Joseba Jonazo
Himbersor
Tranquilo, nadie se lo está pasando bien en su sarama de vida
Miras a tu alrededor y te queda claro que no hay nadie cerca que parezca que se lo esté pasando mínimamente bien con esto de vivir.
Foto vía el usuario de Flickr Travis Rigel Lukas Hornung | CC BY 2.0
Bien, ya has llegado a ese momento en la vida (que puede ser cualquier punto entre los 12 y los 100 años) en el que te acabas de dar cuenta de que las cosas tampoco son tan divertidas como parecen. Al menos no tan divertidas como se supone que tendrían que ser. Miras a tu alrededor y ves claramente que la gente, en esto de vivir, no se lo está pasando nada bien. Todo Dios está realmente deprimido.
Ese objetivo vital básico de nuestros ancestros de comer, reproducirse y no morir se le han sumado unas cuantas preocupaciones más que lo han complicado todo bastante: tener una carrera de éxito; conocer mundo y culturas ajenas; estar bien posicionado en el mercado sensual mediante el alcance de una belleza corporal preestablecida y aceptada por gran parte de la sociedad o mediante la demostración empírica de cierto éxito económico; tener algo más que simples muebles del IKEA en casa; evitar comer cosas que nos conviertan en bolas de grasa (y no sufrir por ello); escribir largos y reveladores hilos temáticos en Twitter sobre el estado de las cosas; utilizar de forma justificada las palabras “tras*versalidad” y “paradigma”; adquirir ese complemento textil que nos situará en el espectro más avanzado de la modernidad contemporánea o tener una opinión fundamentada sobre cualquier tema y nunca mostrar ni un solo atisbo de duda o inseguridad.
Supongo que ya me entendéis, esta enumeración podría extender su longitud hasta fronteras demenciales, insuflando vida a sufrimientos y objetivos vitales cada vez más complejos e innecesarios.
La gente no se lo está pasando bien y eso se nota. Se nota cuando nos damos una vuelta por internet y somos testigos de todas esas vidas bífidas procuradas por nuestra ahora suplementaria existencia digital. Esas fotos que la gente cuelga en sus redes sociales y que les suponen verdaderos quebraderos de cabeza; rostros desencajados fingiendo sonrisas impostadas, fines de semana enteros dedicados a crear el decorado perfecto para una gran mentira.
Se nota en todas las competiciones que existen en cada tramo de la vida: lectivas, laborales, sensuales, sociales, estéticas. En fin. Toda esa cultura de superar lo ajeno y, de hecho, aplastarlo. Incluso lo supuestamente divertido se torna estremecedor: coleccionar y escuchar discos puede convertirse en una obsesión enfermiza que te precipite a la pobreza; escalar montañas que algún día te matarán; intentar ser un cocinero excepcional y explotar platos contra el suelo de la cocina con cada risotto que sale mal. Puede que tampoco se llegue a SUFRIR pero lo que está claro es que tampoco son actividades ni momentos vitales TAN DIVERTIDOS.
Cojamos la vida de un joven realizador que está rodando piezasen Nueva York, alguien “apasionado” por su trabajo. Varias personas siguen su trabajo y envidian su vida repleta de viajes y cosas. El tipo es de esos que viven bajo el yugo del mantra del “work, work, work” (que lo pone en todos sus posts de Insta), un ser que realmente vive terribles episodios de estrés, ansiedad e inseguridad cuando se queda sin referentes con los que mimetizarse.
Las fiestas, entendidas como la culminación de la alegría y la diversión, son meros espectáculos situados entre el aislamiento sensorial mediante estupefacientes y la obsesión sensual, no tienen absolutamente nada de festivo. Ahí en medio todo es sufrimiento: gente rechazando, gente rechazada, egocentrismo desmedido, una poco apreciable carencia de empatía general y grandes amistades nocturnas que ni se saludan por la calle un martes por la mañana cuando se encuentran en el metro.
Millones de personas levantándose temprano en verano para ir a trabajar y maldiciendo ese momento en el que de chavales pensaron que podían sobrevivir dibujando cómics o escribiendo libros autoeditados de poemas. Unos cuantos millones menos de personas saltando desde su yate en medio del Caribe preocupándose, en el momento exacto en el que su dedo índice empieza a sumergirse en el agua, por sus inversiones o lo poco que se empalman al intentar amar.
Cuarentones mirando a chavales jóvenes por la ventana y maldiciendo su cuerpo viejo y cansado. Jóvenes sufriendo por si ese mililitro de esperma y ese óvulo se encuentran y la lían y se conviertan en algo y tengan que ir a ver “al doctor” otra vez. Aquí nadie se lo pasa del todo bien. Nadie logra extirpar por completo sus preocupaciones y todo pico de felicidad viene denostado por una resaca de realidad espantosa. Es que ni los perros, que están siempre pendientes de miccionar territorios y pedir galletitas con cara de pena, disfrutan esta vida.
La vida tampoco es un enorme divertimento. Trabajar, llegar a casa, intentar que haya papel de váter y cocinar algo que no nos mate. La vida es un poco eso. Generaciones de familias sacrificando su existencia no se sabe muy bien exactamente por qué. La existencia humana tampoco es tan disfrutable, al fin y al cabo lo único que realmente valdría la pena sería poder dormir SIEMPRE 10 horas seguidas o lograr disfrutar al hacer el amor por milésima vez con nuestras parejas. Pero claro, esto es del todo imposible dentro del paradigma actual.
Miras a tu alrededor y te queda claro que no hay nadie cerca que parezca que se lo esté pasando mínimamente bien con esto de vivir.
Foto vía el usuario de Flickr Travis Rigel Lukas Hornung | CC BY 2.0
Bien, ya has llegado a ese momento en la vida (que puede ser cualquier punto entre los 12 y los 100 años) en el que te acabas de dar cuenta de que las cosas tampoco son tan divertidas como parecen. Al menos no tan divertidas como se supone que tendrían que ser. Miras a tu alrededor y ves claramente que la gente, en esto de vivir, no se lo está pasando nada bien. Todo Dios está realmente deprimido.
Ese objetivo vital básico de nuestros ancestros de comer, reproducirse y no morir se le han sumado unas cuantas preocupaciones más que lo han complicado todo bastante: tener una carrera de éxito; conocer mundo y culturas ajenas; estar bien posicionado en el mercado sensual mediante el alcance de una belleza corporal preestablecida y aceptada por gran parte de la sociedad o mediante la demostración empírica de cierto éxito económico; tener algo más que simples muebles del IKEA en casa; evitar comer cosas que nos conviertan en bolas de grasa (y no sufrir por ello); escribir largos y reveladores hilos temáticos en Twitter sobre el estado de las cosas; utilizar de forma justificada las palabras “tras*versalidad” y “paradigma”; adquirir ese complemento textil que nos situará en el espectro más avanzado de la modernidad contemporánea o tener una opinión fundamentada sobre cualquier tema y nunca mostrar ni un solo atisbo de duda o inseguridad.
Supongo que ya me entendéis, esta enumeración podría extender su longitud hasta fronteras demenciales, insuflando vida a sufrimientos y objetivos vitales cada vez más complejos e innecesarios.
La gente no se lo está pasando bien y eso se nota. Se nota cuando nos damos una vuelta por internet y somos testigos de todas esas vidas bífidas procuradas por nuestra ahora suplementaria existencia digital. Esas fotos que la gente cuelga en sus redes sociales y que les suponen verdaderos quebraderos de cabeza; rostros desencajados fingiendo sonrisas impostadas, fines de semana enteros dedicados a crear el decorado perfecto para una gran mentira.
Se nota en todas las competiciones que existen en cada tramo de la vida: lectivas, laborales, sensuales, sociales, estéticas. En fin. Toda esa cultura de superar lo ajeno y, de hecho, aplastarlo. Incluso lo supuestamente divertido se torna estremecedor: coleccionar y escuchar discos puede convertirse en una obsesión enfermiza que te precipite a la pobreza; escalar montañas que algún día te matarán; intentar ser un cocinero excepcional y explotar platos contra el suelo de la cocina con cada risotto que sale mal. Puede que tampoco se llegue a SUFRIR pero lo que está claro es que tampoco son actividades ni momentos vitales TAN DIVERTIDOS.
Cojamos la vida de un joven realizador que está rodando piezasen Nueva York, alguien “apasionado” por su trabajo. Varias personas siguen su trabajo y envidian su vida repleta de viajes y cosas. El tipo es de esos que viven bajo el yugo del mantra del “work, work, work” (que lo pone en todos sus posts de Insta), un ser que realmente vive terribles episodios de estrés, ansiedad e inseguridad cuando se queda sin referentes con los que mimetizarse.
Las fiestas, entendidas como la culminación de la alegría y la diversión, son meros espectáculos situados entre el aislamiento sensorial mediante estupefacientes y la obsesión sensual, no tienen absolutamente nada de festivo. Ahí en medio todo es sufrimiento: gente rechazando, gente rechazada, egocentrismo desmedido, una poco apreciable carencia de empatía general y grandes amistades nocturnas que ni se saludan por la calle un martes por la mañana cuando se encuentran en el metro.
Millones de personas levantándose temprano en verano para ir a trabajar y maldiciendo ese momento en el que de chavales pensaron que podían sobrevivir dibujando cómics o escribiendo libros autoeditados de poemas. Unos cuantos millones menos de personas saltando desde su yate en medio del Caribe preocupándose, en el momento exacto en el que su dedo índice empieza a sumergirse en el agua, por sus inversiones o lo poco que se empalman al intentar amar.
Cuarentones mirando a chavales jóvenes por la ventana y maldiciendo su cuerpo viejo y cansado. Jóvenes sufriendo por si ese mililitro de esperma y ese óvulo se encuentran y la lían y se conviertan en algo y tengan que ir a ver “al doctor” otra vez. Aquí nadie se lo pasa del todo bien. Nadie logra extirpar por completo sus preocupaciones y todo pico de felicidad viene denostado por una resaca de realidad espantosa. Es que ni los perros, que están siempre pendientes de miccionar territorios y pedir galletitas con cara de pena, disfrutan esta vida.
La vida tampoco es un enorme divertimento. Trabajar, llegar a casa, intentar que haya papel de váter y cocinar algo que no nos mate. La vida es un poco eso. Generaciones de familias sacrificando su existencia no se sabe muy bien exactamente por qué. La existencia humana tampoco es tan disfrutable, al fin y al cabo lo único que realmente valdría la pena sería poder dormir SIEMPRE 10 horas seguidas o lograr disfrutar al hacer el amor por milésima vez con nuestras parejas. Pero claro, esto es del todo imposible dentro del paradigma actual.