Harald Martenstein
Nueve habitaciones, dos sanitarios, dos cocinas, baño con bañera, doscientos cincuenta metros cuadrados de superficie habitable: no suena nada mal. Pero cuando uno entra en la Meisterhaus (la casa de maestros) en la que entre 1926 y 1929 vivió y trabajó en la ciudad de Dessau el profesor Oskar Schlemmer junto con su esposa Tut y sus tres hijos, comprueba que se trata posiblemente de la casa de doscientos cincuenta metros cuadrados más pequeña del mundo.
Está llena de recovecos. Tiene demasiadas puertas. Solo en el baño, por ejemplo, hay tres. Además, el baño tiene una ventana enorme, lo que suena bien al principio. Pero esa lumbrera gigantesca se encuentra exactamente junto a la bañera: la persona que se ducha puede ser vista por el público de Dessau en todo su esplendor. Si alguien tiene algo en contra de eso, tiene que cubrir la ventana con una cortina. Entonces el baño queda sumido en completa oscuridad, y uno se ve obligado a prender la luz.
El radiador cuelga debajo del techo. La mayoría de los arquitectos de la Bauhaus de los primeros años se resistían a las paredes cubiertas de cuadros. Esta calefacción debía ser un adorno, el reemplazo de una pintura. Por motivos ideológicos, entonces, cuelga aquí un radiador justo donde uno, el individuo que se baña relativamente libre de ideologías, menos lo querría tener.
Me permitieron vivir dos días y dos noches en Dessau, avenida Ebert 67, en la antigua casa de Schlemmer, uno de los “maestros” de la Bauhaus, que enseñaba escultura entre otras cosas. El maestro supremo y arquitecto de las casas de la Bauhaus era Walter Gropius.
De todos los movimientos de liberación humana del siglo XX, buenos y malos, ingenuos o grandiosos, la Bauhaus es quizá el mejor parado hoy en día. Techos planos, hileras de ventanas, simetría, ángulos rectos, mucho vidrio, mucho vacío: esto es la Bauhaus, y esto es hasta nuestros días la esencia de la arquitectura “moderna” en Alemania, en Nueva York y en Dubai. La Bauhaus, escribió un crítico, es posiblemente el “último estilo”, el fin de la historia en uno de sus campos. Como sea, desde su nacimiento ningún otro estilo ha podido establecerse de forma tan permanente y universal. Increíble, si uno piensa que los últimos noventa años han sido quizá los más repletos de modas en la historia.
La Bauhaus usaba en sus escritos el concepto del “hombre nuevo”, publicaba manifiestos, reconocía a “maestros” y a su modo –que por supuesto no era malo– podía también ser un poco totalitaria. Walter Gropius ordenó que a través del retoque de una foto del interior de las casas de maestros se eliminaran los cuadros de las paredes, de modo similar a como León Trotsky fue borrado de las fotos soviéticas. La prohibición estricta de cada ornamento, de cada detalle que distraiga al observador de la genialidad del arquitecto, puede ser leída como expresión de una pretensión de omnipotencia y de una vanidad considerables. Las casas maestras se encuentran en un bosque de pinos, sin jardines. ¿Por qué? Porque Gropius no soportaba a ningún arquitecto de jardines en su cercanía.
El siglo xx escuchó desde la izquierda, la derecha, el centro, hablar sin interrupción sobre el hombre nuevo y el paraíso en la Tierra. Esos discursos siempre apuntan hacia lo mismo: hacia un líder genial, un sucesor de los dioses y los reyes caídos.
Las puertas son bastante estrechas. El hombre nuevo no puede ser demasiado rellenito. Y además son bajas. El fotógrafo que me acompaña, con sus dos metros de estatura, es sin duda un tipo grande, pero no extremadamente grande: no puede cruzar por la puerta. Por el contrario, los armarios en la cocina cuelgan tan alto que las personas bajas no los pueden alcanzar. Quien quiera vivir sin mucho estrés en la Meisterhaus de la más famosa, más influyente, supuesta mejor escuela de arquitectura del mundo, debe medir mínimo 1,70 m, máximo 1,90 m.
No es el hombre, tan lleno de errores, tan débil de carácter, tan cómodo y tan variado como es, quien decide aquí. No: es la idea. La idea, y el maestro.
Mi dormitorio, en el primer piso, también era el de Schlemmer. Parece un cuarto de hospital, quizá a causa de las paredes tan blancas. Bueno, al menos tengo más suerte que el profesor de la Bauhaus Georg Muche, cuya habitación fue pintada de neցro por el gurú del diseño de interiores Marcel Breuer. Después de la primera noche, Muche estaba tan consternado que nunca volvió a poner un pie dentro del dormitorio. Por lo visto, cambiar el tonalidad de las paredes estaba prohibido.
El taller, con casi cuatro metros de altura, es el cuarto más bello y generoso de toda la casa. Las terrazas –ya no sé cuántas son– se cuentan también entre sus virtudes. A los miembros de la Bauhaus les gustaba vivir en la intemperie, como a los alemanes de hoy.
Las dos habitaciones de los niños se encuentran bajo un mismo techo y son pequeñas y bajas. Uno de los cuartos tiene una ventana que conduce a una terraza. La barandilla en la terraza tiene setenta centímetros: se ve fatal, y para un niño algo así debe ser un peligro de fin. Por su parte, el otro cuarto solo tiene una ventana estrecha, demasiado elevada, a la altura de un adulto. Así que los hijos de Schlemmer, o bien no podían mirar por la ventana, o bien se caían a cada rato desde la terraza. Claro está que podían elegir entre las dos opciones. Entre los dos dormitorios hay una de estas puertas incontables, pero a un nivel más alto que el del suelo: bajo ella veinte centímetros de muro. Una puerta, pues, que flota en la pared, como en un cuadro surrealista.
Una de las peculiaridades de las casas de maestros son las dos cocinas: una pequeña para cocinar, otra pequeña para lavar. Supuestamente era algo muy práctico. Ahora bien, yo no cociné allí, pues la casa es un museo entre las diez de la mañana y las seis de la tarde, y no hay estufa. La sala tiene una especie de ventana en saliente, pero demasiado pequeña para servir de algo. A la Bauhaus le fascinan las ventanas enormes, pero justamente en la sala son relativamente pequeñas. Uno quisiera mirar por la ventana desde la sala, ¿no? ¿Desde dónde más, acaso desde el baño?
Yo nunca viviría en una casa así. Yo quiero poder mirar desde la ventana, no quiero ducharme desnudo frente a toda la gente de Dessau. Antes tendría que pasarme seis meses en el gimnasio.
El Malpensante.com - Una casa inc?moda y arrogante
Después de pasar un par de días en la casa de Oskar Schlemmer, el autor no puede evitar hacerse una pregunta tan incómoda como su estadía allí: ¿en qué estaban pensando los maestros de la Bauhaus cuando construyeron sus viviendas?
Nueve habitaciones, dos sanitarios, dos cocinas, baño con bañera, doscientos cincuenta metros cuadrados de superficie habitable: no suena nada mal. Pero cuando uno entra en la Meisterhaus (la casa de maestros) en la que entre 1926 y 1929 vivió y trabajó en la ciudad de Dessau el profesor Oskar Schlemmer junto con su esposa Tut y sus tres hijos, comprueba que se trata posiblemente de la casa de doscientos cincuenta metros cuadrados más pequeña del mundo.
Está llena de recovecos. Tiene demasiadas puertas. Solo en el baño, por ejemplo, hay tres. Además, el baño tiene una ventana enorme, lo que suena bien al principio. Pero esa lumbrera gigantesca se encuentra exactamente junto a la bañera: la persona que se ducha puede ser vista por el público de Dessau en todo su esplendor. Si alguien tiene algo en contra de eso, tiene que cubrir la ventana con una cortina. Entonces el baño queda sumido en completa oscuridad, y uno se ve obligado a prender la luz.
El radiador cuelga debajo del techo. La mayoría de los arquitectos de la Bauhaus de los primeros años se resistían a las paredes cubiertas de cuadros. Esta calefacción debía ser un adorno, el reemplazo de una pintura. Por motivos ideológicos, entonces, cuelga aquí un radiador justo donde uno, el individuo que se baña relativamente libre de ideologías, menos lo querría tener.
Me permitieron vivir dos días y dos noches en Dessau, avenida Ebert 67, en la antigua casa de Schlemmer, uno de los “maestros” de la Bauhaus, que enseñaba escultura entre otras cosas. El maestro supremo y arquitecto de las casas de la Bauhaus era Walter Gropius.
De todos los movimientos de liberación humana del siglo XX, buenos y malos, ingenuos o grandiosos, la Bauhaus es quizá el mejor parado hoy en día. Techos planos, hileras de ventanas, simetría, ángulos rectos, mucho vidrio, mucho vacío: esto es la Bauhaus, y esto es hasta nuestros días la esencia de la arquitectura “moderna” en Alemania, en Nueva York y en Dubai. La Bauhaus, escribió un crítico, es posiblemente el “último estilo”, el fin de la historia en uno de sus campos. Como sea, desde su nacimiento ningún otro estilo ha podido establecerse de forma tan permanente y universal. Increíble, si uno piensa que los últimos noventa años han sido quizá los más repletos de modas en la historia.
La Bauhaus usaba en sus escritos el concepto del “hombre nuevo”, publicaba manifiestos, reconocía a “maestros” y a su modo –que por supuesto no era malo– podía también ser un poco totalitaria. Walter Gropius ordenó que a través del retoque de una foto del interior de las casas de maestros se eliminaran los cuadros de las paredes, de modo similar a como León Trotsky fue borrado de las fotos soviéticas. La prohibición estricta de cada ornamento, de cada detalle que distraiga al observador de la genialidad del arquitecto, puede ser leída como expresión de una pretensión de omnipotencia y de una vanidad considerables. Las casas maestras se encuentran en un bosque de pinos, sin jardines. ¿Por qué? Porque Gropius no soportaba a ningún arquitecto de jardines en su cercanía.
El siglo xx escuchó desde la izquierda, la derecha, el centro, hablar sin interrupción sobre el hombre nuevo y el paraíso en la Tierra. Esos discursos siempre apuntan hacia lo mismo: hacia un líder genial, un sucesor de los dioses y los reyes caídos.
Las puertas son bastante estrechas. El hombre nuevo no puede ser demasiado rellenito. Y además son bajas. El fotógrafo que me acompaña, con sus dos metros de estatura, es sin duda un tipo grande, pero no extremadamente grande: no puede cruzar por la puerta. Por el contrario, los armarios en la cocina cuelgan tan alto que las personas bajas no los pueden alcanzar. Quien quiera vivir sin mucho estrés en la Meisterhaus de la más famosa, más influyente, supuesta mejor escuela de arquitectura del mundo, debe medir mínimo 1,70 m, máximo 1,90 m.
No es el hombre, tan lleno de errores, tan débil de carácter, tan cómodo y tan variado como es, quien decide aquí. No: es la idea. La idea, y el maestro.
Mi dormitorio, en el primer piso, también era el de Schlemmer. Parece un cuarto de hospital, quizá a causa de las paredes tan blancas. Bueno, al menos tengo más suerte que el profesor de la Bauhaus Georg Muche, cuya habitación fue pintada de neցro por el gurú del diseño de interiores Marcel Breuer. Después de la primera noche, Muche estaba tan consternado que nunca volvió a poner un pie dentro del dormitorio. Por lo visto, cambiar el tonalidad de las paredes estaba prohibido.
El taller, con casi cuatro metros de altura, es el cuarto más bello y generoso de toda la casa. Las terrazas –ya no sé cuántas son– se cuentan también entre sus virtudes. A los miembros de la Bauhaus les gustaba vivir en la intemperie, como a los alemanes de hoy.
Las dos habitaciones de los niños se encuentran bajo un mismo techo y son pequeñas y bajas. Uno de los cuartos tiene una ventana que conduce a una terraza. La barandilla en la terraza tiene setenta centímetros: se ve fatal, y para un niño algo así debe ser un peligro de fin. Por su parte, el otro cuarto solo tiene una ventana estrecha, demasiado elevada, a la altura de un adulto. Así que los hijos de Schlemmer, o bien no podían mirar por la ventana, o bien se caían a cada rato desde la terraza. Claro está que podían elegir entre las dos opciones. Entre los dos dormitorios hay una de estas puertas incontables, pero a un nivel más alto que el del suelo: bajo ella veinte centímetros de muro. Una puerta, pues, que flota en la pared, como en un cuadro surrealista.
Una de las peculiaridades de las casas de maestros son las dos cocinas: una pequeña para cocinar, otra pequeña para lavar. Supuestamente era algo muy práctico. Ahora bien, yo no cociné allí, pues la casa es un museo entre las diez de la mañana y las seis de la tarde, y no hay estufa. La sala tiene una especie de ventana en saliente, pero demasiado pequeña para servir de algo. A la Bauhaus le fascinan las ventanas enormes, pero justamente en la sala son relativamente pequeñas. Uno quisiera mirar por la ventana desde la sala, ¿no? ¿Desde dónde más, acaso desde el baño?
Yo nunca viviría en una casa así. Yo quiero poder mirar desde la ventana, no quiero ducharme desnudo frente a toda la gente de Dessau. Antes tendría que pasarme seis meses en el gimnasio.
El Malpensante.com - Una casa inc?moda y arrogante