Un sistema desbordado deja sin techo a los refugiados

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Marbella de tal y tal
Claudia, Eduardo y sus dos hijos de 10 y 7 años han pasado tres noches esta semana durmiendo en el suelo de una parroquia de Madrid. En El Salvador, donde vivían, tenían buenos trabajos, pero huyeron de allí por la extorsión de las maras. “Nos pedían dinero constantemente, pero a la tercera ya no teníamos más y empezaron las amenazas de fin. Nos vigilaban. En septiembre nos llamaron por última vez y nos dijeron: ‘El dinero que no pagáis lo vais a gastar enterrando a vuestros hijos’. Colgamos y decidimos vender todo”. La pareja desembarcó el jueves de la semana pasada en el aeropuerto de Barajas e inmediatamente fue a la comisaría para intentar registrar su demanda de asilo. Aseguran que traen pruebas de su persecución y piden protección. Las cuatro noches de hotel que reservaron terminaron y solo les quedan 50 euros. La quinta noche no tuvieron dónde dormir. En teoría, el Estado debe encargarse de dar alojamiento a todos aquellos solicitantes de asilo que no tienen medios, al menos hasta que se resuelva su petición. Pero no lo consigue. Si no fuese por la solidaridad de vecinos, voluntarios y párrocos, decenas de familias como la de Claudia y Eduardo dormirían cada noche sobre cartones en las calles de Madrid.

Este año han llegado a España unos 95.000 solicitantes de asilo. La Secretaría de Estado de Migraciones asume que no tiene capacidad para dar un techo a todos los que lo necesitan. Tampoco el Ayuntamiento de Madrid, que debe atender las emergencias sociales. Ninguna de las dos Administraciones tiene un plan que pueda ejecutarse a corto plazo. El resultado es una imagen que comienza a ser recurrente: familias enteras con niños que cada noche se acurrucan bajo mantas térmicas a las puertas del Samur Social, el servicio municipal de la capital que, en última instancia, debería evitar que duerman a la intemperie. Todos esperan una cama para dormir. No todos la consiguen.

Es medianoche. Martes. Hace un frío húmedo: el termómetro marca seis grados. Otra familia salvadoreña, de siete miembros, se encoge bajo un andamio de la Carrera de San Francisco, la calle de la capital donde está el edificio del Samur Social al que peregrinan los recién llegados. Son la abuela, tres hermanas, el marido de una de las hermanas y dos nietos. A los pequeños ni siquiera se les ve, tapados con kilos de mantas y el abrazo de los padres. Los mayores solo enseñan los ojos bajo la ropa de abrigo. Están muy apretados y, al moverse un poco, activan la alarma antirrobos del andamio que les cobija. El guardia de seguridad acude cuando oye la sirena. “A ver si no os movéis mucho”, les pide bronco. Creen que si se marchan de allí perderán su lugar en la lista de espera, pero el frío es insoportable y deciden aceptar la oferta del padre Javier Baeza, que les ofrece unos colchones en la parroquia San Carlos Borromeo, en Vallecas.

La red nacional de acogida para solicitantes de asilo está al borde del colapso. Las 95.000 demandas presentadas este año, entre las que hay un 20% de menores de edad, doblan prácticamente las del año anterior. El ritmo es de 9.000 al mes. Más de un tercio de los solicitantes que han llegado a España este año son venezolanos, inmersos en una crisis humanitaria. Pero también hay colombianos, hondureños, nicaragüenses y salvadoreños que escapan de la violencia de sus países. Todo apunta a que los números, debido a la inestabilidad creciente en América Latina, seguirán aumentando.

Red de vecinos
Frente al Samur Social viven Eneko, Sandra y sus dos hijos. Desde su ventana han visto cómo la cola de personas que duermen en la calle ha aumentado en los últimos meses. Al final se decidieron a intervenir. Fue una noche de septiembre, cuando Sandra vio por primera vez que los trabajadores del servicio de emergencias dejaban en la calle a una pareja jovenlandés con cinco niños. “Me pongo los botines y le digo a Eneko: ‘Pues voy a bajar’. Consigo hablar con el encargado de turno y me dice que no puede hacer nada. Me empiezo a desesperar y a llamar a conocidos que me pudieran ayudar. Uno de ellos me habla de la Iglesia del Padre Ángel. Llamo allí y me dicen que aunque no tenían camas libres podían dormir en los bancos, así que los enviamos en dos Cabify. Empezamos a dar a conocer su caso a los medios, a hacer presión y a los dos días se les alojó”, cuenta la vecina. Ese mismo día, Eneko y Sandra volvieron a ver a otra pareja sin techo que se disponía a pasar la noche frente a su casa. En este caso eran venezolanos y tenían tres niños. Desde entonces no han parado de llegar familias.

Eneko y Sandra fueron la punta de lanza de un movimiento más grande de solidaridad que suple la incapacidad de las instituciones. Hay otros vecinos, como Gabriela García, que les llevan sopa todas las noches, pero también abogados y párrocos. Cocinan para las familias y les llevan mantas y ropa de abrigo y, cuando no hay más suelo en las iglesias, los alojan en sus casas o les pagan una pensión.

El sistema de asilo español solo concede algún tipo de protección a uno de cada cuatro solicitantes, una de las tasas más bajas de Europa, así que la inmensa mayoría verá rechazada su petición. España, por ejemplo, no reconoce como refugiado a prácticamente ninguno de los centroamericanos que, hostigados por la violencia, no encuentran protección en su propio país. Los venezolanos también suelen quedarse fuera, pero a ellos el Gobierno les concede un permiso de residencia y trabajo de un año por razones humanitarias. En todos los casos, de cualquier forma, mientras se estudia su situación la ley les permite vivir regularmente en España y a los seis meses, trabajar.

Un sistema insuficiente

La Secretaría de Estado de Migraciones tiene la obligación de acoger a los más vulnerables, pero está fallando. Nadie se preparó para estos números. España, que hasta ahora veía en la distancia el desafío que asumían sus socios europeos con la llegada de miles de refugiados, se ha colocado entre los cinco países de la UE que más demandas recibe, a poca distancia de Francia y Alemania. El Defensor del Pueblo lleva desde 2013 advirtiendo de las graves deficiencias del sistema.

Margareth Yanett Jiménez y Julio César Aponte son una pareja de funcionarios venezolanos que desde el 15 de julio también duermen en la parroquia San Carlos Borromeo. Tienen dos niños mellizos de ocho años, Sarah Valentina y Moisés Nicolás. La niña rompió a llorar el viernes de la semana pasada cuando, tras ver que llegaban nuevas familias de solicitantes de asilo, creía que iban a perder la suerte de almacén donde duerme junto a sus padres. “Hace tres meses que nos reunimos con una trabajadora social de la Secretaría de Migraciones para que nos buscase un sitio donde vivir”, cuenta Jiménez. No tuvieron más noticias hasta el viernes 22. “La trabajadora nos llamó y nos dijo que el lunes nos dirían a qué sitio ir. Gloria a Dios”, celebró Jiménez. Diez minutos después llegó el jarro de agua fría: se habían equivocado con el número de plazas y no les correspondía ninguna. Hasta que les vuelvan a llamar. Durante los cuatro meses que la familia Aponte Jiménez lleva en la parroquia se ha dedicado a ayudar a los que van llegando. Les acompañan a poner las demandas de asilo, les indican dónde gestionar los papeles y qué documentos hay que llevar. A Julio César Aponte, agotado mentalmente de tanto llamar y esperar en vano, los voluntarios de la parroquia ya le conocen como “el conserje” o “el monaguillo”.

El primer escollo administrativo que encuentra el solicitante de protección internacional está en el Ministerio del Interior. La Oficina de Asilo, con un programa informático de los noventa y el mismo personal desde hace 26 años, ha sido un departamento tradicionalmente olvidado. Solo el año pasado se puso en marcha un plan de choque con más funcionarios y medios con los que se ha quintuplicado el ritmo de resolución. Pero no es suficiente. Por cada dos solicitudes que entran se resuelve solo una. En los cajones hay más de 120.000 expedientes abiertos. Casos que deberían cerrarse en unas semanas, pueden llevar hasta dos años.

Interior se ocupa de tramitar las solicitudes, pero la Secretaría de Estado de Migraciones, dependiente de otro ministerio, el de Trabajo, ha de gestionar el alojamiento de los que no tienen dónde vivir. El departamento de Consuelo Rumí ha estirado la red de acogida de 11.400 camas a 14.000 en el último año, pero, aunque varía según la semana, sigue habiendo miles de personas en lista de espera que duermen donde pueden. Como la familia Aponte o la familia de El Salvador cobijada bajo el andamio. “No tenemos suficientes recursos para responder al ritmo de llegadas actual”, afirman fuentes de Migraciones. “Si se resolviese con más agilidad, se descartarían expedientes y se aliviaría el sistema. Así podríamos dar una respuesta adecuada”, señalan apuntando a Interior.

El desbordamiento del Estado obliga a los Ayuntamientos a hacerse cargo de los solicitantes que quedan fuera del sistema y ha llevado a ciudades como Madrid, puerta de entrada de casi la mitad de ellos, y Barcelona, el segundo destino, a atender un perfil desconocido en España de personas sin hogar: familias extranjeras con niños.

“Si esto no se aborda, seguiremos teniendo niños en la calle durante todo el invierno”, mantiene el concejal de Familias, Igualdad y Bienestar Social de Madrid, José Aniorte, de Ciudadanos. “Ningún Ayuntamiento del mundo puede soportar esta presión”, asegura el edil, que dedica un cuarto de las 4.000 plazas para gente sin hogar a solicitantes de asilo. Su homólogo en Barcelona, el concejal Marc Serra (Barcelona en Comú), asegura que la ciudad tiene una alta demanda de alojamiento que antes no existía y que cada noche dan cobijo a cerca de 150 migrantes, la mayoría solicitantes de asilo de los que debería ocuparse Migraciones. Todas son familias con menores. Serra reconoce que también se queda gente en la calle, pero nunca con un perfil tan vulnerable. “En términos cuantitativos puede no ser mucho, pero hay familias desatendidas que acabamos asumiendo nosotros. Es lo suficientemente grave como para este sea un tema prioritario”, advierte.

El volumen de solicitudes y la consecuente crisis de gestión ha llevado al Gobierno socialista a endurecer su discurso y hablar de “abuso” en el sistema. “Vemos con preocupación la utilización de la solicitud de asilo como vía de entrada a España por personas que van a ver denegada su petición porque no tienen perfil de beneficiario de protección internacional”, advierten fuentes de la Secretaría de Estado de Migraciones. Y aquí reside la paradoja. El tapón que alarga los plazos de resolución perjudica al conjunto de los solicitantes de asilo, pero ha acabado convirtiéndose en una puerta para miles de personas que pretenden mudarse a un país al que resulta extremamente complicado migrar de forma regular.

LAS ONG PIDEN QUE SE FLEXIBILICE EL MODELO
Las organizaciones que trabajan con refugiados ven en esta crisis la oportunidad de repensar el modelo de atención a los solicitantes de asilo. El sistema español consta de tres etapas con una duración de 18 meses, ampliable a dos años para los más vulnerables. Cada fase busca dar la máxima autonomía a los potenciales refugiados para que dejen de depender del sistema. Se les enseña castellano, a buscar un trabajo o a lidiar con la burocracia. Una de las principales críticas de las ONG es que aunque sobre el papel debería diseñarse un itinerario personalizado para cada caso, en la práctica, una familia latinoamericana acaba siguiendo los mismos pasos que una familia siria. “Es un modelo muy inflexible en el que todas las personas pasan por el mismo proceso, independientemente de sus necesidades. Así hay personas que pueden ser autónomas en pocas semanas y que permanecen tanto tiempo como el solicitante que necesita más ayuda”, explica Paloma García Varela, miembro de Plat Refugio, un grupo de 15 organizaciones implicadas en la defensa de las personas refugiadas. “El modelo no contempla que hay gente que necesita una ayuda puntual pero que tiene familia que le puede acoger y acaba igualmente residiendo en un recurso de acogida”.

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