Un ardor de estomago indecible

Clavisto

Será en Octubre
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10 Sep 2013
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Fui a la carnicería del centro comercial, casi sin clientes a esa hora. Cogí número, el 22. El luminoso marcaba el 17 pero allí sólo estaban la vieja atendida y una tía que esperaba. Aproveché en hacer acopio de leche del cercano estante para el bar y regresé. Un rato después la vieja se marchó y la otra empezó a pedir. Entretanto llegaron dos mujeres mayores poco menos que husmeando el género tras la vitrina. Vi llegar derrengadas sobre sus carros a las dos jóvenes obesas que me habían precedido en la entrada. Una de ellas, ensimismada, había estado a punto de llevarse por delante a uno que andaba por ahí aún más parsimonioso que ellas. Llevaban a sus dos crías pequeñas sobre el suplemento del carro, embobadas con el teléfono. Un ardor de estomago indecible me recorrió el cuerpo al verlas por segunda vez, ahora echándole mano a las bandejas de carne envasada. Estaban deformadas hasta el extremo, las piernas torcidas, las enormes berzas caídas, las barrigas tocando el claxon a sus pútridos shishis. Pensé en sus maridos y un escalofrío me recorrió el cuerpo.

La tía seguía pidiéndole mercancía a la solitaria carnicera, una chica en el tipo del oficio. La tía era una pija y ella una gordita feúcha que maneja hachas y cuchillos para despiezar animales muertos. Con todo no hacía más que preguntarle una y otra vez como quería los cortes, si de esta manera o de la otra, a lo que la tía respondía con desgana. El asunto empezaba a dilatarse en el tiempo y esta vez no por ninguna vieja tocacojones.

Una de las viejas que habían llegado después que yo se dio cuenta que no había cogido número al ver como lo hacía otra recién llegada. De todas formas el número electrónico seguía en el 17. Era evidente que la cosa no había ido de números hasta ese momento. Pero yo tenía el mío, lo había cogido al llegar, y aunque estaba cinco pasos más adelante era el primero para todos los que estábamos allí.

Cuando la zafia carnicera acabó de comerle el shishi a la pija yo ya estaba casi cagándome en Dios. Tuvo tiempo, incluso, para preguntarle si quería una bolsa grande donde meter la compra, cosa a la que accedió, benévola. En esto fue que llegó una amiga de la carnicera, una que pasaba por allí, y mientras iba introduciendo las bandejas de carne en la gran bolsa de la tía pija empezaron a hablar de sus cosas tal y como si estuvieran en una jodida carnicería de barrio. Ahí ya me cagué en Dios pero bien.

- Ahí tiene, gracias -le dijo a la pija sin dejar de hablar tonterías- Siguiente.
- Yo -dije echando al número 22 en el puñetero cubito de metal dispuesto para ello.
- No -dijo ella- Creo que esta señora esta antes -respondió indicando a una de las viejas.
- No- dije yo- Yo estaba antes. Y he cogido número.

No respondió. Pasó números y llegó hasta el 24. Yo tenía razón.

- ¿Qué quiere? -dijo mohína.
- Dos kilos de hígado de ternera -respondí- En filetes finos.

Había ido hasta allí aposta por el hígado, aunque mi idea inicial era pillar un kilo. Ahora iban a ser dos. Poco faltó para que le dijera que fileteara el hígado entero.


- ¿Qué tal, Kufisto? -dijo el barbado concejal de Cultura que me precedía en la caja asignada.
- Bien, Mariano.

Algo pitó en su carro y enseguida se dio cuenta del error entre las bolsas.

- ¡Ay, mira, perdona!- le dijo a la cajera-
- ¡Manguis! -dije yo-

Nos reímos. Yo me he largado de allí con auriculares de veinte pavos.

- ¿Todo bien, Kufisto?
- Todo bien, Mariano.


Llegué a casa, me comí unos filetes de hígado de ternera, vi una conferencia acerca de Blas Piñar, me hice una manola viendo a una muchacha de berzas obesas y me fui a dormir con el audiolibro de "La sombra sobre Innsmouth", con sus peces-ranas, con su olor a pescado, con sus habitaciones de tres puertas, con sus delirantes ancianos, con sus desfiles monstruosos, con sus escapadas de sí mismo.

Hasta que se encuentra.


Desperté bien y me fui al bar.

La adorable anciana que traen a desayunar volvió a repetirme, ya a solas y medio ida, sus ganas de volver a Cantabria, a su mar, a sus playas, a sus arrecifes, a la tierra y al agua en la que creció tan alejada de este secarral en el que se va a ver obligada a morir al cuidado de su extraño hijo.

Algunas mañanas en las que no estoy muy liado me lo dice pensando en su imposible pronta ida a su tierra, a su mar: "sólo voy a echarte de menos a ti, Kufistín. ¿Vendrás a verme? Aquello es maravilloso"


No.
 
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