Israel Gracia
Madmaxista
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Franco
Franco leyendo un ejemplar de La Vanguardia
AR (R).- Aclaro algo previo y fundamental: yo no soy franquista, porque el franquismo no representa ninguna militancia política. Mis opiniones y juicios deben ser tomados más que como meras expresiones de criterios personales, ajenos a cualquier influjo ideológico encuadrado en unas normas dictadas. De la misma forma que no me convertiría en felipista ponderar aquí el reinado de Felipe II ni tampoco en alejandrista si glosara la importancia del héroe macedonio en la vertebración de la cultura helénica, base y sustento de la nuestra. Ya que el cúmulo de falsedades, injurias y vilezas que se han vertido sobre el Caudillo y su obra de gobierno ha sido la canción oficial en estos 45 años de supuestas libertades, me creo en el deber de sostener otra versión bien distinta a la oficial, sin que ello me convierta en peor persona ni en un portavoz de la caverna, así bautizado al numerosísimo y creciente grupo de españoles que recuerda la etapa de Franco con respeto y gratitud.
De entrada un detalle que no es ninguna fruslería. Si yo puedo escribir este artículo acaso se deba a la suerte de haber sido concebido en el alborear de los 70, una época en la que el derecho a nacer se imponía a los derechos individuales que, en forma de normas abortistas impulsadas por la patulea feminista, han hallado infeliz aposento en nuestro degradado Estado laico. Supongo que ese privilegio también se lo deberán muchos de ustedes a ese régimen que, sin embargo la crueldad del que se le acusa, convirtió en imperio jovenlandesal y legal el derecho a la vida. Dicho esto vayamos al meollo.
Poco podía imaginar Franco que a su fin muchos de sus más estrechos colaboradores dieran rienda suelta a todos los odios, a todos los rencores y a todos los revanchismos. La estulticia de la izquierda y también de la derecha liberal ha alcanzado cotas delirantes todos estos años. Jamás un personaje de la vida española había sido tan execrado y vituperado tras su fin. Se ha recurrido al insulto, se ha descendido al agravio personal, al falseamiento de la memoria histórica, al chiste escatológico y, ni que decir tiene, a la mentira como norma. Ante semejante descarrío, muchas adhesiones de hoy a la obra de Franco son una simple consecuencia del repudio a tanta vileza. Unido, claro está, al desencanto por los rumbos que España está tomando.
Soy hijo de uno de esos tantos millones de españoles que crecieron dentro de un marco político que les permitió conseguir, sin más apoyatura que su honradez y su trabajo, un puesto decoroso en el ámbito de su profesión. Deben saber las generaciones más jóvenes que, pese a los posteriores cambios de conciencia y de chaqueta, los españoles eran mayoritariamente partidarios de aquel régimen. El Caudillo había logrado el abrumador asenso de sus gobernados, gracias a la combinación de muy diversos factores, no tanto políticos como sociológicos y económicos.
Quizá también sentimentales. Bajo su régimen autoritario la clase media y también la popular evolucionaron sensiblemente en sus niveles de vida, igualándose e incluso superando a las de muchos países europeos. El crecimiento económico español superó al de Francia durante el último lustro de los 60. Vivían en una nación de creciente prosperidad, de orden público total y de cordial convivencia. De acuerdo en que carecían de un conjunto de derechos electorales de que gozaban otros pueblos, pero no creo que a la mayoría de los españoles semejante limitación les importara demasiado.
El esplendor máximo del régimen franquista se alcanza en los años sesenta, en sincero olor de multitudes. Negarlo ahora o pretender disminuirlo, como tantos hacen, constituye una nueva canallada. El deterioro del franquismo comienza en la siguiente década y se agudiza en sus últimos tres años; cuando la postración física del Caudillo limita sensiblemente su capacidad de acción. Lo cierto fue que Franco murió en la cama, a los 83 años, y que sólo entonces la llamada oposición dio señales de existencia. Hasta entonces, miéntase lo que se quiera, todos esos descontentos, advenedizos, adversarios y enemigos que proliferaron como venenosos hongos no habían conseguido crear una sola situación grave para su régimen. Bien es cierto que una legión de ellos, incluidos algunos relevantes socialistas, tras*itaron sin aparente contradicción ideológica por las estructuras del régimen y lo adulaban y lo servían.
Se pretende sin embargo convencernos de que Franco se mantuvo en el poder en contra del deseo de la inmensa mayoría de los españoles. Lo que es simple y rotundamente falso. Ningún pueblo aguanta casi cuarenta años sin rebelarse contra un régimen que no le gusta. Los ejemplos son numerosos y, algunos incluso, bastante recientes.
Aunque sea hoy políticamente incorrecto admitirlo, aquí todos eran franquistas, o por convicción o por interés o por comodidad.
Sucede que una de las constantes de la izquierda española es su persistencia en el engaño y la mentira. No reconocerán nunca la incidencia del franquismo en el pueblo español, lo mismo que continúan empeñados en negar las auténticas causas que les hicieron perder una guerra que, racionalmente, debieron ganar siempre. El mantenido error de la izquierda (lo comprobamos estos días) sigue siendo su empecinamiento en achacar la derrota, que comenzó en Melilla el 17 de julio de 1936, a causas ajenas a sus infinitas equivocaciones, a sus constantes enfrentamientos internos, a su inferioridad técnica y jovenlandesal. Cada vez que alguno de los líderes políticos, articulistas o historiadores de la izquierda se refiere a la contienda civil, achaca la victoria de Franco a causas absolutamente ridículas, que han sido sobradamente desvirtuadas por los historiadores serios: los jovenlandeses, la ayuda italo-germana, el Comité de No Intervención o el brazo milagrosos de Santa Teresa. No reconocen ni serán capaces de reconocer que el ejército nacional y su retaguardia funcionaron infinitamente mejor que el ejército y la retaguardia rojas. Y, sobre todo, estuvieron muchísimo mejor mandados. Lo reconoció el general republicano Vicente Rojo (“fuimos cobardes por inacción política antes de la guerra y durante ella”) y lo destacó el nada sospechoso Salvador de Madariaga al definir al Frente Popular como “una serie de tribus mal avenidas”.
No quiero que interpreten estas líneas como una defensa de la memoria de Francisco Franco, porque ni tengo títulos para ello, ni me siento capaz de afrontar semejante tarea en toda su inmensa y trascendental profundidad. Alguien tendrá que hacer una crítica serena y un estudio ponderado en un futuro nada lejano; cuando la derecha mojigata deje de estar subida en la cresta del desbocado aluvión antifranquista que alimenta la izquierda.
A todos esos españoles que superan hoy la cincuentena de años les preguntaría hoy si, al cabo de tantas insidias, de tantos agravios y de tantas falsedades no respondidas, ¿vivieron acaso en estado de hipnosis, de entontecimiento, de obnubilación, hasta el año 1975?
De la diferencia entre la España de entonces y esta cosa de hoy, que se nos presenta como un paradigma de virtudes, disimulando sus defectos, minimizando sus desastres, justificando todos sus errores, miserias y podredumbres, podrían dar cuenta todos esos millones de personas que, aún viviendo felices y prosperado entonces, han permitido con su penoso silencio el increíble desfile de necedades, absurdos e insensateces que se repiten con especial virulencia estos días.
Conste, finalmente, que no pretendo hacer en absoluto ni una apología del inmovilismo, ni un cántico a la nostalgia inoperante ni, mucho menos, un ataque despiadado a la democracia. Sería el primero en desear que se nos gobernara, por fin, dentro de un sistema serio, respetuoso, constructivo, donde no tuviésemos que renunciar a las cosas que nuclearon durante casi cuatro decenios la vida española, entre ellas la jovenlandesal cristiana, la unidad nacional y la familia. Yo también querría ver a nuestro pueblo en cotas de bienestar más altas y sólidas que las que disfrutaba en 1975; tener más justicia social que entonces, en vez de una inquietante degradación de las rentas y su distribución; saber que la existencia de esta vieja nación no va a depender de las cesiones a los separatistas a que se ven obligados los gobiernos; poder reconocer que los españoles hemos ganado en libertad, en orden, en solidaridad, en valores jovenlandesales, en dignidad y en respeto a nuestra identidad; contemplar unas instituciones que estén al servicio de las personas y no de unos pocos y, como consecuencia de todo ello, celebrar que el mundo nos respeta y nos admira.
Desgraciadamente, estamos muy lejos de celebrar semejantes ideales. Por eso, en la jornada previa a un nuevo 18 de julio, quiero escupirles a los que durante estos años de democracia han conducido a España al basurero de la historia: ¡Viva Franco, me gusta la fruta!
Franco
Franco leyendo un ejemplar de La Vanguardia
AR (R).- Aclaro algo previo y fundamental: yo no soy franquista, porque el franquismo no representa ninguna militancia política. Mis opiniones y juicios deben ser tomados más que como meras expresiones de criterios personales, ajenos a cualquier influjo ideológico encuadrado en unas normas dictadas. De la misma forma que no me convertiría en felipista ponderar aquí el reinado de Felipe II ni tampoco en alejandrista si glosara la importancia del héroe macedonio en la vertebración de la cultura helénica, base y sustento de la nuestra. Ya que el cúmulo de falsedades, injurias y vilezas que se han vertido sobre el Caudillo y su obra de gobierno ha sido la canción oficial en estos 45 años de supuestas libertades, me creo en el deber de sostener otra versión bien distinta a la oficial, sin que ello me convierta en peor persona ni en un portavoz de la caverna, así bautizado al numerosísimo y creciente grupo de españoles que recuerda la etapa de Franco con respeto y gratitud.
De entrada un detalle que no es ninguna fruslería. Si yo puedo escribir este artículo acaso se deba a la suerte de haber sido concebido en el alborear de los 70, una época en la que el derecho a nacer se imponía a los derechos individuales que, en forma de normas abortistas impulsadas por la patulea feminista, han hallado infeliz aposento en nuestro degradado Estado laico. Supongo que ese privilegio también se lo deberán muchos de ustedes a ese régimen que, sin embargo la crueldad del que se le acusa, convirtió en imperio jovenlandesal y legal el derecho a la vida. Dicho esto vayamos al meollo.
Poco podía imaginar Franco que a su fin muchos de sus más estrechos colaboradores dieran rienda suelta a todos los odios, a todos los rencores y a todos los revanchismos. La estulticia de la izquierda y también de la derecha liberal ha alcanzado cotas delirantes todos estos años. Jamás un personaje de la vida española había sido tan execrado y vituperado tras su fin. Se ha recurrido al insulto, se ha descendido al agravio personal, al falseamiento de la memoria histórica, al chiste escatológico y, ni que decir tiene, a la mentira como norma. Ante semejante descarrío, muchas adhesiones de hoy a la obra de Franco son una simple consecuencia del repudio a tanta vileza. Unido, claro está, al desencanto por los rumbos que España está tomando.
Soy hijo de uno de esos tantos millones de españoles que crecieron dentro de un marco político que les permitió conseguir, sin más apoyatura que su honradez y su trabajo, un puesto decoroso en el ámbito de su profesión. Deben saber las generaciones más jóvenes que, pese a los posteriores cambios de conciencia y de chaqueta, los españoles eran mayoritariamente partidarios de aquel régimen. El Caudillo había logrado el abrumador asenso de sus gobernados, gracias a la combinación de muy diversos factores, no tanto políticos como sociológicos y económicos.
Quizá también sentimentales. Bajo su régimen autoritario la clase media y también la popular evolucionaron sensiblemente en sus niveles de vida, igualándose e incluso superando a las de muchos países europeos. El crecimiento económico español superó al de Francia durante el último lustro de los 60. Vivían en una nación de creciente prosperidad, de orden público total y de cordial convivencia. De acuerdo en que carecían de un conjunto de derechos electorales de que gozaban otros pueblos, pero no creo que a la mayoría de los españoles semejante limitación les importara demasiado.
El esplendor máximo del régimen franquista se alcanza en los años sesenta, en sincero olor de multitudes. Negarlo ahora o pretender disminuirlo, como tantos hacen, constituye una nueva canallada. El deterioro del franquismo comienza en la siguiente década y se agudiza en sus últimos tres años; cuando la postración física del Caudillo limita sensiblemente su capacidad de acción. Lo cierto fue que Franco murió en la cama, a los 83 años, y que sólo entonces la llamada oposición dio señales de existencia. Hasta entonces, miéntase lo que se quiera, todos esos descontentos, advenedizos, adversarios y enemigos que proliferaron como venenosos hongos no habían conseguido crear una sola situación grave para su régimen. Bien es cierto que una legión de ellos, incluidos algunos relevantes socialistas, tras*itaron sin aparente contradicción ideológica por las estructuras del régimen y lo adulaban y lo servían.
Se pretende sin embargo convencernos de que Franco se mantuvo en el poder en contra del deseo de la inmensa mayoría de los españoles. Lo que es simple y rotundamente falso. Ningún pueblo aguanta casi cuarenta años sin rebelarse contra un régimen que no le gusta. Los ejemplos son numerosos y, algunos incluso, bastante recientes.
Aunque sea hoy políticamente incorrecto admitirlo, aquí todos eran franquistas, o por convicción o por interés o por comodidad.
Sucede que una de las constantes de la izquierda española es su persistencia en el engaño y la mentira. No reconocerán nunca la incidencia del franquismo en el pueblo español, lo mismo que continúan empeñados en negar las auténticas causas que les hicieron perder una guerra que, racionalmente, debieron ganar siempre. El mantenido error de la izquierda (lo comprobamos estos días) sigue siendo su empecinamiento en achacar la derrota, que comenzó en Melilla el 17 de julio de 1936, a causas ajenas a sus infinitas equivocaciones, a sus constantes enfrentamientos internos, a su inferioridad técnica y jovenlandesal. Cada vez que alguno de los líderes políticos, articulistas o historiadores de la izquierda se refiere a la contienda civil, achaca la victoria de Franco a causas absolutamente ridículas, que han sido sobradamente desvirtuadas por los historiadores serios: los jovenlandeses, la ayuda italo-germana, el Comité de No Intervención o el brazo milagrosos de Santa Teresa. No reconocen ni serán capaces de reconocer que el ejército nacional y su retaguardia funcionaron infinitamente mejor que el ejército y la retaguardia rojas. Y, sobre todo, estuvieron muchísimo mejor mandados. Lo reconoció el general republicano Vicente Rojo (“fuimos cobardes por inacción política antes de la guerra y durante ella”) y lo destacó el nada sospechoso Salvador de Madariaga al definir al Frente Popular como “una serie de tribus mal avenidas”.
No quiero que interpreten estas líneas como una defensa de la memoria de Francisco Franco, porque ni tengo títulos para ello, ni me siento capaz de afrontar semejante tarea en toda su inmensa y trascendental profundidad. Alguien tendrá que hacer una crítica serena y un estudio ponderado en un futuro nada lejano; cuando la derecha mojigata deje de estar subida en la cresta del desbocado aluvión antifranquista que alimenta la izquierda.
A todos esos españoles que superan hoy la cincuentena de años les preguntaría hoy si, al cabo de tantas insidias, de tantos agravios y de tantas falsedades no respondidas, ¿vivieron acaso en estado de hipnosis, de entontecimiento, de obnubilación, hasta el año 1975?
De la diferencia entre la España de entonces y esta cosa de hoy, que se nos presenta como un paradigma de virtudes, disimulando sus defectos, minimizando sus desastres, justificando todos sus errores, miserias y podredumbres, podrían dar cuenta todos esos millones de personas que, aún viviendo felices y prosperado entonces, han permitido con su penoso silencio el increíble desfile de necedades, absurdos e insensateces que se repiten con especial virulencia estos días.
Conste, finalmente, que no pretendo hacer en absoluto ni una apología del inmovilismo, ni un cántico a la nostalgia inoperante ni, mucho menos, un ataque despiadado a la democracia. Sería el primero en desear que se nos gobernara, por fin, dentro de un sistema serio, respetuoso, constructivo, donde no tuviésemos que renunciar a las cosas que nuclearon durante casi cuatro decenios la vida española, entre ellas la jovenlandesal cristiana, la unidad nacional y la familia. Yo también querría ver a nuestro pueblo en cotas de bienestar más altas y sólidas que las que disfrutaba en 1975; tener más justicia social que entonces, en vez de una inquietante degradación de las rentas y su distribución; saber que la existencia de esta vieja nación no va a depender de las cesiones a los separatistas a que se ven obligados los gobiernos; poder reconocer que los españoles hemos ganado en libertad, en orden, en solidaridad, en valores jovenlandesales, en dignidad y en respeto a nuestra identidad; contemplar unas instituciones que estén al servicio de las personas y no de unos pocos y, como consecuencia de todo ello, celebrar que el mundo nos respeta y nos admira.
Desgraciadamente, estamos muy lejos de celebrar semejantes ideales. Por eso, en la jornada previa a un nuevo 18 de julio, quiero escupirles a los que durante estos años de democracia han conducido a España al basurero de la historia: ¡Viva Franco, me gusta la fruta!