jaimearanzana
Cuñado nija
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- 10 Ago 2021
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Miré y como esperaba vi a Paco en la puerta apoyado en su bastón. Hice la rotonda y aparqué delante de él. Yo creo que conoce el ruido del motor de mi coche, pero nunca se apresura en saludar. Bajé y saludé los buenos días; entonces él respondió. Cogí la bolsa que hoy pesaba bastante, abrí la puerta del bar con alguna dificultad y pasamos para adentro. Todavía me acuerdo de Josemari, el merchero, pero hace más de un año que marchó con su mujer a Ciudad Real y no hemos vuelto a saber nada de él. Siempre estaban los dos allí, esperándome, uno para tomar su café y otro para atender los recados de primera hora en el bar. Josemari solía pasar la espera canturreando fandangos, pidiéndole un cigarrillo a Paco que este siempre remoloneaba pero que pocas veces no le daba, o yendo y viniendo a los contenedores cercanos en busca de algo. Muchas veces me ofrecía cosas que yo casi siempre rehusaba. Le encantaban los chismes electrónicos, las cosas de luces intermitentes y todo eso. Sonreía mirándolas. Era como un niño de casi sesenta años.
- ¿De qué vas a hacer hoy el arroz, Kufisto? -preguntó Paco ya una vez sentado en el taburete que le acerqué. Siempre me lo pregunta los fines de semana. Luego, al volver para el café de la tarde, me pregunta si ha sobrado o no. A veces le miento y le digo que no. Creo que se alegra si ha sobrado mucho. No se lo tomo en cuenta. Es normal. Paco es también como un chico de casi sesenta años, como el chico que era cuando se quedó a oscuras para siempre. Eso tiene que jorobar. Normal que uno quiera que los demás también se joroben un poco.
Es sensible, al igual que lo era Josemari. Un día que yo estaba de resaca, de resaca criminal, y él andaba un tanto desquiciado a causa de la medicación que toma para su problema mental le di una mala contestación a su enésima pregunta absurda; se enfadó y se fue. Yo me quedé con peor cuerpo y al rato salí a la puerta para ver por donde tiraba. Son muchos años juntos. Le vi sentado en un banco de arriba. Cerré y fui hasta él.
- Perdona, Paco, es que hoy estoy mal y...Venga, vámonos para el bar, anda...-
- ¡No! -respondió enérgico. Y se echó a llorar. Por más que lo intenté no pude llevármelo-
Josemari no decía nada cuando yo le daba una mala contestación, pero en su cara se veía el dolor que le causaba. Acostumbrado desde pequeñito a las burlas de los otros agradecía mi trato normal. La tartamudez no es tan grave como la ceguera pero no por ello deja de ser una cruz que unida a su natural inocencia hacían de él un blanco perfecto para las risas y el cachondeo hasta del más orate. A veces se sublevaba, le hervía la sangre y respondía con los peores insultos imaginables. En una ocasión, se cuenta, fue navaja en mano tras uno que poco antes le había humillado malamente. Y gracias a que lo escondieron no lo mató.
El tiempo pasa más rápido durante las mañanas de los sábados. Abro un poco más tarde, es verdad, como también lo es que hay que preparar más cosas, y luego están los clientes que van llegando a cuentagotas y uno está solo...Por cierto, y ahora que hablo de clientes, hay una anciana que hará un par de meses viene a desayunar. Es la progenitora de un viejo amigo, de uno que hace cuatro años largos tuvo que dejar de venir al bar, a cualquier bar, y yo que me alegro. Por ello cual no sería mi sorpresa cuando una mañana de sábado lo vi entrar con su progenitora. Nos saludamos, la acomodó en una mesa, pidió el desayuno de ella, lo pagó y se fue para regresar una hora y media más tarde a recogerla. Así empezó. Y desde entonces todos los días, sólo que durante la semana es la chica que tiene al cuidado de su progenitora quien viene y desayuna con ella, una chica fuerte, cuarentona, progenitora y probablemente divorciada que me mira con buenos ojos. Pero es la anciana, cuando se queda sola los fines de semana, quien llama mi atención.
Está ahí sentada, pequeña, con las manos recogidas y la cabeza un tanto ladeada hacia el otro lado del televisor, como dormida. Pero cuando salgo a atender a alguien en el salón y vuelvo con la bandeja hacia la barra veo que ella me mira y sonríe con una dulzura indescriptible, una media sonrisa tan de verdad que la primera vez que la vi me dieron ganas de llorar. Esa mujer, casi nonagenaria si no lo es ya, esa mujer que vio como se le moría un hijo y todo lo demás, sonreía a mi paso como alguien que se alegra de verte, como uno que ve algo bueno, como una progenitora mirando a su hijo que duerme.
Hará como un mes, un lunes en el que nosotros estamos cerrados, de camino al otro bar de abajo al que supongo iba durante todos estos años hasta que ya se le hizo largo, se cayó al suelo a pesar del tacatá y la compañía de su cuidadora. No fue cosa de mucho, no se rompió nada y después de todo su hijo es médico, pero con todo y con eso se le notó. Ahora está un poco triste. Yo le pregunto todos los días y ella responde que regular. Pero aún así, el fin de semana que se queda sola, sigue sonriéndome de la misma forma cada vez que tengo que salir al salón. Y yo le guiño el ojo tras la mascarilla.
Ha sido un buen sábado. No he parado un momento. He dejado una buena caja, una gran caja para un hombre solo. Otra vez he podido hacerlo. Yo solo. A mis cuarenta y ocho años. Eso está bien. Eso es bueno. ¿O no?
Y el arroz, Paco, esta vez sí que se ha acabado.
De verdad.
- ¿De qué vas a hacer hoy el arroz, Kufisto? -preguntó Paco ya una vez sentado en el taburete que le acerqué. Siempre me lo pregunta los fines de semana. Luego, al volver para el café de la tarde, me pregunta si ha sobrado o no. A veces le miento y le digo que no. Creo que se alegra si ha sobrado mucho. No se lo tomo en cuenta. Es normal. Paco es también como un chico de casi sesenta años, como el chico que era cuando se quedó a oscuras para siempre. Eso tiene que jorobar. Normal que uno quiera que los demás también se joroben un poco.
Es sensible, al igual que lo era Josemari. Un día que yo estaba de resaca, de resaca criminal, y él andaba un tanto desquiciado a causa de la medicación que toma para su problema mental le di una mala contestación a su enésima pregunta absurda; se enfadó y se fue. Yo me quedé con peor cuerpo y al rato salí a la puerta para ver por donde tiraba. Son muchos años juntos. Le vi sentado en un banco de arriba. Cerré y fui hasta él.
- Perdona, Paco, es que hoy estoy mal y...Venga, vámonos para el bar, anda...-
- ¡No! -respondió enérgico. Y se echó a llorar. Por más que lo intenté no pude llevármelo-
Josemari no decía nada cuando yo le daba una mala contestación, pero en su cara se veía el dolor que le causaba. Acostumbrado desde pequeñito a las burlas de los otros agradecía mi trato normal. La tartamudez no es tan grave como la ceguera pero no por ello deja de ser una cruz que unida a su natural inocencia hacían de él un blanco perfecto para las risas y el cachondeo hasta del más orate. A veces se sublevaba, le hervía la sangre y respondía con los peores insultos imaginables. En una ocasión, se cuenta, fue navaja en mano tras uno que poco antes le había humillado malamente. Y gracias a que lo escondieron no lo mató.
El tiempo pasa más rápido durante las mañanas de los sábados. Abro un poco más tarde, es verdad, como también lo es que hay que preparar más cosas, y luego están los clientes que van llegando a cuentagotas y uno está solo...Por cierto, y ahora que hablo de clientes, hay una anciana que hará un par de meses viene a desayunar. Es la progenitora de un viejo amigo, de uno que hace cuatro años largos tuvo que dejar de venir al bar, a cualquier bar, y yo que me alegro. Por ello cual no sería mi sorpresa cuando una mañana de sábado lo vi entrar con su progenitora. Nos saludamos, la acomodó en una mesa, pidió el desayuno de ella, lo pagó y se fue para regresar una hora y media más tarde a recogerla. Así empezó. Y desde entonces todos los días, sólo que durante la semana es la chica que tiene al cuidado de su progenitora quien viene y desayuna con ella, una chica fuerte, cuarentona, progenitora y probablemente divorciada que me mira con buenos ojos. Pero es la anciana, cuando se queda sola los fines de semana, quien llama mi atención.
Está ahí sentada, pequeña, con las manos recogidas y la cabeza un tanto ladeada hacia el otro lado del televisor, como dormida. Pero cuando salgo a atender a alguien en el salón y vuelvo con la bandeja hacia la barra veo que ella me mira y sonríe con una dulzura indescriptible, una media sonrisa tan de verdad que la primera vez que la vi me dieron ganas de llorar. Esa mujer, casi nonagenaria si no lo es ya, esa mujer que vio como se le moría un hijo y todo lo demás, sonreía a mi paso como alguien que se alegra de verte, como uno que ve algo bueno, como una progenitora mirando a su hijo que duerme.
Hará como un mes, un lunes en el que nosotros estamos cerrados, de camino al otro bar de abajo al que supongo iba durante todos estos años hasta que ya se le hizo largo, se cayó al suelo a pesar del tacatá y la compañía de su cuidadora. No fue cosa de mucho, no se rompió nada y después de todo su hijo es médico, pero con todo y con eso se le notó. Ahora está un poco triste. Yo le pregunto todos los días y ella responde que regular. Pero aún así, el fin de semana que se queda sola, sigue sonriéndome de la misma forma cada vez que tengo que salir al salón. Y yo le guiño el ojo tras la mascarilla.
Ha sido un buen sábado. No he parado un momento. He dejado una buena caja, una gran caja para un hombre solo. Otra vez he podido hacerlo. Yo solo. A mis cuarenta y ocho años. Eso está bien. Eso es bueno. ¿O no?
Y el arroz, Paco, esta vez sí que se ha acabado.
De verdad.