó al especialista del Hospital por vía de Urgencia (dos o tres semanas de espera) y cuando impuso sus manos latexeadas en mi mal decidió que lo mejor sería hacer un cultivo, así que extrajo con unas pinzas algo de la cosa que llevaba encima y, con mucho cuidado, la introdujo en un botecito para que la estudiaran en el Laboratorio. Me dió una nueva fecha, me recetó otro champú XXX y, por último, me madreó con sus consejos vitales. Esta vez al menos no me habían confundido con Julio. Normal, estaba empezando a perder pelo.

Llegaron los resultados del cultivo y su querida progenitora, todo continuaba igual, el Especialista era otro Tarugo, no sabía como curarme, otro champú, y otro, y otro, y otro...

Hasta que mi abuela paterna se hartó y convenció a mi progenitora para llevarme a una celebérrima curandera de la ciudad.

Tenía una casa grande, limpia, llena de Imágenes, la sala de espera estaba a la entrada, ahí nos reuníamos todos los desesperados de la vida mientras la bruja se trabajaba a otro. Yo era el último de la noche, "pasad", nos dijo una voz, y allá que fuímos mi abuela, mi progenitora y yo, en silencio, como si estuviéramos en la Iglesia...

Era una vieja enorme, con unas berzas que más parecían ubres, toda enlutada, un gran crucifijo ahorcado entre sus mamazas, voz potente, seria pero no antipática, "siéntate ahí, hermoso", habló un rato con ellas sobre lo mío, "hay que rezar mucho, hay que rezar mucho...¡y pedir a la Virgen!". Vino hacia mí, me tocó la cara mientras yo le miraba las cimas de sus montañas, "ponte detrás de él" le dijo a mi abuela, "ponle las manos en los hombros", mi progenitora nos miraba, aquello parecía un estropeado exorcismo, ¿seguro que le habían explicado bien lo que me pasaba?...

Empezaron a rezar, "¿crees en la Virgen?", me untó aceites mientras gorigoreaban, estuvieron así un buen rato, creo recordar que ví a mi progenitora con lágrimas en los ojos. Cuando acabó con lo que fuera nos mandó que todas las noches debía embadurnarme el cabello con un champú de brea (aquello me sonó a asfalto, a alquitrán) y ponerme un gorro de baño para dormir, al despertar tenía que aclarármelo y pasarme una peineta por las costras, arrancarlas con cuidado, "¡Y REZA A LA VIRGEN, HIJO MÍO!".

Rezar no recuerdo si recé, pero sí que hice todo lo demás: aquello era poco agradable, deprimente...mi pelo, mi pobre pelo...Era mi abuela la que me afeitaba las costras todas las mañanas, la pobrecilla venía a casa y me pasaba aquel chisme por la cabeza mientras yo me cagaba en todo lo cagable a pesar de que ella lo hacía con todo el cariño y el amor del mundo, "no digas eso, Kufistín...", "¡¡¡me acuerdo de...!!!".

Nada. No dió resultado. Quizá la solución era el Exorcismo.

Así estuve, envenenando mi cabello, durante dos o tres años, con rachas malas y rachas peores, pero siempre en racha. Siempre.

Hasta que una tarde de invierno un borrachín cliente mío me dijo que era amigo del nuevo Especialista del Hospital, que podía hablar con él y colarme en su consulta, que era un auténtico artista y tal...yo ya no sabía que huevones hacer, después de la Bruja fui a médicos privados, nos gastamos la pasta, y siempre era la misma historia, la misma película, la misma cosa.

Habló con él y me coló.

Dos días después pasé el último a consulta.

- "¿Qué te pasa?"
- "El pelo...dermatitis seborreica...estoy harto..."

Era jovenlandés, tenía una cara parecida a la del Felipe González de sus últimos años, hinchada, abotargada, grandes ojos neցros, pelo neցro y espeso, serio, muy serio, rozando la antipatía al primer vistazo. Se levantó de su silla y sin ponerse guantes ni palos me tocó el pelo, sin delicadezas, moviéndome la cabeza con esas enormes manos peludas, regresó a su sitio...

- "Vas a ir a la farmacia con esta receta...es una pomada...que te la preparen...te la pones en la cabeza para dormir...al despertar te lavas con un champú neutro...una vez cada cuatro días..."

Y eso fue todo.

A las dos semanas aquello había desaparecido por completo. No me lo podía creer.


De vez en cuando se pasaba por el bar con nuestro común amigo el borrachín, yo no sabía como atenderle para agradarle, me desvivía, solía invitarle, pero se veía que él no estaba cómodo allí, tenía una cara trágica, había mucho dolor en su mirada, no sé, era raro, era...


Era palestino.


Un cáncer se lo llevó hace algunos años.


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