Todavía estás a tiempo

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Nunca les he oído hablar de algo que no sea algún vecino del pueblo. Jubilados los dos, viudo uno, el otro acompañado por la esposa, beben vino y destripan chascarrillos entre rodajas de chorizo, tapas de queso, patatas fritas y aceitunas con hueso. En alguna ocasión, mientras dejaba las consumiciones en la mesa y movidos ellos por la confianza que dé el conocimiento mutuo de nuestros nombres desde hace tanto tiempo, llegaron a preguntarme el parecer ante tal o cual cuestión del todo desconocida para mi, algo inaudito a sus ojos, tan juntos; y entonces se esforzaban en explicarme los orígenes del caso con nombres de paisanos de tal forma y manera, con tan increíble seguridad, que uno no podía sino asentir y afirmar a la manera de un niño en la escuela que lo único que desea es volver pronto a su pupitre. De seguro que no los dejaba convencidos; de hecho creo que no lo hubiese logrado ni dando mil certeras explicaciones al tema. Pronto me dejaron por imposible. Soy demasiado excéntrico para ellos. Tengo casi cincuenta años, sigo soltero, luzco una larga coleta y fijo que saben de mi gusto por la botella.

El pueblo ha cambiado mucho desde mis años de colegial. Ahora tenemos hasta desfile del orgullo lgtb, pero todavía permanecen algunas pequeñas tiendas de barrio con carteles en las puertas para tal o cual Novena o Triduo y en Navidad se ven balcones engalanados con la imagen del Niño y la leyenda "Dios ha nacido" y en Semana Santa la rama de olivo que dejan secar. Claro que esto es algo cada vez más residual y prácticamente circunscrito al barrio antiguo, el que fuera el corazón del pueblo, y a las calles vecinas a las grandes iglesias.

Ya para nosotros, para quienes fuimos niños hace cuarenta años, todo eso era poco más que algo por lo que habíamos de pasar, aún entre los que estudiábamos en colegios religiosos; es más, hasta nuestros padres, nacidos en pleno franquismo, debieron acabar tan hartos de todo eso que la inmensa mayoría ya lo tenía por algo poco más que figurativo, aunque claro, ya con hijos y todo lo que eso conlleva, todavía pervivía la costumbre de mandarnos rezar antes de dormir más a modo de superstición que otra cosa. Pero lo de ir a misa dominical, por ejemplo, ya fue algo que nosotros nunca hicimos. E incluso si voy un paso atrás, a la generación del abuelo, pisar una iglesia fuera de los días señalados era cosa de las mujeres.

Para aquella juventud manchega, la que llegó a la mayoría de edad en los sesenta, o por ser más exactos, para los jóvenes con inquietudes, no quedaba otra que largarse a Madrid. Y muchos de estos lo hicieron. Otros, como mi padre, se quedaron y vivieron una alegre juventud; una juventud que si yo se la contara a un chaval no podría creerla.

El secreto residía en no meterse en política y en no hacerse preguntas. Más o menos, o exactamente igual, que hoy.

Yo no lo hubiera llevado bien de haber vivido en La Mancha de la juventud de mi padre, estoy convencido. Nada bien. Ahora que voy para viejo sigo sin llevarla bien. Pero eso es por mi, porque no estoy hecho para estar bien. Cuando fui joven la cosa ya era de otra manera; no tanto como ahora, ni mucho menos. Hacíamos cosas que hoy nos habría costado algún año de internamiento en un centro de menores, por no hablar de las multas que nos quedamos sin pagar al haber nacido antes de tiempo, una auténtica millonada.

No diré que no lo pasé bien. Hubo ratos tan memorables que aún hoy los recuerdo como si los estuviera viendo. Y si me esfuerzo un poco en visualizarlos con los ojos cerrados puedo sonreír hasta alcanzar la risa solitaria. Pero en realidad aquello no era lo mío. Me esforzaba porque lo fuera pero nunca fue lo mío. La corriente me llevó. La corriente de la vida, de la familia, de los amigos, te lleva sin darte cuenta, chaval.


Estamos en La Mancha, tierra de don Quijote. Encontrarás referencias suyas en cualquier pueblo que vayas. Aquí tiene calle a su nombre, museo y varias estatuas, un par de ellas realmente buenas. Recuerdo quedarme mirándolas cuando ya solo y borracho, con veinte años y el Quijote leído, regresaba a casa de mis padres dando un paseo para despejarme un poco. Había noches en que las acariciaba.

Don Quijote tenía mi edad cuando decidió dejar de ser Alonso Quijano. Porque don Quijote se llamaba así antes de volverse loco, chaval, Alonso Quijano. Y vivió en una Mancha inimaginable a tus ojos: una Mancha sin Internet; una Mancha sin películas, ni series, ni redes sociales; una Mancha sin juegos de ordenador; una Mancha sin Playstation. Por no haber no había casi libros que leer, amigo. Y llegar hasta ellos era cosa reservada a muy pocos hombres. Alonso Quijano era uno de estos. Pero en aquella Mancha que geográfica y ambientalmente sigue siendo la de hoy, con esa aridez envuelta en un infinito horizonte, con esas temperaturas extremadas que te derriten o te congelan el seso (y lee bien) en esa Mancha de principios del siglo XVII (17, los años 1600...) no había otra que leer sino libros católicos o los clásicos de Roma y Grecia que no habían sufrido el donoso escrutinio de la Iglesia, algo que entonces podría entenderse como un oasis en el desierto pero que hoy, con todo lo que vino después, nos parecen propias de otros planetas. Al menos para mi. Y para Alonso Quijano también, pues de no poder entenderlos, de puro aburrimiento por las conversaciones con el cura y el barbero (y fíjate en esto), se pasó a los libros de caballerías, los primeros cómics de una larga y poderosa era que sin darse cuenta andaba hacia su ocaso.

Y así es como pasan las cosas, amigo: sin que te des cuenta.

A sus cincuenta años Alonso Quijano era un hombre acabado. No se había casado, no había tenido hijos, no había hecho nada. Dos mujeres de la familia, una vieja y otra joven, vivían en su casa. Era un hombre ocioso, un hombre que se aburría. No había juguetonas de Tinder en aquella Mancha. O al menos no eran del tipo que uno puede desear a esa edad sin recurrir a fármacos que entonces no existían.

Pero en los libros de caballería todo era grandilocuente, exuberante, heroico, incluso catastrófico, algo que siempre es como una especie de coz para el espíritu sensible. Estaban escritos como el ojo ciego, sí, pero vuelvo a recordarte que era eso o romperte la cabeza con Tomás de Aquino, Cicerón o Aristóteles (busca en Google), algo que de ningún modo te aconsejo pues acabarías odiando el todo por la parte, como a tantos otros les pasó y les sigue pasando hasta el fin de sus días. Hay mucho bueno fuera de eso. Y malo también. Pero quien abrió el melón de la libertad de pensamiento fue don Quijote tras*formado por la locura.


¿Y sabes qué pasó, hijo? ¡Que Alonso Quijano se creyó otro! Y no como uno que bebe o se droja sino de verdad. Despertó muchas mañanas, ¡muchísimas!, y seguía creyendo que era don Quijote. Y para seguirse creyendo don Quijote hay que vivir como don Quijote, no lo olvides.


¿Preguntas que como acabó? El final es siempre lo de menos.


Lee el puñetero libro. Y ten mucho cuidado con la corriente.


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