Un mundo perfecto

Eric Finch

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Un mundo perfecto

Un mundo perfecto

Publicado el 23 febrero, 2016 de tsevanrabtan

Le he estado dando vueltas a la idea de escribir esta entrada. Antes de contarles por qué, explicaré su origen: proviene de una experiencia personal de este fin de semana pasado y de la lectura de esta interesante entrada del blog de Pablo Rodríguez —suelen serlo las suyas—. Me he cuestionado si escribirla, porque estoy harto y cansado de polemizar, tan a menudo, sobre violencia doméstica y sobre el discurso ideológico construido sobre la violencia doméstica. De hacerlo casi siempre desde un cierto punto de vista. De ser atacado por hacerlo, pese a ser padre de dos hijas adolescentes a las que, por lo que leo, es seguro que deseo algún tipo de mal inconcreto. Y de ser a la vez alabado por gente llena de repruebo a la que no tocaría ni con un palo y que, a veces, envía comentarios a este blog que ustedes no ven, pensando en mí como uno de los suyos. Otra razón para dudar es que me voy a centrar en un aspecto lateral de la entrada de Pablo Rodríguez, y eso desenfocará lo más importante, el resto. Léanla completa, por favor. Merece la pena.

Al final he pensado que sí, que mejor insistir. No sé si esto sirve para algo, pero qué le voy a hacer: alguien tiene que intentar, de vez en cuando, equilibrar lo que está tan desequilibrado.

Pablo enlaza a este vídeo, que retuitea y alaba:

querido papa, me van a decir fruta ( #DearDaddy) - T - YouTube

El vídeo puede que cuente la historia de alguien —ignoro las circunstancias de su autor—, pero su tono pretende ser, remedando a Borges, la historia de todas las mujeres que nacerán, que es, lo saben ya, la de una única mujer arquetípica.

Una mujer a la que los niños de su clase, antes de los catorce años, habrán llamado fruta, astuta y algo más, algo que el padre disculpará como “cosas de niños”, porque quizás él hizo lo mismo sin mala intención; una mujer de la que, alguno de los que dijo fruta, habrá abusado aprovechando su embriaguez, porque es algo gracioso, y a la que —no te sorprendas, papá— habrá forzado antes de los veintiún años el hijo de un amigo de su padre, que hacía bromas groseras de las que el padre se reía; una mujer a la que criaron para ser fuerte e independiente, pero que, tras conocer al hombre perfecto, ve cómo este se tras*forma y un día la llama fruta, como el padre quizás llamó fruta a alguien en la escuela, para después, otro día, pegarla —y ella se siente culpable porque cree que quizás hizo algo mal—, para, finalmente, casi matarla, a pesar de que tiene “un doctorado, un trabajo fantástico, buenos amigos y su familia y fue bien educada”. Por eso, añade esa mujer que es todas las mujeres, porque “una cosa siempre lleva a la otra”, “papá, detenlo antes de que comience”, y no dejes que su hermano llame fruta a ninguna chica, porque un “niño pequeño” creerá que es verdad y “no aceptes bromas groseras” de nadie, porque detrás de cada broma hay una parte de verdad. Todo concluye en un ruego a su padre: que la proteja, para que ser mujer no sea “el mayor peligro de todos”.

La música, la puesta en escena y la ternura con la que esa niña no nacida, esa especie de Eva inmortal que sobrevuela todas las generaciones, se dirige a su padre, oculta un mensaje terrible: el padre es culpable. Ese padre, todos los padres, todos los hombres.

Más aún, el fundamento de su discurso es que todo tiene que ver con todo. Que todo es causa de todo. Que no hay soluciones de continuidad. Que el forzador lo es porque había tolerancia a los insultos (a esos concretos insultos) durante la niñez. Todos los niños llaman a las niñas pilinguis y todos los hombres se ríen y tras*igen, y eso (ESO) inicia una cadena terrible de acontecimientos que lleva a algunos a violar y a maltratar a las mujeres. El maltratador empieza llamándola fruta, luego la pega y luego casi la mata. Esa secuencia inevitable se originó porque su padre dejó que su hermano llamase fruta a las demás niñas, o porque el padre rió las bromas groseras de los otros o quizás las hizo él mismo. Porque la mala educación, en suma, establece las condiciones de las que se sigue, como si fuera el diseño de un relojero ciego, la violencia y el crimen. El primer insulto, trasunto del fuego del que nace el incendio eterno, que el hereje anuncia en la pira.

“Una cosa siempre lleva a la otra”

“Si hubieras sabido que su hijo me violaría le habrías dicho que se controlara”

“Su hijo, que creció con esas bromas se convierte en mi problema”​

Esta visión de la violencia contra las mujeres se basa en varias creencias: en la creencia de que la violencia es producto de la cultura; en la creencia de que hay un hilo irrompible entre la broma, el insulto, el abuso, la violación y el asesinato; en la creencia en que si todos los hombres fueran perfectamente educados y nunca llamasen “pilinguis” a las chicas (entiéndase esto como arquetipo), ese “niño pequeño” que sí se ha creído que todas las mujeres son pilinguis, no abusaría, violaría, lastimaría o asesinaría a una mujer al crecer.

Es una visión religiosa. Una visión que, trasplantada a otros ámbitos de la existencia —y espero que alguien me explique por qué no habríamos de hacerlo—, haría que esta fuera insoportable. Que exigiría una especie de tribunal jovenlandesal permanente, formado por todos, que impediría el mal gusto, la broma soez, el sarcasmo, el exceso personal. Una estrategia basada en el mismo principio que dice que hay que hacer deporte, comer sano, consumir cinco piezas de fruta al día, y sobre todo no consumir drojas. Porque, ya lo sabemos, “una cosa siempre lleva a la otra” y si fumas un porro terminarás robando a punta de pistola un banco para pagarte la droja dura o atropellarás a una familia feliz borracho como una cuba. Quizás deba yo —que nunca he consumido drojas ilegales— reprender a mis amigos, esos que se emporran o que esnifan cocaína, no sea que yo asuma parte de su culpa futura. Esta estrategia es la que piensa que la fantasía sensual no llevada a la práctica, en la que se incluye violencia, incluso violencia sensual —y que puede serlo de una mujer—, es la antesala del crimen. Es una visión que además degrada la responsabilidad individual: el sujeto que viola o agrede o mata a una mujer ya no es tan responsable. Es un hombre al que el padre de la amada sin consentimiento no paró los pies cuando hacía bromas.

Todo esto es desolador. Me parece un insulto a las personas que han cometido errores; que se pasaron de frenada; que han sido alguna vez maleducadas —¿hay alguien que no?—; que han elegido un estilo de vida que no nos gusta, que nos parece poco sano, o incluso da repelúsnte; pero que nunca han forzado a una mujer o abusado de ella. Me parece también un insulto a la complejidad. ¿Las niñas no se ríen de sus compañeros de clase, en particular del friqui, del feo, del rellenito, del acondroplásico? ¿No los putean con su indiferencia? ¿Las niñas no llaman pilinguis a otras niñas? ¿No compiten entre sí?

Esta matemática mecanicista, incapaz de aislar los hechos para atribuir responsabilidades —ese precio de la libertad—, es además inútil. Personalmente, creo que no sirve para nada: solo para abonar un discurso que no ha sido probado. Puestos, me quedo con lo que escribía aquel primatólogo que analizaba la base biológica de la violencia contra las mujeres: mejor que estas aprendan a responder a la violencia con violencia; no apuntar a una masa informe de irresponsabilidades (no, no es una errata), sino apuntar el arma —un revólver cargado— contra el sujeto concreto que te quiere hacer daño.

Al principio de esta entrada hablaba de dos razones para escribirla. Les contaré la segunda. He visto el vídeo que enlazaba Pablo después de presenciar cómo un padre se abrazaba a sus dos hijos, de seis y trece años, tras salir por la rampa de un garaje. Voy a contarles la historia.

Una familia de otro país está de paso por España. Vienen del norte de África y van camino de casa. Paran en Madrid y quedan a cenar con unos amigos, unos compatriotas que también están en España de paso. Es sábado por la noche, en el centro, en una zona muy concurrida. El niño, que tiene trece años, pide permiso a su progenitora para dar una vuelta por la plaza que da al restaurante. La progenitora se lo da. Poco después, el padre pregunta por su hijo y la progenitora le explica qué ha pasado. Miran, pero el niño no está. Es de noche. El padre habla español, pero su hijo no. Mientras las mujeres esperan en la puerta del restaurante, los hombres (tres) se separan y empiezan a dar vueltas por la zona. La progenitora llama (chapurreando español) a la policía. Pasan casi dos horas. El niño, asustado, para a un tras*eúnte. Este comprende que algo pasa y avisa a los municipales. Los policías lo llevan hasta la progenitora y se van. Al rato, el padre, enfermo de preocupación, regresa a la puerta del restaurante y ve a su hijo. Su primera reacción es gritarle y darle una torta. La progenitora se interpone para evitarlo. El padre lo intenta de nuevo y el niño, rápido, evita que su padre pueda alcanzarlo.

Unas personas pasan por la calle y otra trabaja en un negocio enfrente del lugar. Avisan a la policía. Dicen que han visto a un hombre —esta es la primera información que me llega— dar abrazos a una mujer y a un niño. La policía acude y detiene al hombre. Los amigos de la pareja intentan explicar a los policías que ellos han presenciado todo y que el padre no ha agredido a la progenitora: que solo ha hecho el gesto de dar un cachete a su hijo, como consecuencia de los nervios, a la vez que gritaba. Intentan ir a comisaría a declarar, dar sus datos. Los policías no los toman. La progenitora niega haber sido golpeada e intenta aclarar lo sucedido. El hombre es detenido.

Yo lo conozco a media mañana del domingo. Me explica lo sucedido. Tendrían que salir de España ese día: tanto él como su mujer tienen negocios que atender. Además, el hombre está preocupado por su hijo, por lo que estará pensando al ver cómo su padre es esposado y detenido. Por si creerá que ha sido culpa suya. No tienen casa en Madrid. Viajan en una caravana. Ella casi no habla español. Intento que lo dejen en libertad. Los policías me dicen que los testigos aseguran que el hombre ha dado abrazos a la mujer y al hijo. Yo aún no he visto el atestado, pero en él se indica algo crucial: hay cámaras de seguridad que pueden haberlo grabado todo.

Los policías llevan al hombre a un centro de detenidos. Pasará a disposición judicial al día siguiente. Es su segunda noche privado de libertad.

Por fin, el lunes puedo ver el atestado. Descubro que es posible que haya grabaciones de lo sucedido. El hombre, al saberlo, insiste en que se traigan, que se vean, porque él sabe qué hizo. La progenitora del niño, además, lo ha explicado todo con meridiana claridad: no hubo ninguna agresión hacia ella, y en cuanto a su hijo solo un intento de tortazo que no llegó a producirse porque ella se interpuso. Aunque la policía la había insistido —quizás por las dificultades de comunicación, ya que no interviene un intérprete— ella había negado la víspera ser una víctima, había rehusado que se le asignase un abogado, había afirmado categóricamente que no quería reclamar nada y que solo quería que dejasen libre a su marido.

Más aún, en el atestado leo que, según los policías, lo que han visto los testigos es a un hombre que “lanza” unos abrazos a una mujer y a un niño. Esta es la razón por la que lleva dos días detenido.

Como observo que en el atestado no aparecen citados como testigos los amigos de la pareja, le pido a la esposa que los localice y que vengan. Anticipo que voy a pedir su declaración, ya que ratifican la versión de mi cliente.

Cuando comienzan las declaraciones: la esposa vuelve a insistir de forma contundente y clara en que es falso que haya sido agredida. No hay un solo rastro físico de esa supuesta agresión. El hombre cuenta su historia y admite —solo admite eso— que intentó dar un cachete a su hijo como consecuencia de su estado de excitación nerviosa. En ese momento, el juez toma declaración a la persona que avisó a la policía: la testigo declara haber visto una paliza brutal a un niño, al que un padre da varios abrazos en el rostro mientras hablaba en un idioma para ella desconocido. Cuando vuelvo a pedirle que se explique, reitera que lo que ha visto es a un hombre ensañándose a golpes con un niño. Incluso escenifica los abrazos. Sin embargo, cuando se le pregunta si el hombre golpeó a la mujer, la testigo solo dice que él la apartó para pegar al niño.

El juez anuncia que va a archivar respecto de la mujer, pero que se va a inhibir en cuanto al resto. Ya no es un asunto de violencia contra la mujer, por lo que lo turnará a reparto. Pido que declaren los testigos que presento. Me dice que no es competente y que lo hagan cuando el juez al que le corresponda los llame. Hago constar que no viven en España, pero eso no cambia su decisión. Pido que, al menos, examinen al niño. En principio se niega, pero cuando comento que un examen médico dentro de semanas (cuando presumiblemente pueda producirse) resultará inútil, puesto que el niño podría haberse curado, termina aceptando el examen. El forense ve al niño que supuestamente ha sido golpeado de forma brutal dos días antes: el niño no tiene ni un rasguño. Ni uno. Ni el más mínimo rastro de violencia.

A las dos de la tarde del lunes, el hombre sale por la rampa del garaje de los juzgados de violencia. Sus hijos lo ven. Se abrazan a él, llorando, y él llora con ellos durante un buen rato. Luego se abraza a su mujer. Hablamos un momento. Se va a marchar a su país inmediatamente. Antes me cuenta algo que le ha pasado, que no puedo repetir aquí. Le digo que puede denunciarlo, que lo acompaño. No quiere. Solo quieres marcharse de España.

No adornaré la historia con conclusiones. Se las dejo a ustedes.

Solo diré: cuidado con los prejuicios que alimentamos.

No son inocuos.
 
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