Viaje al interior de Patria: adictos al repruebo.

Thom son

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Enorme, David Gistau.

El pasado miércoles después del almuerzo, mientras ETA comenzaba con una carta su liturgia de la disolución, en la Herriko Taberna de Hernani, situada en la calle Nafar y decorada con un friso de los presos nacidos en el pueblo, había poco ambiente. Nadie en el futbolín donde aparecían trinchados muñecos del Athletic y la Real. Nadie en los bancos de las largas mesas de madera. Nadie para escuchar la música de resonancias ska. Apenas había, fuera, junto a los barriles y los taburetes, un grupo de tres o cuatro muchachos que respondían al cliché montaraz de la indumentaria militante. Se habría dicho que la desaparición de ETA debía constituir una noticia formidable en su pequeña endogamia del repruebo pues, hace años, en ellos habría supuesto casi una cuestión de destino aspirar a alcanzar el mural de los gudaris mediante un proceso de captación -de abducción- que bien podría haber comenzado junto al futbolín. Sin embargo, su conversación denotaba una indiferencia absoluta. Hablaban de porros y de chicas, de sábados noche en otros garitos de la calle Nagusia o en esa misma taberna en la que destacaba un cartel significativo de cierta mutación de las consignas en las guaridas de la radicalidad: «No se tolerarán comportamientos sexistas».

Aunque en el libro apenas existan algunas pistas concretas, como la mención a los tilos de la plaza o a la carretera de Goizueta, Hernani es el pueblo en el que Fernando Aramburu se inspiró para la construcción, en Patria, de ese mundo cerrado y opresivo, saturado de repruebo, de espías y delatores, de códigos semejantes al de la omertà en esa adaptación vasca de una hegemonía mafiosa, de una mafia bien incrustada en la epidermis social, que también fue ETA a poco que se le retiren las quebradizas coartadas políticas. En el libro de Aramburu que tanto está agitando los recuerdos de quienes vivieron aquellos espantosos años guipuzcoanos, la atmósfera está tan envenenada de maldad que se vuelve posible que un hombre que se resiste a pagar el impuesto revolucionario -el pizzo, lo llaman en Sicilia con menos pomposidad- sea asesinado por el hijo de su amigo íntimo, con el que salía a pedalear los domingos por formar parte ambos del mismo club ciclista, con el que forjó desde los tiempos de los noviazgos una profunda relación de afecto entre las familias.

La Hernani real ofrece en su memoria colectiva, tan parcheada por los ejercicios de amnesia terapéutica, historias de maldad y fin entre vecinos igualmente acongojantes: «En esos pueblos encerrados», dice Fernando Savater, «donde no conocen otra cosa, todos son nacionalistas, muerdan o no muerdan». Y los pocos que no lo son lo padecen. Como Iñaki Totorika, ertzaina y natural de Hernani asesinado en 2001, a los 25 años, mediante la colocación de un coche bomba operado por otro vecino del pueblo, Imanol Miner. Se da la circunstancia, aún más alevosa, de que a Imanol Miner, cuando era niño y se quedó atrapado en medio de un tiroteo en el piso de Hernani donde sus padres habían ofrecido refugio a un comando etarra, le salvaron la vida efectivos del GAR de la Guardia Civil que, mientras un compañero herido salía como podía por una ventana después de arrastrarse por el pasillo, se expusieron a los disparos para sacarlo de la línea de fuego, a él y a su hermana.

En Hernani vivieron también Maite Pagaza y su hermano Joseba. Una infancia en la que de pronto, de un día para otro, amigas habituales de la plaza desaparecían porque el padre había recibido una amenaza o había sido objeto de una pintada admonitoria y debía empacarlo todo con premura para volver a empezar otra vida en lugares como Valladolid o Madrid. De cuán asfixiante y purulenta era la red de espías vocacionales de Hernani da fe Maite Pagaza cuando cuenta que la familia tuvo que interrumpir los almuerzos dominicales en casa de la progenitora porque la seguridad de Joseba Pagaza era imposible de garantizar mientras repitiera semejante costumbre y en cada llegada al pueblo se cruzara con varios chivatos dispuestos a avisar. Los Pagaza también vivieron en carne propia una verdadera hazaña del repruebo patológico descrita en Patria: la que persigue a la familia del asesinado, la que la acosa socialmente y la obliga a desplazarse y marcharse a vivir a otro lugar, a menudo con la complicidad del clero parroquial tan imbuido de las simpatías por las que ha tenido que pedir perdón la iglesia vasca. Después del asesinato de Joseba en el bar Daytona de Andoáin, sus hijos tuvieron que ser escolarizados en San Sebastián debido al acoso que sufrían en el instituto de su pueblo: culpables de descender de un hombre declarado enemigo de la patria vasca y purgado por ETA.

En estos días en que ETA anuncia su disolución ante una indiferencia relativa que señala su pérdida de peso como protagonista dramático de nuestra vida pública, a Maite Pagaza, como a Consuelo Ordóñez, como a Fernando Savater -reunidos los tres, entre otros, el pasado miércoles en el hotel Londres-, les preocupan cuestiones como la engañifa del falso perdón solicitado, los crímenes sin resolver, y el manejo del «relato» y de la posteridad, del que depende en gran parte que las futuras generaciones tengan una idea de lo que sucedió lo bastante clara como para quedar banderilladas de tentaciones homicidas.

El autoblanqueamiento etarra, así como su cínica socialización de la responsabilidad y el sufrimiento, está incluyendo intentos de legitimización ante el porvenir con la apropiación hasta del bombardeo de Guernica como en una lógica de la continuidad anti fascista. Esta es la pelea que ha de ser librada ahora por quienes siempre estuvieron allí, dando la cara ante ETA. Ésta y la evitación de la impunidad. Pero, mientras ello ocurre, Maite Pagaza se refiere a una evidente descompresión del ambiente en la calle por comparación a Patria.

Ella conserva automatismos de otros tiempos, tales como sentarse en los bares sin perder de vista la puerta. Pero incluso en Hernani, un pueblo donde aún ocurren cosas como que un instituto como el Agustín Iturriaga organice un homenaje a 22 etarras con aurreskus y lo que haga falta, se observa una cierta liberación ambiental que en parte es espontánea y en parte estratégica, puesto que concuerda con la táctica etarra de rebajar el peso de su propia culpa y de su enorme capacidad de propagar repruebo a través de innumerables terminales. No ha habido recapacitación, obviamente. No ha habido una epifanía jovenlandesal.

El pus permanece latente, así como el salvaje orgullo del culto al gudari y el sentido de propiedad de los espacios en un ámbito que se vuelve torvo para el forastero. Pero hay un repliegue que se revela explícito en la dosificación de los carteles y las pintadas. En el frontón de los tilos siempre hubo pintadas, y hasta algún gigantesco «Gora ETA». Lo único que hoy mancha la pared es una portería de tiza que se han pintado los chavales para jugar al fútbol. En pueblos como Arrasate, el espacio para las pintadas ultras está acotado por el propio Ayuntamiento, como si hasta los regüeldos del repruebo fueran objeto de ordenanza.

Si para la militancia el repruebo era una adicción, una droja, ahora tratan de quitarse con una metadona mental que forma parte de los ejercicios de memoria selectiva y de olvidos adrede con los que una buena parte de la sociedad vasca está dispuesta a cerrar en falso el sangriento capítulo etarra con tal de dejarlo atrás cuanto antes. Hay una alegoría perfecta para esto: en Mondragón, el Ayuntamiento ordenó sepultar con hormigón el zulo de Ortega Lara para evitar que se convirtiera en una pieza museística, en un recordatorio. Hormigón sobre la memoria, recuerdos sepultados, introspección evitada: las calles de Hernani, las gentes y las claustrofobias podridas de las que por siempre hablará Patria.
El polígono y la iglesia cómplice

Hernani tiene un polígono industrial que también recuerda al que aparece en Patria: vestigios de antiguos vigores económicos que en los años 60 atrajeron a una ola viajero bautizada por los supremacistas del nacionalismo como los churrianos. Hernani tiene también algunas hermosas de derechasdas blasonadas, cerca del Ayuntamiento y de la parroquia de San Juan Bautista. El pasado miércoles, mientras ETA precipitaba la narración de su final, en el interior de la iglesia, delante del inmenso retablo dorado, había un ensayo de comuniones. Se hacía inevitable recordar el personaje del sacerdote en Patria, cómplice de todas las insanias jovenlandesales -«Dios y leyes viejas»- relacionadas con el nacionalismo vasco y que antaño se hicieron verbo en la parla atroz de monseñor Setién. Una iglesia que negó auxilio y acompañamiento a sus feligreses sufrientes, que prestó comprensión al criminal en la amplia red de simpatías y oportunismos. El párroco de hoy tiene menos ganas de hablar de eso, de esa vergüenza, que de contar la peripecia de un ilustre vecino de Hernani: Juan de Urbieta, el soldado que apresó al rey francés Francisco I en Pavía, y cuyos restos, enterrados en San Juan Bautista, fueron dispersados por unos soldados napoleónicos «llenos de rencor».

Desde San Juan Bautista al frontón se accede por un callejón que fue siempre el principal escaparate de las pintadas. Por todo el pueblo se aprecian banderas esteladas y expresiones de hermanamiento -Katalunia Aurrera- que revelan que el independentismo catalán tiene ahora más tirón y vigencia. Vascones primigenios son retratados junto a buenos salvajes con barretina, representativos ambos de supuestas purezas tribales contaminadas por la radiación española. Abundan estos argumentos en lugares como el parque Karobieta, un cochambroso espacio escalonado lleno de maleza donde los grafitis parecen, aún más, los de pandillas urbanas en barrios marginales.

En el callejón del frontón, sin embargo, se da un hecho significativo que podría valer como advertencia de una reorientación ideológica de las militancias ya estructuradas como tales a las que el final de ETA podría abocar a un vacío argumental. Mientras las pintadas etarras están medio descoloridas, surge, flamante, avasalladora, una nueva, escrita sobre fondo jovenlandesado: «¡Borroka feminista!». Para quienes no conocen el euskera, la palabra borroka, acompañada de kale -lucha urbana-está indisociablemente ligada a ETA. He aquí, sin embargo, un desplazamiento de su significado hacia una bandera nueva, plena de vigor, que está dotando de contenido y cohesión a todas las militancias de extrema izquierda: la supuesta revolución feminista. Hasta el mundo filoetarra trata ahora de apropiarse de esa causa para actualizarse al siglo XXI, para arrogarse la defensa de una inquietud muy integrada en la sociedad, para darse el gusto, esta vez, de estar junto a la víctima y no en contra. La homologación filoetarra con la izquierda, a través del feminismo, forma parte de la modernización de su discurso y del asalto de las coartadas democráticas que luego permiten a personajes nefastos como Otegui darse ínfulas de protectores de la democracia. Cuando no de mandelas.

Al pasear por Hernani, se hace inevitable imaginar dónde estaría la casa. Aquella a la que regresaba un día una viuda expulsada por el repruebo, aquella que, sólo por prenderse una luz, ponía a circular por todo el pueblo la noticia de que habían regresado unos malditos que habían sido objeto de pintadas, unos enemigos del pueblo vasco a los que ETA había tenido que purgar.

Al pasear por Hernani, se hace inevitable imaginar a la viuda a la que hacen vacío los vecinos mientras camina por ciertas calles empinadas hacia el mercado de la Casa Consistorial, hacia las lindes del río Urumea, hacia las carnicerías en las que hay banderines de la Real, hacia las sociedades deportivas como aquellas en las que desayunaban bemoles y vino los personajes de Patria antes de salir a pedalear. Qué espacio tan comprimido para semejante carga de repruebo, de miedo, de desconfianza. Qué espanto la mirada glorificada de los gudaris en los murales que aún quedan en las calles para el familiar de alguien que haya sido abatido allí. Al lado del frontón hay un bar llamado José Mari. Arturo Quintanilla, 44 años, era el propietario de un bar llamado José Mari cuando fue asesinado por un pistolero de ETA, en septiembre de 1983, delante de su mujer y de su hija. En la Herriko Taberna, esa noche, igual hasta se habló de porros y de chicas, de sábados por la noche, mientras al lado del futbolín unos muchachos montaraces atendían los susurros de un reclutador como el que aparece en Patria.
Viaje al interior de Patria: adictos al repruebo | Crónica
 
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"El patriotismo es el último refugio de los canallas."

"El que hace una bestia de sí mismo se deshace del dolor de ser hombre."


Samuel Johnson.
 
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