Gregor Strasser
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Hace apenas unas décadas, Viktor Orbán hubiera sido un gobernante más. Pero la enloquecida deriva progresista de Europa y el mundo le han convertido en el defensor, casi en solitario, de los valores que han hecho grande Occidente.
Lo más extraordinario de Viktor Orbán, el primer ministro húngaro al que la crisis de refugiados ha convertido por segunda vez en el malo de la película europea -la primera fue cuando osó citar a Dios en el preámbulo de la nueva constitución del país-, es que nada de lo que dice o hace es extraordinario en absoluto.
El heroísmo, como la sabiduría, es a menudo cuestión de fechas, y la enorme valentía y el sólido sentido común de Viktor Orbán serían no muchos años atrás lo que cualquiera daría por supuesto en un gobernante al uso. Mencionar a Dios en la Constitución (nuestra venerada 'Pepa', abre con un contundente: "En el nombre de Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo autor y supremo legislador de la sociedad"), comentar que nuestra civilización europea tiene raíces cristianas, hablar de la patria, definir el matrimonio como una unión de hombre y mujer o pretender controlar las propias fronteras no son, exactamente, ideas radicales en ninguna otra época. En ese sentido, el valor de Orbán está en ser una vara de medir para darnos cuenta de cuánto hemos cambiado o, por mejor decir, cuánto han cambiado quienes nos gobiernan y deciden los dogmas culturales.
También su carrera política es relativamente típica de su tiempo -tras*ición del comunismo a la democracia- y lugar -Europa del Este-, y la hemos visto repetida con variaciones en Polonia, Checoslovaquia (cuando existía) o la propia Rusia. Es el caso del joven brillante que surge de las entrañas del sistema -fue secretario de la organización juvenil comunista (KISZ) en su segundo colegio-, responde a las ansias de cambio evidentes por todas partes como consecuencia del desmoronamiento del régimen, estudia en Oxford con una beca de la Fundación Soros y acaba fundando un partido, la Alianza de Jóvenes Demócratas (Fidesz: Fiatal Demokraták Szövetsége) del que, tras un audaz discurso en la Plaza de los Héroes de Budapest en el que demanda elecciones libres y la retirada de las tropas soviéticas, pasa a ser líder tres años más tarde.
Para hacer corta una larga historia, el modesto partido de centro-derecha de Orbán, en coalición con otros menores, gana las elecciones por supermayoría y cambia la Constitución, nada extraño porque llevaban con la misma desde después de la Segunda Guerra Mundial. Y aquí es la primera vez que Orbán, con ese aspecto de hombre normal que solo quiere una vida normal en una casa normal y un país normal, muestra el temple del que está hecho.
Hay hombres que nacen grandes y otros a los que las circunstancias hacen grandes. Estos son los mejores, los que no buscan la gloria pero, llegado el momento, resisten cuando otros ceden o huyen, como el centinela que permanece en su puesto aunque se quede solo en una situación desesperada. Sencillamente, porque es su deber. De este tipo es Viktor Orbán.
Constitución: el primer desafío
Pongámonos en situación: Hungría, 2011. El país está práticamente en la ruina. Necesita ayuda financiera urgente de otros miembros de la Unión Europea, que ya están ayudando a otros estados comunitarios sacudidos por la crisis, y al FMI. Ambas instancias se niegan a soltar un euro. ¿Por qué? No les gusta la nueva Constitución que se acaba de aprobar en el Parlamento de Budapest por abrumadora mayoría.
Bruselas va aún más lejos en su inquina a la nueva Carta Magna de los magiares y la Comisión Europea inicia procedimientos legales contra Hungría, dándole un mes para aplicar los cambios apetecidos por los eurócratas. Hasta la secretaria de Estado norteamericana, Hillary Clinton, airea públicamente su alarma por lo que los húgaros parecen querer mayoritariamente.
¿Qué horrores contenía esa Constitución que no solo critican sus socios, sino que les lleva a amenazar la independencia de Hungría?
La reforma constitucional era la promesa clave que llevó al Fidesz a la victoria, y uno de sus objetivos, poner fin al monopolio de hecho que las viejas élites comunistas mantenían sobre el poder. Pero no se limita a eso, y, llegado el momento, aprueba una ley fundamental cuyo preámbulo es una oda a los valores tradicionales, al patriotismo, a la familia y a la libertad. La mención a Dios es la gota que colma el vaso para las élites de Bruselas, que en el preámbulo de su constitución se han negado a reconocer las raíces cristianas de Europa.
La Constitución húngara protege la vida humana desde el el momento de la concepción y define el matrimonio como una unión exclusiva entre hombre y mujer (aunque las parejas del mismo sesso pueden registrarse y disfrutar de ciertas ventajas). El nombre oficial del país pasa de República de Hungría a sencillamente Hungría, aunque no deje de ser una república, y hace referencia a la Santa Corona del Rey Esteban, el primer rey de Hungría.
Más: hace referencia a "los crímenes inhumanos cometidos contra la nación húngara y sus ciudadanos durante las dictaduras nacionalsocialista y comunista". Menciona explícitamente que la autodeterminación húngara se perdió entre el 19 de marzo de 1955 (oleada turística soviética) y el el 2 de mayo de 1990 (primeras elecciones libres en la era postsoviética): "No reconocemos la Constitución comunista de 1949 porque ha servido como cimiento de un régimen tiránico. Por esa razón decretamos la legislación derivada de la misma inválida".
Las críticas llovieron de todas partes, desde ONG como la americana Human Rights Watch a la miriada de grupos LGBT, los medios de comunicación convencionales y políticos del mundo entero. Peor, en el Parlamento Europeo fue atacado por violar los valores fundamentales de la democracia y la libertad. Liberales, verdes y socialistas coincidieron en que la Constitución húngara no era un documento democrático. Guy Verhofstadt, líder del grupo liberal europeo, y Daniel Cohn Bendit, líder del grupo ecologista, solicitaron que la UE suspendiera los derechos de voto de Hungría en el Consejo de Europa. El ex comunista Cohn Bendit tuvo el espectacular descaro de comparar a Orbán con Hugo Chávez y Fidel Castro.
Orbán, necesitado con urgencia del crédito de 20.000 millones de euros que amenazaban con negarle, maniobró con promesas de reformas limitadas a la legislación. Pero esa misma semana cien mil húngaros se manifestaron en Budapest en apoyo de su gobierno.
Refugiados: segundo desafío
La crisis de los refugiados ha devuelto a Orbán al centro de todas las críticas, de nuevo Hitler del Mes, pero su actitud ante la avalancha refleja, en esencia, el mismo desafío que lanzó al aprobar la constitución: la soberanía nacional. Orbán trata de que el Gobierno sea un reflejo del pueblo húngaro, de lo que quieren los húngaros. Y un gobierno en sintonía con su pueblo es anatema para los globalistas, sobre todo para los de Bruselas. Pero en el proceso está prestando un impagable servicio a Europa al recordar a los europeos lo que son y lo que pueden dejar de ser en un par o tres de generaciones, como una especie de alcalde de Móstoles del Viejo Continente.
Orbán ha tomado medidas, construido vallas, aprobado leyes y dado instrucciones a las fuerzas del orden, al tiempo que censura las políticas autodestructivas que emanan de Bruselas.
Occidente se está suicidando con el aplauso de las élites y quienes se dan cuenta y pueden advertir del peligro son poca cosa para ser escuchados. Pero Orbán es el primer ministro de un Estado miembro de la Unión Europea, elegido democráticamente y con un respaldo que envidian otros líderes de la UE. Puede, como pilinguin antes de que él, decir cosas que muchos ciudadanos en Europa querrían oír a sus propios líderes. Pero estos líderes están enredados en intereses financieros y compromisos exteriores e interiores que les impiden esta claridad. Orbán se ha asegurado de que puede ser libre y decir lo que piensa.
Es fácil apuntar errores de Orbán, defectos de su partido Fidesz. Los tiene, naturalmente. No repetiremos bastante que no es ningún superhéroe, ni siquiera un supergobernante. Es el hombre que ha dicho "no" a lo que cualquier otro líder occidental hubiera dicho "no"hace menos de medio siglo, pero lo ha dicho cuando hacerlo significaba quedarse solo, oponerse a las élites globales y jugarse mucho más que su puesto.
Pero hay que entender otras cosas, también, del pueblo húngaro, forjado por dos tragedias: el dominio de la religión del amor por los turcos y, recientemente, el dominio soviético. Ante las dos tiranías se alzo desafiante. Hoy lo hace frente a las amenazas de sus propios socios de Bruselas. El preámbulo de sus famosa/infame constitución pide a Dios que bendiga a los húngaros. Ojalá: van a necesitarlo.