Juan Moreno
Nacido en 1972 en Huércal Overa (Almería), Juan Moreno es periodista y escritor. Escribe una crónica en Süddeutsche Zeitung que ha sido objeto de un libro, es comentarista de radio en WDR y hace reportajes para Spiegel. Vive en Berlín.
Nacido en 1972 en Huércal Overa (Almería), Juan Moreno es periodista y escritor. Escribe una crónica en Süddeutsche Zeitung que ha sido objeto de un libro, es comentarista de radio en WDR y hace reportajes para Spiegel. Vive en Berlín.
- I -
Hace unos meses, me entrevistó un tipo bajito, un presentador de la televisión española que nunca había visto, pero al que conocen todos los niños españoles: Jordi Évole. Solía ser el compinche del presentador de un programa nocturno de entrevistas. Nos conocimos una mañana fría y lluviosa de sábado, en la Puerta de Brandeburgo en Berlín.
Évole me pidió que hablara de Alemania, como hijo de pagapensiones españoles, pero sobre todo como alemán. Quería que explicara qué es lo que estamos haciendo bien los alemanes y qué están haciendo mal ellos, los españoles. Évole presenta uno de los programas de más éxito en la televisión española. Es periodista de investigación y además cómico. ¿Qué esperaba que dijera?
¿Que no se puede tomar en serio una economía cuando se basa en el sol, en las naranjas y en el exceso de urbanización de la costa mediterránea? ¿Que los clubes de fútbol españoles no tendrían que deber 750 millones de euros (915 millones de dólares) en impuestos pendientes? ¿Que, según el último estudio PISA realizado por la OCDE y que compara sistemas educativos de distintos países, los escolares de España no han mejorado, a pesar del récord en ingresos fiscales antes de la crisis?
He estado pensado mucho en esa conversación, en la crisis económica española y en si realmente sé cómo van las cosas en mi España natal.
Mis padres eran agricultores andaluces que se marcharon a Alemania en la década de los setenta y trabajaron en una fábrica de neumáticos en Hanau, cerca de Fráncfort, hasta que se jubilaron. Mi padre fue al colegio cuatro años. No tenían libros de texto. El profesor utilizaba una antigua enciclopedia. Mi padre llegó al tomo de la D, o quizás al de la F. En cualquier caso, la educación que le ofrecía su país era una vergüenza. Emigró cuando tenía 17 años.
Yo nací en España, tengo un nombre español, hablo español a velocidad española, tengo un pasaporte español y me alegro de que España ganara la Eurocopa. Pero vivo en Alemania, donde fui al colegio y donde trabajo actualmente.
Mis recuerdos más intensos de España se remontan a hace 25 años, aunque desde entonces también he visitado el país en más ocasiones. Son los recuerdos gloriosos de los veranos de mi niñez. Mi familia era parte de esa caravana de trabajadores extranjeros (la oleada de pagapensiones que llegaron a Alemania durante los años de posguerra) que cargaban el Opel y conducían hasta España cada año, primero a través de Francia y luego a lo largo de la costa mediterránea, hasta el pueblo de mis padres. Nos pasábamos 30 horas en el coche, parando únicamente en gasolineras, con un padre fumador compulsivo al volante. En el asiento de atrás íbamos mis dos hermanos, una maleta y yo. Me encantaban esos viajes.
Tras la conversación con Jordi Évole, decidí hacer de nuevo ese viaje: conduciendo por la costa como hacíamos entonces, pero deteniéndome para hablar con la gente. Quería que me explicaran qué le había ocurrido a España, un país que durante un tiempo me ha estado volviendo loco. No sabría decir exactamente por qué. ¿Puede que por la incapacidad de producir algo significativo, la da repelúsnte urbanización excesiva, la audacia con la que los españoles esperan la ayuda del fondo de rescate?
La película de terror y el cuento de hadas
La primera gran ciudad española que recuerdo es Barcelona. Ahí es donde empieza mi viaje. Por aquel entonces, no era una ciudad llena de hoteles boutique ni de tapas en el Barri Gòtic, el Barrio Gótico, ni de estudiantes de español que buscan el sentido de sus vidas en Barcelona. En mi niñez, era una ciudad sin carreteras de circunvalación. Aún no se habían construido. Mi padre odiaba la anarquía del tráfico, los coches SEAT, la Guardia Civil, que, a principios de los ochenta, habían perdido la protección de Franco, pero no su vergonzosa arrogancia. A pesar del calor, mi progenitora nos obligaba a subir las ventanillas. Decía que los estafadores se ponían en los semáforos a esperar a los coches alemanes. Yo odiaba Barcelona.
En 2012 todo es diferente. Llego después de que el presidente Mariano Rajoy haya preparado a Europa ante la posibilidad de que el rescate a los banco españoles cueste 100.000 millones de euros (123.000 millones de dólares). Antes, había afirmado que España nunca necesitaría ayuda.
Veo las noticias en la televisión de la habitación del hotel. Como siempre, constan de dos partes: la película de terror y el cuento de hadas. Cada vez más ahorradores vacían sus cuentas, la comunidad autónoma española de Castilla La Mancha va a cerrar 70 colegios, la tasa de desempleo llega casi al 25 por ciento: esa es la película de terror. En el cuento de hadas, hablan sobre la selección de fútbol nacional.
Después de ver las noticias en España, se entiende por qué la mitad del tiempo de emisión se dedica a los deportes. Si no fuera así, la gente se volvería loca. Todo gira alrededor de la crisis. Todo. Un gran establecimiento de bricolaje anuncia 200 puestos de trabajo y recibe 12.000 solicitudes. Las personas altamente cualificadas ocultan sus titulaciones universitarias para poder competir con otras menos cualificadas. En Asturias se producen altercados en las calles entre los mineros en huelga y la policía. Aumentan las ventas de cajas fuertes.
Estas no son las noticias. Es una película de terror.
-II -
Barcelona está llena de turistas. El número de noches reservadas en los hoteles aumentó el año pasado. Los establecimientos cercanos a la Plaça Catalunya siguen sirviendo cafés a precios desorbitados, mientras que la policía espanta a los mendigos. Para encontrar la crisis, hay que alejarse unas cuantas calles.
En una intersección de la Avinguda Diagonal, me encuentro con Pedro Panlador, un hombre menudo que se ha parado frente a una sucursal de Bankia. Quiere irrumpir en el banco y protestar. Unas cuantas personas que piensan igual que él se han unido en su objetivo. Han llamado a las oficinas de los periódicos para que informen de su protesta, pero los periódicos han rechazado el ofrecimiento. En este momento se están produciendo actos similares en los bancos de toda España.
Bankia, un banco de Madrid [creado en 2010 tras la fusión de siete cajas de ahorros regionales], desahució a Panlador de su piso porque dejó de pagar la hipoteca. En los tres primeros meses de este año, se han desahuciado cada día a 200 ocupantes de pisos y casas en toda España.
Panlador, que nació en Colombia, lleva 12 años viviendo en Barcelona. Actualmente su deuda asciende a 242.000 euros. Antes de la crisis era chófer. Ahora lleva en paro más de dos años. Los viandantes pasan a su lado, unos le animan y otros aplauden. Nadie cree que esté mal plantarse delante de un banco y llamar a los empleados "delincuentes". Panlador dice que su intención es seguir la protesta de forma "pacífica" y que sólo quiere "hablar con el director".
Una deuda para toda la vida
Bankia perdió 3.000 millones de euros en 2011 y ahora el banco necesita más de 20.000 millones para evitar la bancarrota y arrastrar consigo a todo el sistema financiero español. Su último director fue Rodrigo Rato, exministro de finanzas bajo la presidencia de José María Aznar. Rato además fue director gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI) hasta 2007. Puede que el FMI tenga que rescatar en breve a España. Parece un chiste.
Panlador y sus compañeros están listos para irrumpir en el banco. Es la primera vez que lo hacen. Panlador ya acampó antes frente a una sucursal de Bankia, pero cree que con su acción de hoy se llama más la atención. Hace acopio de valor y camina hasta la entrada, donde ve que la sucursal ha instalado una puerta de seguridad y un timbre. Llama al timbre. Bankia no le abre la puerta. Panlador se gira hacia los demás. Parecen no saber muy bien qué hacer. Al final, alguien empieza a tocar un silbato. Panlador pega unas cuantas pegatinas sobre el cristal. En la pegatina se puede leer que los bancos tienen que dejar de perseguir a los clientes como si fueran delincuentes y acabar con los desahucios. Parece que España se ha convertido en un país de protestas tristes.
Panlador retrocede unos pasos. La bancarrota personal no existe en España, puesto que la gente tiene que seguir pagando la hipoteca. Su deuda de 242.000 euros le perseguirá toda su vida. "Estoy cansado", dice.Uno piensa que las protestas deben lograr su objetivo en alguna ocasión, algo que dé esperanzas de que la lucha merece la pena. También es importante saber quién es el enemigo. ¿Quién tiene la culpa? ¿Bankia, porque concedió un préstamo de un cuarto de millón de euros a un hombre que ganaba 940 euros al mes después de impuestos? ¿O Panlador, porque firmó el préstamo? Nadie le obligó a hacerlo. Quizás la culpa es de los dos.
O quizás la tenga ese mar de oportunidades de entonces. El sector de la construcción seguía creciendo y se ganaba dinero por todos lados. Se conseguía dinero barato y los bancos prácticamente lo regalaban, las casas parecían financiarse solas y además abundaban los trabajos.
El país se convirtió en un gran casino
Todo esto convirtió a los españoles en ludópatas y al país en un gran casino. La gente ya no tenía que sufrir la humillación de que el vecino tuviera una casa en Conil, en la Costa de la Luz, mientras ellos sólo tenían una casita de fin de semana a las afueras de la ciudad. ¿Quién habría imaginado que todo acabaría con gente como Pedro Panlador, postrado frente a un banco sin que le abran la puerta?
Le doy la mano y le deseo suerte. Barcelona es una ciudad bonita, mucho más que Berlín, Frankfurt o Múnich, a pesar de los carteles de "Se vende" que cuelgan de los balcones y de los comerciantes de oro que abren establecimientos en cada esquina para vender las joyas de los españoles desesperados.
Para mí, la ciudad es como la mujer del director de una fábrica que se niega a reconocer que la empresa está en bancarrota. Sigue teniendo su chaquetón de piel, su anillo de diamante y su vajilla de porcelana, pero todo el mundo sabe que pronto acabará todo.La tasa de desempleo en Barcelona pasó del 7 al 17,7 por ciento el año pasado. Barcelona es la ciudad más rica de España y aún así, el 17,7 por ciento de su población activa no tiene empleo.
Me subo en el coche y salgo de Barcelona. Tengo una cita en Sabadell, una ciudad repleta en otros tiempos de fábricas de textiles. Voy a conocer a Antonio, un padre de familia, que también ha perdido su hogar. Pero no quiere irrumpir en un banco para protestar. En lugar de ello, ha decidido defenderse. Ha ocupado un piso.
Es mediodía y Antonio espera en la puerta del piso. Sabe lo que estoy pensando. Antonio se parece a George Clooney.
"Sí, lo sé", comenta, "me lo dice todo el mundo".
Antonio pasa al estrecho pasillo y me enseña el minúsculo cuarto de baño, una cocina americana con un frigorífico enorme y un dormitorio en el que hay dos camas y sobre cada de ellas, un peluche.
"Eso es todo", comenta Antonio. Un bajo con dos dormitorios, su nuevo hogar. En el cuarto de baño hay apiladas varias cajas.
"¿Cuánto tiempo lleva aquí?"
"Dos días".
"¿Y cómo entró?".
"No se lo puedo decir, pero antes fui soldador. Mañana será el primer día que duerman aquí mis hijas".
Antonio tiene dos hijas, de 14 y 17 años. La más joven va al colegio y la otra está en un programa de formación de peluquería. Pero por la crisis, no le pagan y además es la única de su promoción que aún no ha encontrado ningún trabajo. Antonio aparta a un lado un pato de peluche y se sienta sobre la cama.
Sin alternativas
Antonio Zamora Hidalgo, de 47 años, un tipo callado, comenzó su lucha contra el sistema hace dos días. Trabajó durante más de 20 años en una fábrica de metal y durante 12 años pagó la hipoteca de su piso al BBVA, un importante banco español. Cuando dejó de pagar, lo perdió todo.
En España no existe nada equivalente a los pagos del programa Hartz IV de Alemania para los desempleados de larga duración. Sin embargo, existe una norma que estipula que el prestatario no puede devolver simplemente la propiedad al prestamista como pago de su deuda. En el peor de los casos, pierde la propiedad y sigue debiendo al banco el precio total de compra.
Hidalgo se quedó sin opciones. No sabía qué hacer con sus hijas. Su mujer le abandonó porque no pudo soportar lo que le ocurrió a la familia. Antonio recurrió a PAH (Plataforma de Afectados por la Hipoteca), una iniciativa local en Barcelona, donde le dijeron que el 20 por ciento de los pisos en España están vacíos. Uno de ellos es este piso en Sabadell, que lleva cinco años desocupado.
El pequeño piso está en una tranquila calle del barrio de Can n'Oriac. Es propiedad de Caixa Catalunya, una de esas megalómanas cajas de ahorro provinciales de España que concedieron hipotecas indiscriminadamente en los últimos años y tuvieron que ser rescatadas con el dinero del contribuyente.
"¿Se imaginaba que sería así?", me pregunta Antonio.
Observo la diminuta habitación. Las dos camas ocupan prácticamente todo el espacio.
"Bueno, si decidió ocupar ilegalmente un piso, ¿por qué no uno más grande?", le pregunto.
Antonio se ríe. No se refería al piso, responde, sino a la situación en España.
"Yo le puedo contar cómo es la situación", dice Antonio. "La situación es que tipos como yo estamos ocupando pisos".
Me pregunto entonces de quién es la culpa, mientras conduzco por la autopista. Este hombre nunca ha tenido problemas con la policía. No bebe, no es un anarquista ni un extremista de izquierda y ni siquiera ve las noticias. Y ahora es un ocupante ilegal. Puede que simplemente tuviera mala suerte y se viera arrastrado cuando se vino abajo el sistema de préstamos baratos y precios desorbitados en el mercado inmobiliario del llamado milagro económico español, un periodo que la revista Time describió en su portada con el título "España despunta".
- III -
Llego a Castellón, una ciudad costera en el Mediterráneo, algo adormilada, con un bonito parque y unos grandes almacenes tremendamente horribles.
De niño me gustaba Castellón, el último lugar en el que nos parábamos para echar gasolina antes de llegar a nuestro pueblo. Estoy aquí porque quiero saber por qué Castellón construyó un aeropuerto del que nunca ha llegado a despegar ningún avión, un aeropuerto que ha costado 150 millones de euros en una ciudad a tan sólo 65 kilómetros de Valencia, que ya cuenta con un aeropuerto demasiado grande para la región.
Salgo de la Autopista del Mediterráneo y conduzco por la CV-10 hacia el aeropuerto de Castellón. La CV-10 es la mejor autopista por la que he conducido en mi vida. El asfalto es perfecto, las señales son nuevas y hay césped en la mediana. Tras aproximadamente media hora, me encuentro frente a una valla, discutiendo con un guarda de seguridad. El hombre saca una radio y dice: "Serra 1 a Serra 2, ¡tenemos un código 3!"
Se puede activar un código 3 simplemente preguntando al guarda de la valla si puedes echar un vistazo al aeropuerto de cerca, un aeropuerto que se construyó con dinero de los contribuyentes y se abrió oficialmente el 25 de marzo de 2011.
Un microcosmos de toda España
Salgo del coche. Detrás de mí hay una gran escultura, situada en la carretera de acceso al aeropuerto. Un buen amigo de un político local sigue trabajando en la pieza, que es espantosa y supuestamente cuesta 300.000 euros. El guarda sigue hablando por la radio. Desde donde me encuentro, puedo ver la torre de control, algunas de las 3.000 plazas de aparcamiento y parte de la pista de 2.700 metros (8.856 pies).
"Le he dado su número de matrícula a la policía", afirma el guarda. Asiento y me digo a mí mismo que el aeropuerto de Castellón ni siquiera es el aeropuerto más inútil en España, ni tampoco el más costoso. En Ciudad Real, a 160 kilómetros de Madrid, se construyó otro aeropuerto, por un coste de 1.000 millones de euros. Ahora sirve de aeropuerto para aviones privados.
Durante años, Castellón sufrió por el hecho de que no era tan importante, rico o conocido como Valencia y Alicante, las otras dos grandes ciudades de la región. A alguien se le ocurrió la idea de cambiar esta situación construyendo 17 campos de golf. Diecisiete campos de golf de 18 hoyos, lo que se traduce en muchos golfistas y de ahí la necesidad del aeropuerto. Pero los campos de golf nunca vieron la luz.
La ciudad se comportó como un microcosmos de toda España. España no quería ser la hermana pequeña de Europa. Quería tener aeropuertos y autopistas de verdad. Atrás quedaron los días en los que la gente como mi padre llegaba a una estación de tren alemana con chaquetas demasiado finas para el tiempo que hacía. La nueva España sabía jugar al fútbol y tenía empresas como el gigante mundial de las telecomunicaciones Telefónica y chefs famosos en todo el mundo como Ferran Adrià.
Dejo al guarda donde estaba y vuelvo a la autopista. Estaré en el pueblo de mis padres en tres horas. Al tomar un pequeño desvío paso por una gran obra: se está construyendo otra línea de tren de alta velocidad. El país cuenta con más líneas de alta velocidad que Alemania o Francia.
Cada pueblo y ciudad tuvo el político que se merecía
Me pregunto cómo debe de haber sido ocupar un puesto político en los años del auge económico, un periodo de intoxicación absurda y sin medida. Muchos políticos, para que volvieran a elegirles, tenían que demostrar algo por sí mismos, realizar algún proyecto y preferiblemente construido con piedra y hormigón. Por todos lados surgían campos de fútbol, teatros, piscinas y tranvías. La economía se ha había vuelto loca, al igual que los políticos.
Pero la democracia seguía funcionando correctamente. Los españoles podrían haber preguntado de dónde salía todo el dinero, y por qué se mejoraban las carreteras o por qué los trenes eran más rápidos, mientras que a sus hijos les iba peor en el colegio. Podrían haber elegido a políticos diferentes, más sensatos. Estoy convencido de que cada pueblo, cada ciudad y cada provincia tuvo exactamente el político que se merecía.
Llego al pueblo de mis padres, Huércal-Overa, ahora una localidad de 18.000 habitantes en la provincia de Almería. La zona se conoce como el desierto de Europa, ya que es seca e insoportablemente calurosa en verano. El director alemán Bully Herbig rodó "Der Schuh des Manitu" o "El tesoro de Manitu", un remake en clave de comedia de la serie alemana de películas del Oeste en Almería. Aquí es donde acaba mi viaje.
Solíamos quedarnos en la casa de mis abuelos, a las afueras de la población. No había ni cuarto de baño ni electricidad. Eso era en la década de los ochenta. Ahora, la ciudad cuenta con un teatro público, una Plaza Mayor nueva, una piscina pública cubierta, una nueva piscina exterior, un zoo, un parque, un centro totalmente renovado y filas de casas a medio construir.
La casa de mis padres está en el extremo norte de la ciudad, una casa sencilla y bastante antiestética. Invirtieron todos sus ahorros en esta casa de 130 metros cuadrados (1.400 pies cuadrados). El único lujo de la casa es un sistema de aire acondicionado absurdamente descomunal en el tejado, que puede convertir fácilmente la sala de estar en un paisaje polar. Le pedí a mis padres que llamaran a algunos familiares, para que me contaran qué tal les iba en España.
Un Audi en el garaje
Mi tío Juan lleva 20 años trabajando en una explotación agrícola. Planta tomates, camina por los invernaderos con fertilizante y trabaja durante la cosecha. Es un trabajo brutal, pero delante de mí nunca le he oído quejarse. Antes del auge económico, ganaba alrededor de tres euros a la hora, y ahora, unos diez años más tarde, sigue ganando menos de cuatro euros a la hora. Conducía un coche pequeño antes de la crisis y sigue conduciéndolo ahora. Juan comenta que no ha necesitado la crisis para saber que no es parte de la Europa rica. Dice que a él le ha tocado ser pobre, porque es del sur.
La historia de mi primo Pepe es distinta. Cuando era adolescente, vendía zapatos en los mercadillos semanales y luego patatas fritas y cacahuetes. Al final se sacó el carnet de conductor de camiones y probó suerte siendo camionero independiente. Hace 150 años habría sido buscador de oro.
Entonces llegaron los años del auge, el momento perfecto para personas como Pepe, que no querían seguir siendo pobres. Primero condujo su propio camión y luego amplió el negocio a dos, tres y hasta ocho o nueve camiones. Había mucho trabajo y atraía constantemente a nuevos clientes: una fábrica de cerveza, un proveedor de recambios de coches, un almacén temporal de un mayorista.
Su mujer le regaló un Audi A6 neցro por su cuarenta cumpleaños. Me invitaron a la fiesta. Lo habían logrado. Habían pagado la casa, conducían un coche alemán y su hija acababa de empezar la carrera de medicina.Pepe era una de las personas más graciosas que he conocido. Nadie sabía más chistes verdes que él.
La crisis ha cambiado el país
Pero ese Pepe ya no existe. Mi primo hoy es un hombre enfermo. Mi padre le pagó el último tratamiento en el psiquiatra. Pepe no le ha dicho a nadie de la familia a cuánto asciende su deuda, pero deben de ser millones y todos hemos llegado a la conclusión de que siempre estará endeudado. Su hija, la estudiante de medicina, ahora trabaja de cajera en un supermercado. Cuando le veo al día siguiente de mi llegada, mi padre y yo nos tomamos con él un café. Pepe sólo dice dos palabras, "hola" y al final, "adiós".
La crisis le ha cambiado y está cambiando a España. Quizás el país se está dando cuenta de que no existen atajos ni trucos para llegar a Europa. No basta simplemente con introducir una moneda fuerte, construir docenas de aeropuertos, líneas de ferrocarril, campos golf y poner un A6 en cada garaje.
No. El camino es tedioso y bien conocido. Comienza con la educación, la investigación y el fomento de las empresas. Los españoles pueden hacerlo. Esta gente, mi gente, son un pueblo estupendo, pero la crisis les ha demostrado dónde están: en el extremo de Europa, no en el centro. Se dejaron seducir por el boom inmobiliario, el dinero barato y la euforia, no porque sean malos o perezosos, sino porque son personas.
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