urano
Madmaxista
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El cambio de año viene marcado por el sexto período epidémico de el bichito-19 en España. Esta ola ha sido distinta a todas las demás: la llegada de ómicron está dejando una gran cantidad de infecciones con niveles máximos de incidencia, pero con pocos casos graves en términos relativos. Según datos del Instituto de Salud Carlos III, actualmente la mitad de las infecciones detectadas son asintomáticas y los indicadores de hospitalización y fin están en mínimos históricos1. Esto se debe en parte a la menor patogenicidad intrínseca de ómicron respecto a variantes previas, y también a su mayor facilidad para infectar a personas con inmunidad previa (por infección o por banderilla) y que, por tanto, presentan un riesgo bajo de enfermedad grave.
La baja frecuencia de enfermedad grave, junto a la saturación tanto de la Atención Primaria como de Salud Pública por casos leves, nos debe llevar a replantearnos cómo afrontar la esa época en el 2020 de la que yo le hablo a partir de este momento. Desde el Comité de Redacción de AMF queremos contribuir a este debate a partir de cinco ideas clave.
El bichito no va a desaparecer
El escenario más probable es que el SARS-CoV-2 conviva con nosotros durante muchos años. Hasta el momento se ha presentado en forma de períodos epidémicos con alta concentración de infecciones durante un período corto de tiempo (8-10 semanas). No sabemos si en el futuro seguirán existiendo este tipo de olas ni con qué cadencia (por ejemplo, la gripe o el bichito respiratorio sincitial (VRS) se presentan en una única epidemia anual) o si entrará en una endemia estacional con una circulación más o menos constante durante los meses fríos (como hacen muchos otros bichito respiratorios, entre ellos los cuatro cobi19 catarrales que afectan a los humanos). Tampoco es descartable, aunque resulta poco probable, que acabe desapareciendo como sucedió con el SARS-CoV-1, que circuló entre 2002 y 2004.
Hay cuatro factores que determinan el nivel de circulación de un bichito respiratorio en cada momento: factores del propio microrganismo (aparición de mutaciones que lo hacen más contagioso, por ejemplo), la inmunidad desarrollada por la población (ya sea por infección previa o por banderillación), la estacionalidad (cada bichito tiene sus meses predilectos) y el comportamiento humano (factores no solo individuales, sino también sociales y culturales). Del equilibrio de estos factores dependerá el futuro de la epidemia.
Los bichito mutan constantemente y la selección natural favorece aquellas mutaciones que devienen en una mayor contagiosidad (y, en menor medida, aquellas que provocan menos gravedad). La variante ómicron cumple ambas condiciones, y podría representar un paso en la evolución de SARS-CoV-2 hacia un cobi19 catarral; solo el tiempo dirá si es así. En sentido inverso, los humanos nos infectamos (o más recientemente nos banderillamos) y en este proceso desarrollamos una respuesta inmunológica que nos protege de nuevas infecciones y especialmente de enfermar de forma grave en el futuro. De esta forma se llega a un equilibrio o conllevancia entre bichito y humanos: infecciones leves y repetidas durante la infancia y la juventud van construyendo una buena inmunidad que nos protege de infecciones potencialmente graves en la edad avanzada.
La aparición súbita de un nuevo microrganismo rompe temporalmente este equilibrio, ya que muchas personas sin inmunidad previa tienen su primer contacto con el bichito a una edad con más riesgo de enfermedad grave; este hecho, junto a la gran sincronización de muchos casos iniciales por ser toda la población susceptible, puede llevar al colapso al sistema sanitario. Por suerte, vivimos en una época donde las banderillas pueden simular esas infecciones leves iniciales y generar inmunidad en personas mayores sin los riesgos que representaría una infección natural. Lo esperable sería que, una vez banderilladas las personas vulnerables, todos nos contagiemos múltiples veces en nuestros repetidos contactos con el bichito, y que este hecho vaya mejorando nuestra inmunidad tanto individual como colectiva. Cada nueva ola aumenta la inmunidad poblacional hasta lograr un equilibrio entre la evolución del bichito y la capacidad de nuestro sistema inmunitario para combatirlo.
banderillación basada en la evidencia y la equidad
Desde el principio de la esa época en el 2020 de la que yo le hablo sabemos que el riesgo de enfermedad grave no es homogéneo, siendo la edad avanzada el principal factor de riesgo para hospitalización y fin. Desde finales de 2020 disponemos de varias banderillas que han demostrado ser muy efectivas para la prevención de la enfermedad grave. Los ensayos clínicos iniciales se han visto corroborados por los datos de uso en el mundo real, que han arrojado una efectividad que pocos habríamos imaginado unos meses atrás.
No obstante, aunque las banderillas siguen siendo muy efectivas contra la enfermedad grave, no lo son tanto contra la infección y la enfermedad leve, especialmente con ómicron2. Mientras la protección contra la infección, mediada por la inmunidad humoral, tiende a disminuir con el tiempo y la aparición de nuevas variantes, la protección contra la enfermedad grave se mantiene gracias a la inmunidad celular.
Como profesionales sanitarios, debemos intentar convencer a todas las personas de riesgo de que se vacunen, muy especialmente a aquellas que aún no se han infectado, porque estamos seguros del beneficio de las banderillas. A la gente joven y sana se les debe ofrecer la banderilla, pero banderillarlos no debe ser una prioridad del sistema de salud; en este caso hay que introducir valoraciones de beneficio-riesgo y de número de personas a banderillar para evitar una hospitalización o fin. En el caso particular de la población infantil, la banderillación debería valorarse caso a caso entre la familia y su equipo de salud.
El papel de las dosis de recuerdo debe estudiarse con más detalle para analizar en qué grupos poblaciones pueden contribuir a una disminución adicional del riesgo de enfermedad grave. Necesitamos más estudios para aclarar a quién deben administrarse, cada cuánto tiempo, y si sería conveniente hacerlo con banderillas adaptadas a las nuevas variantes. En cualquier caso, parece claro que las dosis de recuerdo deberían reservarse para las poblaciones más vulnerables.
La disminución de la protección contra infección y enfermedad leve, especialmente con ómicron, tiene implicaciones importantes para la política de banderillación2. banderillar a toda la población, incluyendo a la de muy bajo riesgo y la infantil, no va a evitar la circulación del bichito. banderillarse o no es una decisión individual, y no se debe presionar a nadie para que se vacune en aras de un beneficio colectivo que no sabemos hasta qué punto existe y cuánto tiempo podría durar. No lo hemos hecho nunca antes y no debemos hacerlo ahora. Los certificados de banderillación para acceder a ciertos servicios, más allá de las dudas éticas sobre su implantación, carecen de evidencia científica sobre su utilidad en la disminución de contagios y casos graves.
La situación de la banderillación a nivel mundial es profundamente inequitativa. Mientras los países ricos están banderillando a niños y niñas o administrando dosis de recuerdo a gente joven, algunos países pobres aún no han podido completar la banderillación de los mayores o los profesionales sanitarios; en África solo el 10% de la población ha completado la banderillación3. Siendo las banderillas un bien finito, entre todos tenemos el deber de racionalizar su uso en función del beneficio esperado de cada dosis administrada.
Comunicación para una sociedad adulta
Algunos gobiernos, «expertos» en el bichito y medios de comunicación siguen usando el miedo como estrategia comunicativa. Los peores escenarios y las previsiones más catastrofistas siempre gozan de mayor espacio comunicativo. Errar por exceso de alarma siempre penaliza menos que errar por defecto. En general, sobra alarmismo y falta análisis y contexto.
Se retransmiten en directo cifras récord de contagios sin aclarar que la mitad son asintomáticos y que la inmunidad conseguida y la llegada de ómicron han roto por completo la relación entre contagios, enfermos, ingresos y muertes. Nunca antes ha existido tanta confusión entre el número de personas contagiadas, detectadas, contagiosas y enfermas. Tenemos que dejar de contar y reportar el número de infecciones diarias, que ya no tienen ningún interés: la sexta ola puede haber infectado a más del 10% de la población en pocas semanas, mientras que los casos graves se han mantenido en valores relativamente bajos1.
Lo importante siempre deberían haber sido las defunciones, y en este sentido nunca volveremos a la situación catastrófica de marzo y abril de 2020. En la comunicación de las defunciones es importante introducir conceptos como el exceso sobre la mortalidad esperada, los años potenciales de vida perdidos, y distinguir si las defunciones son por el bichito o con el bichito. Por otro lado, tendremos que admitir como sociedad (igual que hacemos con la gripe, el tabaquismo, los suicidios o los accidentes, entre otras muchas causas) que durante los próximos años habrá un número de defunciones por o con el bichito que serán inevitables. La esa época en el 2020 de la que yo le hablo no acabará cuando no haya defunciones, sino cuando los medios y gobiernos les den el mismo tratamiento que al resto de causas.
Se ha usado también el miedo a un posible colapso hospitalario que obligue a demorar la atención a otras patologías, como sucedió durante la primera ola. Esa situación no se ha vuelto a producir o lo ha hecho de forma muy puntual, aunque continúa siendo cierto que una proporción muy pequeña de casos graves en un contexto de un número muy grande de infecciones simultáneas puede acabar por causar un número importante de hospitalizaciones. Habrá que homogeneizar protocolos de ingreso tanto convencional como a unidades de críticos, así como distinguir si hablamos de ingresos por el bichito, con el bichito o de simples hallazgos casuales en las pruebas de ingreso por otros procesos o infecciones nosocomiales. Conocer la estancia media y el porcentaje de pacientes que requieren ventilación mecánica también ayudarían a comprender mejor la dimensión del problema, así como la ocupación hospitalaria global (no solo el número de pacientes con un test positivo). Sea como fuere, ha habido tiempo suficiente para elaborar planes de contingencia que permitan ampliar la capacidad hospitalaria del sistema público de forma rápida si fuera necesario; no podemos colapsar la Atención Primaria indefinidamente y seguir hipotecando la vida social y económica del país para evitar un hipotético colapso hospitalario en el futuro.
Al miedo se le une a menudo la culpabilización. Contagiarse o contagiar un bichito respiratorio no es culpa de nadie. Si los casos suben, no es porque «nos hayamos relajado» o porque «nos portemos mal». Como se ha visto, la dinámica de una epidemia es mucho más compleja y en ella influyen multitud de factores. No se pueden obviar además los determinantes sociales que contribuyen a la infección: imposibilidad de teletrabajar, necesidad de desplazarse en tras*porte público, hacinamiento o imposibilidad de aislarse en la vivienda, dificultad laboral para hacer aislamientos y cuarentenas, etc. Los gobiernos no pueden traspasar a los ciudadanos sus responsabilidades en estos ámbitos.
Recuperación de la (vieja) normalidad
Durante 2020 y 2021 se han ensayado multitud de medidas poblacionales para tratar de reducir la interacción social, con la asunción de que eso reduciría la circulación del bichito y por ende las formas graves de la el bichito-19. Estas medidas incluyen desde el confinamiento domiciliario inicial hasta confinamientos perimetrales, limitación de aforos o cierre de negocios, toques de queda, uso obligatorio de mascaras, educación superior no presencial o limitación de reuniones. Los distintos países y comunidades autónomas han ensayado varias de estas medidas en distintos momentos, sin que hasta el momento tengamos una evaluación clara y rigurosa de cuál es la efectividad de cada una de ellas en términos de hospitalizaciones y defunciones, y cuáles son sus potenciales efectos nocivos: pérdidas económicas y de puestos de trabajo, conculcación de derechos fundamentales (circulación, reunión, propia imagen, educación), aumento de trastornos de salud mental, etc. En definitiva, ha faltado una correcta evaluación de la relación beneficio-riesgo de cada una de las medidas adoptadas y un verdadero debate social sobre su implantación. En el momento actual ya no tiene sentido mantenerlas y debe planificarse su eliminación, empezando por la absurda recuperación de la obligatoriedad de la mascarilla en espacios exteriores4.
Los gobiernos deben centrar sus esfuerzos en proteger a las personas más vulnerables en lugar de tratar de frenar, probablemente con poco éxito, la circulación del bichito a nivel poblacional, circulación que, por otra parte, sabemos que mejora nuestra inmunidad. Esta protección focalizada se puede conseguir a partir de tres ejes: banderillación de las personas de riesgo, recomendaciones específicas para las personas vulnerables (minimizar contactos cercanos con personas con sintomatología respiratoria, valorar el uso de mascaras FFP2 en situaciones de alto riesgo de contagio en momentos de incidencia elevada) y actuaciones específicas en ámbitos como las residencias geriátricas, que en algunas comunidades autónomas han concentrado más de la mitad de todas las defunciones por el bichito-19. Cualquier política de salud debe contemplar la correcta atención a las residencias como una de sus prioridades.
Debemos recuperar cuanto antes la «vieja» normalidad, es decir, la vida como la conocíamos antes de marzo de 2020: sin mascaras ni limitaciones de la interacción social. La prevención cuaternaria también debe aplicarse a la salud pública, y es especialmente urgente en el ámbito escolar. Sabemos que los niños y niñas no sufren las formas graves de la enfermedad ni son tras*misores particularmente efectivos5, pero a pesar de ello tuvimos las escuelas cerradas durante meses, y luego les hemos impuesto las medidas más severas: uso de mascarilla durante toda la jornada, prohibición de mezcla entre grupos y pruebas y cuarentenas cada vez que se detecta un positivo. Estas medidas provocan dificultades en el aprendizaje y la socialización, además de dificultar la conciliación familiar al no existir ninguna ayuda para mantener las cuarentenas infantiles. El balance beneficio-riesgo es desfavorable y en estos casos la prudencia no es hacer muchas cosas, sino que, como sabemos en Atención Primaria, a menudo lo prudente es no hacer nada.
Dejar de hacer para poder hacer
La mayoría de países, entre ellos España, han implantado un sistema de control individual de los contagios basado en el testeo de los casos sospechosos y su aislamiento domiciliario en caso de resultar positivos, junto con el rastreo y cuarentena domiciliaria de sus contactos. Este sistema consume mucho tiempo y recursos y, como se ha vuelto a demostrar en la sexta ola, cuando aumenta de forma importante el número de casos deja de ser viable y colapsa rápidamente.
En España, el sistema pivota sobre la Atención Primaria. La detección de casos, el estudio de los contactos más cercanos, la prescripción de las bajas correspondientes y la atención a los enfermos de el bichito-19, añadida a la atención habitual, han supuesto una carga en muchas ocasiones insoportable para los centros de salud. Esta sobrecarga, añadida a una ya muy precaria situación anterior, ha hecho imposible mantener nuestras señas de identidad: accesibilidad, longitudinalidad, presencialidad y equidad. Mantener el sistema de testeo y rastreo, gestionar los casos positivos por autodiagnóstico en asintomáticos, asumir la banderillación y afrontar las consecuencias de la esa época en el 2020 de la que yo le hablo han desplazado las actividades preventivas, el diagnóstico de nuevas enfermedades graves o el control de enfermedades crónicas6. Las consecuencias negativas de todo ello se verán en un futuro inmediato.
Como apuntaba Juan Simó en una excelente entrada en su blog7, ha llegado el momento de dejar de hacer para poder hacer: dejemos de visitar y testar a personas sanas con síntomas menores, dejemos de rastrear y testar a sus contactos, abandonemos los aislamientos y las cuarentenas. Todas estas actividades, que tuvieron sentido en el pasado, se han visto superadas con la inmunidad adquirida (tanto por infección como por banderillación) y la llegada de ómicron.
El objetivo debe ser tratar la el bichito como hacemos con la gripe: diagnóstico clínico y recomendaciones generales sobre autocuidado y prevención de contagios a personas vulnerables, reservando la atención sanitaria para las personas que lo necesiten por su sintomatología o vulnerabilidad. Solo así podremos atender debidamente a quien de verdad lo necesite, por el bichito o por cualquier otra dolencia.
La sexta ola y el colapso que ha producido en la Atención Primaria y en Salud Pública en muchas partes del país nos han hecho avanzar en esta dirección. El Consejo Interterritorial ha propuesto medidas8 como establecer criterios de priorización para el testeo en función de la sintomatología o la vulnerabilidad, la limitación del rastreo a ámbitos vulnerables, el acortamiento de los aislamientos o la eliminación de las cuarentenas en las personas banderilladas. Estas medidas deben consolidarse y mantenerse más allá de la actual situación de colapso, además de establecer un calendario realista para el cese progresivo del sistema de control de contagios. Es necesario un mensaje contundente y coordinado desde todas las instituciones para revertir la necesidad que hemos creado de realizar diagnóstico etiológico de las infecciones respiratorias leves, ya sea en los centros de salud o con test de autodiagnóstico; el diagnóstico etiológico debe reservarse solo para los sistemas centinela de vigilancia epidemiológica. La incapacidad temporal merece una mención especial: es el momento de apostar definitivamente por las bajas autodeclaradas para la patología aguda leve, como ya se hace en otros estados, asegurando la equidad de acceso.
Ni el sistema de salud ni la sociedad en su conjunto pueden permitirse continuar testando a personas asintomáticas o con síntomas leves y aislando a todos los positivos, con las consecuencias que ello conlleva a nivel social y económico por las bajas laborales masivas de personas sanas. Debemos acabar con la excepcionalidad: la el bichito-19 debe ser tratada como el resto de enfermedades. La inmunidad adquirida y la llegada de ómicron así lo permiten.
En definitiva, 2022 debe ser el año de la recuperación no solo de la Atención Primaria, sino de nuestra vieja normalidad.
Feliz año a todos.
La baja frecuencia de enfermedad grave, junto a la saturación tanto de la Atención Primaria como de Salud Pública por casos leves, nos debe llevar a replantearnos cómo afrontar la esa época en el 2020 de la que yo le hablo a partir de este momento. Desde el Comité de Redacción de AMF queremos contribuir a este debate a partir de cinco ideas clave.
El bichito no va a desaparecer
El escenario más probable es que el SARS-CoV-2 conviva con nosotros durante muchos años. Hasta el momento se ha presentado en forma de períodos epidémicos con alta concentración de infecciones durante un período corto de tiempo (8-10 semanas). No sabemos si en el futuro seguirán existiendo este tipo de olas ni con qué cadencia (por ejemplo, la gripe o el bichito respiratorio sincitial (VRS) se presentan en una única epidemia anual) o si entrará en una endemia estacional con una circulación más o menos constante durante los meses fríos (como hacen muchos otros bichito respiratorios, entre ellos los cuatro cobi19 catarrales que afectan a los humanos). Tampoco es descartable, aunque resulta poco probable, que acabe desapareciendo como sucedió con el SARS-CoV-1, que circuló entre 2002 y 2004.
Hay cuatro factores que determinan el nivel de circulación de un bichito respiratorio en cada momento: factores del propio microrganismo (aparición de mutaciones que lo hacen más contagioso, por ejemplo), la inmunidad desarrollada por la población (ya sea por infección previa o por banderillación), la estacionalidad (cada bichito tiene sus meses predilectos) y el comportamiento humano (factores no solo individuales, sino también sociales y culturales). Del equilibrio de estos factores dependerá el futuro de la epidemia.
Los bichito mutan constantemente y la selección natural favorece aquellas mutaciones que devienen en una mayor contagiosidad (y, en menor medida, aquellas que provocan menos gravedad). La variante ómicron cumple ambas condiciones, y podría representar un paso en la evolución de SARS-CoV-2 hacia un cobi19 catarral; solo el tiempo dirá si es así. En sentido inverso, los humanos nos infectamos (o más recientemente nos banderillamos) y en este proceso desarrollamos una respuesta inmunológica que nos protege de nuevas infecciones y especialmente de enfermar de forma grave en el futuro. De esta forma se llega a un equilibrio o conllevancia entre bichito y humanos: infecciones leves y repetidas durante la infancia y la juventud van construyendo una buena inmunidad que nos protege de infecciones potencialmente graves en la edad avanzada.
La aparición súbita de un nuevo microrganismo rompe temporalmente este equilibrio, ya que muchas personas sin inmunidad previa tienen su primer contacto con el bichito a una edad con más riesgo de enfermedad grave; este hecho, junto a la gran sincronización de muchos casos iniciales por ser toda la población susceptible, puede llevar al colapso al sistema sanitario. Por suerte, vivimos en una época donde las banderillas pueden simular esas infecciones leves iniciales y generar inmunidad en personas mayores sin los riesgos que representaría una infección natural. Lo esperable sería que, una vez banderilladas las personas vulnerables, todos nos contagiemos múltiples veces en nuestros repetidos contactos con el bichito, y que este hecho vaya mejorando nuestra inmunidad tanto individual como colectiva. Cada nueva ola aumenta la inmunidad poblacional hasta lograr un equilibrio entre la evolución del bichito y la capacidad de nuestro sistema inmunitario para combatirlo.
banderillación basada en la evidencia y la equidad
Desde el principio de la esa época en el 2020 de la que yo le hablo sabemos que el riesgo de enfermedad grave no es homogéneo, siendo la edad avanzada el principal factor de riesgo para hospitalización y fin. Desde finales de 2020 disponemos de varias banderillas que han demostrado ser muy efectivas para la prevención de la enfermedad grave. Los ensayos clínicos iniciales se han visto corroborados por los datos de uso en el mundo real, que han arrojado una efectividad que pocos habríamos imaginado unos meses atrás.
No obstante, aunque las banderillas siguen siendo muy efectivas contra la enfermedad grave, no lo son tanto contra la infección y la enfermedad leve, especialmente con ómicron2. Mientras la protección contra la infección, mediada por la inmunidad humoral, tiende a disminuir con el tiempo y la aparición de nuevas variantes, la protección contra la enfermedad grave se mantiene gracias a la inmunidad celular.
Como profesionales sanitarios, debemos intentar convencer a todas las personas de riesgo de que se vacunen, muy especialmente a aquellas que aún no se han infectado, porque estamos seguros del beneficio de las banderillas. A la gente joven y sana se les debe ofrecer la banderilla, pero banderillarlos no debe ser una prioridad del sistema de salud; en este caso hay que introducir valoraciones de beneficio-riesgo y de número de personas a banderillar para evitar una hospitalización o fin. En el caso particular de la población infantil, la banderillación debería valorarse caso a caso entre la familia y su equipo de salud.
El papel de las dosis de recuerdo debe estudiarse con más detalle para analizar en qué grupos poblaciones pueden contribuir a una disminución adicional del riesgo de enfermedad grave. Necesitamos más estudios para aclarar a quién deben administrarse, cada cuánto tiempo, y si sería conveniente hacerlo con banderillas adaptadas a las nuevas variantes. En cualquier caso, parece claro que las dosis de recuerdo deberían reservarse para las poblaciones más vulnerables.
La disminución de la protección contra infección y enfermedad leve, especialmente con ómicron, tiene implicaciones importantes para la política de banderillación2. banderillar a toda la población, incluyendo a la de muy bajo riesgo y la infantil, no va a evitar la circulación del bichito. banderillarse o no es una decisión individual, y no se debe presionar a nadie para que se vacune en aras de un beneficio colectivo que no sabemos hasta qué punto existe y cuánto tiempo podría durar. No lo hemos hecho nunca antes y no debemos hacerlo ahora. Los certificados de banderillación para acceder a ciertos servicios, más allá de las dudas éticas sobre su implantación, carecen de evidencia científica sobre su utilidad en la disminución de contagios y casos graves.
La situación de la banderillación a nivel mundial es profundamente inequitativa. Mientras los países ricos están banderillando a niños y niñas o administrando dosis de recuerdo a gente joven, algunos países pobres aún no han podido completar la banderillación de los mayores o los profesionales sanitarios; en África solo el 10% de la población ha completado la banderillación3. Siendo las banderillas un bien finito, entre todos tenemos el deber de racionalizar su uso en función del beneficio esperado de cada dosis administrada.
Comunicación para una sociedad adulta
Algunos gobiernos, «expertos» en el bichito y medios de comunicación siguen usando el miedo como estrategia comunicativa. Los peores escenarios y las previsiones más catastrofistas siempre gozan de mayor espacio comunicativo. Errar por exceso de alarma siempre penaliza menos que errar por defecto. En general, sobra alarmismo y falta análisis y contexto.
Se retransmiten en directo cifras récord de contagios sin aclarar que la mitad son asintomáticos y que la inmunidad conseguida y la llegada de ómicron han roto por completo la relación entre contagios, enfermos, ingresos y muertes. Nunca antes ha existido tanta confusión entre el número de personas contagiadas, detectadas, contagiosas y enfermas. Tenemos que dejar de contar y reportar el número de infecciones diarias, que ya no tienen ningún interés: la sexta ola puede haber infectado a más del 10% de la población en pocas semanas, mientras que los casos graves se han mantenido en valores relativamente bajos1.
Lo importante siempre deberían haber sido las defunciones, y en este sentido nunca volveremos a la situación catastrófica de marzo y abril de 2020. En la comunicación de las defunciones es importante introducir conceptos como el exceso sobre la mortalidad esperada, los años potenciales de vida perdidos, y distinguir si las defunciones son por el bichito o con el bichito. Por otro lado, tendremos que admitir como sociedad (igual que hacemos con la gripe, el tabaquismo, los suicidios o los accidentes, entre otras muchas causas) que durante los próximos años habrá un número de defunciones por o con el bichito que serán inevitables. La esa época en el 2020 de la que yo le hablo no acabará cuando no haya defunciones, sino cuando los medios y gobiernos les den el mismo tratamiento que al resto de causas.
Se ha usado también el miedo a un posible colapso hospitalario que obligue a demorar la atención a otras patologías, como sucedió durante la primera ola. Esa situación no se ha vuelto a producir o lo ha hecho de forma muy puntual, aunque continúa siendo cierto que una proporción muy pequeña de casos graves en un contexto de un número muy grande de infecciones simultáneas puede acabar por causar un número importante de hospitalizaciones. Habrá que homogeneizar protocolos de ingreso tanto convencional como a unidades de críticos, así como distinguir si hablamos de ingresos por el bichito, con el bichito o de simples hallazgos casuales en las pruebas de ingreso por otros procesos o infecciones nosocomiales. Conocer la estancia media y el porcentaje de pacientes que requieren ventilación mecánica también ayudarían a comprender mejor la dimensión del problema, así como la ocupación hospitalaria global (no solo el número de pacientes con un test positivo). Sea como fuere, ha habido tiempo suficiente para elaborar planes de contingencia que permitan ampliar la capacidad hospitalaria del sistema público de forma rápida si fuera necesario; no podemos colapsar la Atención Primaria indefinidamente y seguir hipotecando la vida social y económica del país para evitar un hipotético colapso hospitalario en el futuro.
Al miedo se le une a menudo la culpabilización. Contagiarse o contagiar un bichito respiratorio no es culpa de nadie. Si los casos suben, no es porque «nos hayamos relajado» o porque «nos portemos mal». Como se ha visto, la dinámica de una epidemia es mucho más compleja y en ella influyen multitud de factores. No se pueden obviar además los determinantes sociales que contribuyen a la infección: imposibilidad de teletrabajar, necesidad de desplazarse en tras*porte público, hacinamiento o imposibilidad de aislarse en la vivienda, dificultad laboral para hacer aislamientos y cuarentenas, etc. Los gobiernos no pueden traspasar a los ciudadanos sus responsabilidades en estos ámbitos.
Recuperación de la (vieja) normalidad
Durante 2020 y 2021 se han ensayado multitud de medidas poblacionales para tratar de reducir la interacción social, con la asunción de que eso reduciría la circulación del bichito y por ende las formas graves de la el bichito-19. Estas medidas incluyen desde el confinamiento domiciliario inicial hasta confinamientos perimetrales, limitación de aforos o cierre de negocios, toques de queda, uso obligatorio de mascaras, educación superior no presencial o limitación de reuniones. Los distintos países y comunidades autónomas han ensayado varias de estas medidas en distintos momentos, sin que hasta el momento tengamos una evaluación clara y rigurosa de cuál es la efectividad de cada una de ellas en términos de hospitalizaciones y defunciones, y cuáles son sus potenciales efectos nocivos: pérdidas económicas y de puestos de trabajo, conculcación de derechos fundamentales (circulación, reunión, propia imagen, educación), aumento de trastornos de salud mental, etc. En definitiva, ha faltado una correcta evaluación de la relación beneficio-riesgo de cada una de las medidas adoptadas y un verdadero debate social sobre su implantación. En el momento actual ya no tiene sentido mantenerlas y debe planificarse su eliminación, empezando por la absurda recuperación de la obligatoriedad de la mascarilla en espacios exteriores4.
Los gobiernos deben centrar sus esfuerzos en proteger a las personas más vulnerables en lugar de tratar de frenar, probablemente con poco éxito, la circulación del bichito a nivel poblacional, circulación que, por otra parte, sabemos que mejora nuestra inmunidad. Esta protección focalizada se puede conseguir a partir de tres ejes: banderillación de las personas de riesgo, recomendaciones específicas para las personas vulnerables (minimizar contactos cercanos con personas con sintomatología respiratoria, valorar el uso de mascaras FFP2 en situaciones de alto riesgo de contagio en momentos de incidencia elevada) y actuaciones específicas en ámbitos como las residencias geriátricas, que en algunas comunidades autónomas han concentrado más de la mitad de todas las defunciones por el bichito-19. Cualquier política de salud debe contemplar la correcta atención a las residencias como una de sus prioridades.
Debemos recuperar cuanto antes la «vieja» normalidad, es decir, la vida como la conocíamos antes de marzo de 2020: sin mascaras ni limitaciones de la interacción social. La prevención cuaternaria también debe aplicarse a la salud pública, y es especialmente urgente en el ámbito escolar. Sabemos que los niños y niñas no sufren las formas graves de la enfermedad ni son tras*misores particularmente efectivos5, pero a pesar de ello tuvimos las escuelas cerradas durante meses, y luego les hemos impuesto las medidas más severas: uso de mascarilla durante toda la jornada, prohibición de mezcla entre grupos y pruebas y cuarentenas cada vez que se detecta un positivo. Estas medidas provocan dificultades en el aprendizaje y la socialización, además de dificultar la conciliación familiar al no existir ninguna ayuda para mantener las cuarentenas infantiles. El balance beneficio-riesgo es desfavorable y en estos casos la prudencia no es hacer muchas cosas, sino que, como sabemos en Atención Primaria, a menudo lo prudente es no hacer nada.
Dejar de hacer para poder hacer
La mayoría de países, entre ellos España, han implantado un sistema de control individual de los contagios basado en el testeo de los casos sospechosos y su aislamiento domiciliario en caso de resultar positivos, junto con el rastreo y cuarentena domiciliaria de sus contactos. Este sistema consume mucho tiempo y recursos y, como se ha vuelto a demostrar en la sexta ola, cuando aumenta de forma importante el número de casos deja de ser viable y colapsa rápidamente.
En España, el sistema pivota sobre la Atención Primaria. La detección de casos, el estudio de los contactos más cercanos, la prescripción de las bajas correspondientes y la atención a los enfermos de el bichito-19, añadida a la atención habitual, han supuesto una carga en muchas ocasiones insoportable para los centros de salud. Esta sobrecarga, añadida a una ya muy precaria situación anterior, ha hecho imposible mantener nuestras señas de identidad: accesibilidad, longitudinalidad, presencialidad y equidad. Mantener el sistema de testeo y rastreo, gestionar los casos positivos por autodiagnóstico en asintomáticos, asumir la banderillación y afrontar las consecuencias de la esa época en el 2020 de la que yo le hablo han desplazado las actividades preventivas, el diagnóstico de nuevas enfermedades graves o el control de enfermedades crónicas6. Las consecuencias negativas de todo ello se verán en un futuro inmediato.
Como apuntaba Juan Simó en una excelente entrada en su blog7, ha llegado el momento de dejar de hacer para poder hacer: dejemos de visitar y testar a personas sanas con síntomas menores, dejemos de rastrear y testar a sus contactos, abandonemos los aislamientos y las cuarentenas. Todas estas actividades, que tuvieron sentido en el pasado, se han visto superadas con la inmunidad adquirida (tanto por infección como por banderillación) y la llegada de ómicron.
El objetivo debe ser tratar la el bichito como hacemos con la gripe: diagnóstico clínico y recomendaciones generales sobre autocuidado y prevención de contagios a personas vulnerables, reservando la atención sanitaria para las personas que lo necesiten por su sintomatología o vulnerabilidad. Solo así podremos atender debidamente a quien de verdad lo necesite, por el bichito o por cualquier otra dolencia.
La sexta ola y el colapso que ha producido en la Atención Primaria y en Salud Pública en muchas partes del país nos han hecho avanzar en esta dirección. El Consejo Interterritorial ha propuesto medidas8 como establecer criterios de priorización para el testeo en función de la sintomatología o la vulnerabilidad, la limitación del rastreo a ámbitos vulnerables, el acortamiento de los aislamientos o la eliminación de las cuarentenas en las personas banderilladas. Estas medidas deben consolidarse y mantenerse más allá de la actual situación de colapso, además de establecer un calendario realista para el cese progresivo del sistema de control de contagios. Es necesario un mensaje contundente y coordinado desde todas las instituciones para revertir la necesidad que hemos creado de realizar diagnóstico etiológico de las infecciones respiratorias leves, ya sea en los centros de salud o con test de autodiagnóstico; el diagnóstico etiológico debe reservarse solo para los sistemas centinela de vigilancia epidemiológica. La incapacidad temporal merece una mención especial: es el momento de apostar definitivamente por las bajas autodeclaradas para la patología aguda leve, como ya se hace en otros estados, asegurando la equidad de acceso.
Ni el sistema de salud ni la sociedad en su conjunto pueden permitirse continuar testando a personas asintomáticas o con síntomas leves y aislando a todos los positivos, con las consecuencias que ello conlleva a nivel social y económico por las bajas laborales masivas de personas sanas. Debemos acabar con la excepcionalidad: la el bichito-19 debe ser tratada como el resto de enfermedades. La inmunidad adquirida y la llegada de ómicron así lo permiten.
En definitiva, 2022 debe ser el año de la recuperación no solo de la Atención Primaria, sino de nuestra vieja normalidad.
Feliz año a todos.