Todos en la guandoca

Clavisto

Será en Octubre
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10 Sep 2013
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Ella parecía una de esas universitarias pijas que aman felices delante de las cámaras. Yo estaba hablando de tequilas con su chico pero cada vez que ella me miraba tenía la sensación de que lo hacía como si viera a alguien yendo al water por un poco de papel higiénico. Él es deportista y apenas tiene idea de nada que no sea su deporte. Una vez, como remate de uno de sus raros pedos, se había bebido un chupito de tequila premium que yo mismo le serví. Y de ahí la última conversación de este mediocre domingo de noviembre en el bar.

Poco después salí de allí bien pertrechado de alcohol y hielo camuflado en la bolsa camellera que desde hace dos meses llevo a la espalda. El viernes llamé otra vez al mecánico, volvió a no cogerlo como tantas otras veces pero un rato más tarde devolvió la llamada en un tono que asemejaba casi las lágrimas por lo compungido. Tal fue su soliloquio y tantos golpes de pecho se dio que yo no pude más que acabar por darle las gracias ante su firme promesa de que esa misma tarde lo tendría en la puerta del bar, cosa aquella que me cabreó al instante de decirla.

Eché a andar bien protegido contra el frío. La duda por el hielo que llevaba en mis espaldas pronto quedó despejada de manera satisfactoria. Nada más salir vi a uno que venía en dirección contraria sólo que por la otra acera, como para el bar. Esta mañana alguien (uno que antes pareció amigo y ahora es como si siempre tuviera prisa cada vez que me ve) pasó por el bar para dejarme un rápido recado en forma de bolsa y destinatario. Y era el que ahora venía por la otra acera.

Yo iba tan tapado que no me hubiera reconocido ni mi padre. Pude no haber dicho nada, no había nada que decir, menos aún con ese, pero lo dije. A voces y sin dejar de andar le dije lo obvio y él sólo hizo un gesto con la mano, ni más ni menos.

Iba pensando tanto en esto que ni me di cuenta de la rubia subida de peso que estaba pasándose a mi acera desde la otra. Yo creo que ella tampoco. Me pidió un pito y reconociéndola le dije que era de liar. "¿De esos que se lían con papel de porro?" dijo acercándose. No le gustan, lo sé por experiencia; sólo los acepta (y liados) cuando está desesperada. Todavía me debe diez pavos, pero la posibilidad de pararme ahí con esa juca para liarle un cigarrillo cruzó por mi cabeza como una taladradora eléctrica. Dijo que no, me dio las gracias y viéndome más de cerca hizo como que no me conocía, supongo, aunque también es verdad que ve poco. Dobló la esquina y yo seguí adelante y llegué a casa.

El ascensor estaba abajo. Sólo tenía que atravesar esos cuatro o cinco metros que lo separan de la puerta para meterme en él, abrir la de mi piso, una cerveza y ponerme escribir. Era el día perfecto para ello, mañana no trabajo. Pero me dio tiempo a ver como una sombra y algunas voces bajaban el último tramo de las escaleras y se paraban para darse la vuelta ante mi presencia. Yo me metí en el ascensor y subí. Cuando llegué arriba todavía se oían las voces. Puede que estuviesen subiendo en vez de bajando. Dejé la bolsa en la cocina, saqué el hielo, lo metí en el congelador y volví a la puerta para mirar por la mirilla: el ascensor estaba allí. De todas formas, ¿qué probaba que el ascensor todavía estuviera allí?

Abrí un poco la ventana del salón para ventilarlo mientras me cambiaba antes de ponerme a la tarea. No había comido apenas nada desde las nueve de la mañana y la borrachera estaba garantizada. Puse la calefacción, cerré la ventana, le eché de comer a la gata y enseguida vi que no lo iba a hacer. Era algo muy menso. Mejor comer algo, ver otra vez La Novena Puerta o el Joker y luego ir a dormir con Zaratustra.

Tenía media lata de magro de lechón que me sobró de ayer y un intacto lacón en lonchas que devoré como mejor pude ante los repetidos intentos de la gata por echarles mano. Plato en mano iba del salón a la cocina y de la cocina al salón, casi como bailando. Y no era por avaricia: otras veces le he dado y no ha hecho más que olfatearlo, lamerlo un poco y dejarlo. Le atrae el olor, pero no su sabor.

Uno cambia cuando come. Es otro. Había regado el lacon con un buen chorreón de aceite de oliva. Ildefonso, aquel viejo del que una vez escribí y que una mañana se colgó en el parque, me dijo una vez que antes de beber era cosa buena echarse un par de cucharadas de aceite de oliva en el estómago.

La noche estaba a punto de caer por completo y todavía quedaban muchas horas por delante. Ver otra vez a Johnny Depp viviendo una gran aventura por América y Europa entre libros malditos, hoteles de lujo y mujeres excitantes parecíame otra vez la mejor opción, aunque las carreras, los bailes y el cuaderno del Joker no se quedaban muy atrás. De hecho, estas últimas semanas ha habido tardes en las que he visto las dos.


Hoy domingo todo estaba preparado para hacerlo bien otra vez en el bar. No salió. Empezó como esperaba, pero luego se apagó en un momento. Eran las dos de la tarde y ya apenas quedaba nadie. Sólo un par de amigos, uno de ellos todavía mayor que nosotros. Alguien dijo algo y yo respondí con una frase típica de mi padre y entonces me acordé de él y otro, que lo conoció bien y todavía lo llora, preguntó cuanto tiempo hacía de su fin y yo, al decirlo, pensé al instante que debía hacer algo así como mil días.

- No, no creo...-dijo por decir. Mil días suenan como a muchos días-

Miré en Internet por algo así como distancia entre fechas...Como siempre, Google supo lo que quería decir.

Marqué las dos fechas. Faltan doce para los mil.


Cuando yo era pequeño soñaba con dos cosas: una era un aparato que te metieras en la nariz y te sacara todos los mocos y la otra una máquina que le hicieras cualquier pregunta y te dijera la respuesta exacta.

También tenía un cuaderno. En él apuntaba las películas que empezamos a ver en casa cuando mi padre compró un vídeo. Yo les ponía una nota tan pronto como acababa de verlas. Puede que llegara a escribir alguna frase exultante o despectiva. Las semanas que estaba de mañana solíamos juntarnos toda la familia por la noche para ver una película con las luces apagadas. Recuerdo ahora dos que puse por las nubes: "Acorralado" y "El expreso de medianoche" A él también le gustaban mucho. No sé qué hice con el cuaderno cuando llegué a la adolescencia.


Ya estaba muy enfermo cuando aquella tarde empezamos a ver esa película de Sean Penn. Él era un tío de actores, más que de directores, y Sean Penn le gustaba mucho. No voy a mirar en Google, no...no hace falta.

Era una peli de director, puede que Malick...Era un sindiós.

Yo, kubrickiano como soy, no entendía nada. Sí, las imágenes eran "bonitas" y todo eso pero...De reojo miraba a mi padre, que no hacía más que ajustarse las sayas de la mesa sobre las piernas, como ansioso.

- Kufisto -dijo-
- ¿Qué?
- ¿De qué va esto?

Me descojoné.

- Anda, quítalo...-Y ya nos deshuevamos los dos entre maldiciones e insultos-


Pusimos Castilla La Mancha Televisión. Estaba empezando "Todos a la guandoca", de Berlanga, con José Sazatornil y Torrebruno.


Aquella misma noche, cuando llegó mi progenitora con mis tíos para que también ellos lo vieran miccionar sangre, lo llevamos por última vez al hospital muy a pesar suyo, como siempre.


Murió allí, doce días después.



 
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