Tochazo de un tabernas que comió donde la duquesa de Alba

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Convencido como estaba de tomarme un tiempo de reflexión (más bien de descanso) con este rollo que sigo sin estar seguro sea el mío, hete aquí que al levantarme esta mañana y reanudar mis desayunos ante el ordenador después de un par de semanas haciéndolos junto al ventanal de la calle, he leído el comentario de un amigo hablando sobre un bar de Madrid que conocí hace años; y leerlo y volver a tener ganas de escribir ha sido todo uno, tanto que en respuesta le he dejado un extenso comentario que no ha mitigado aquella sensación, antes al contrario la ha acentuado hasta el punto de lamentarme seriamente por no tener tiempo para coger mi pluma virtual y trasladar al lenguaje escrito lo que bullía en mi cabeza tal que si la hubieran puesto en una placa de inducción, de esas que en cero coma ponen a cien cualquier cosa que pueda llegar a cien. Las inocentes palabras de un amigo y el frío que se filtra junto a los cristales que dan a la calle han sido los culpables de mi recaída. Espero que para bien.

Ya en el bar (con la idea permanentemente en la cabeza, aunque mejor sería decir la historia entera, que uno sólo tiene que colocarla tal y como se hace con un puzzle), y como si todas las circunstancias se hubieran puesto de acuerdo para no dejarme pasar el día de hoy, he dado en caer de forma inopinada en el rápido hojeo de un periódico, que hace tiempo que ni a eso llego. Y hete otra vez, aunque ahora allí, que viendo al propietario del nuevo tres estrellas de Madrid, el primero, he hallado la punta del hilo necesaria para desliar todo el ovillo, aunque ya va un rato y todavía no he empezado; como de costumbre, me voy por los cerros del Campo de Montiel, más cercano. Así que, amigos míos, todo lo anterior no es más que un proemio, que diría Dostoyevski, o un inútil prólogo, en pluma del Príncipe de los Ingenios que en el mundo han sido. Y de La Mancha también.

Y ahora, con el whisky en su punto y el puro en su coma, a por los dos puntos:

Hay nombres que se quedan en tu memoria no tanto por lo bueno como por lo malo; y el de este, el de David Muñoz y su restaurante Diverxo, se quedó en la mía cuando en las postrimerías de mis lecturas mass-vulgares leí la inclemente crítica que Salvador Sostres realizó tanto sobre el uno como su otro, más bien parejas cuando no aún mayor la personal, cosa que chirriaba un poco pues parecía más que no le gustaba él que su cocina, como si fuera un ajuste de cuentas, como si allí poco tuvieran que ver los negocios, sino las personas: craso error que en un país normal le costaría, al menos, su carrera como crítico gastronómico. Y más después de un día como hoy en el que aquel muchacho ha sido ascendido a esas estrellas que son para los cocineros como la hija para la Esteban.

La nueva que luce en el firmamento patrio tiene pinta de quinto defcon-dos, aunque no sé los que eran, pero siendo cuatro los Beatles el quinto lo es de cualquiera, así que quédese ahí. La cabeza pelada al cero y toda ella atravesada por un línea continua de pelo, como dividiendo sus hemisferios, y una mirada seria, concentrada, que fijamente miraba desde abajo al objetivo, dando la apariencia buscada por el fotógrafo. Y así, de esta manera, tanto el uno como el otro quedan conformes con el resultado: aquel por parecer otra cosa y este por sentirse otra.

Tengo para mi que quien busca llamar la atención por su apariencia exterior lo hace porque tiene un problema con la interior. Y siendo esta vida, como lo es, una cuestión de neumáticos en los que prima la seguridad por encima de todo, hay que escoger los que uno va estimando que mejor se adaptan a sus caminos, pues son estos y no las ruedas quienes hacen que tu pasar por aquella sea lo menos degradante para estas, que uno nunca sabe cuantas gomas le quedan en su cuarto oscuro. Y hoy en día, en estos tiempos, en ciertos ámbitos y ambientes, lo conservador es lo estrafalario: si eres normal, eres un ruletero ruso.

En el comer, como en todo lo demás, soy prácticamente un terrorista: me gusta lo normal, entendiendo como tal todo lo que nos ha traído hasta aquí, hasta darnos la posibilidad de volvernos besugos y hacer como quien tiene una tía en Alcalá, que ni es tía ni es ná. Por esto, y en las contadas ocasiones que me he salido de mis casillas, siempre he hecho oídos bien abiertos a los sabios consejos de quienes antes estuvieron en las que me iba a encontrar: me bastan las mías para caer una y otra vez.

Cuando hace muchos años empecé a ir a Madrid con una cierta asiduidad, cosas del amor o parecido, un tío mío me habló muy bien de una marisquería aledaña a la plaza del Callao, nombre que sólo él hace que tengas que ir a verla: "Las Tres Encinas. Es la mejor de Madrid" Y él conocía Madrid y sabía de marisco. Y sino es de nuestra sangre la mezcló bien mezclá. Esta es la única manera de jugar a caballo ganador, aunque no siempre, claro: los caballos ganadores viven en el cielo. O detrás del arco iris.

Yo, por entonces, todavía vivía con mis padres, es decir, no tenía ni un gasto que no fueran mis vicios. Y a ellos les ofrendaba todos mis posibles que, sino infinitos, eran bastantes como para desear poco más, de hecho nada, podría decir: de los siete capitales la envidia es la que menos tiene que hacer conmigo. Y en esa época ni te cuento.

Fuimos al mediodía siguiente de la noche anterior, una vez deslumbrados por la coqueta y recogida vitrina que tenían expuesta en una ventana que daba a la calle. "¡leche fruta!" le dije a mi chica, aquello era obra de un artista de tan bien puesto como estaba, "mañana venimos con mi prima...", la hija del aconsejador.

Jamás había entrado a ningún bar o restaurante que tuviera azafata en la puerta, una chica joven, guapa, elegante y sonriente que nos preguntó si queríamos barra o mesa, "barra" dije yo, soy un animal de barra, y si los instintos casi nunca se equivocan, menos aún cuando la cartera está por medio. Detrás de ella emergió un tío enorme, perfectamente trajeado, que se hizo a un lado para permitir que la chica nos abriera la puerta con una gran y estupenda sonrisa que, al menos a mi, hizo que perdiera todo resquemor, no así a mis jóvencísimas acompañantes que, como yo, no se habían visto en otra. Pero era yo quien llevaba la morterada de billetes y esto, junto a una franca sonrisa de una mujer guapa, hace que todo parezca tan fácil como lo es.

La barra estaba a la derecha, una barra de madera noble en forma de ese que exponía a la vista (y al tacto si eras un suicida), sin vitrina ni palos, en gloriosas bandejas, unos mariscos que no parecían de este mundo. Había poca gente y no tuvimos problemas en acomodarnos sobre tres magníficos taburetes, enseguida se acercó un camarero alto, cuarentón, delgado y con bigotes que muy amablemente, sin pizca alguna de suficiencia, nos preguntó qué íbamos a tomar, ya habíamos pasado el control de normalidad a la entrada, ya estábamos dentro, y en ciertos sitios solamente tú puedes meter la pata. Pedí cervezas y poco a poco nos fuimos soltando; nadie nos hacía de más porque nosotros no queríamos estar de más. Allí estábamos bien, ¿por qué jorobarla?, ¿acaso podría ser mejor? Bebimos, comimos y reímos tan bien que todavía me acuerdo. Como de aquella vieja solitaria a la que los camareros llamaban por su nombre que se ventiló una docena de ostras y dos copas de cerveza helada junto a nosotros.

En otra ocasión, ya sólo con mi chica, me decidí a entrar a otra marisquería cercana que estaba al final de la otra acera, una de la que también me había hablado mi tío, Korynto, y que como la anterior también tenía una vitrina expuesta hacia la calle, aunque no tan estupenda. Y si he de decir la verdad no entramos antes porque daba un poco de respeto de tan exclusivo como parecía, así como tapaíta, sin dar mucho cante...algún tiempo después vi en la televisión salir por sus puertas a la duquesa de Alba después de haber celebrado allí su cumpleaños. Pero aquella noche ya íbamos un poco pedos, "¡vamos para dentro, shishi!" Además que no se veía ni chica ni portero.

Abrimos la puerta y nos encontramos con una enorme, pesada y oscura cortina que sola ella era capaz de hacértelo pensar dos veces, aunque fueras como si una ya te fuera costando. Recuerdo que mi chica se echó un poco atrás, aquello parecía no sé, algo raro, como si detrás no hubiera lo que esperábamos, "ehhh...venga, va, coooño..." dije yo en la penumbra. Y agarré bien el velo.

Había una gran, enorme barra a mano derecha, a todo lo largo, bien recta, llena de taburetes vacíos y con un viejo de pelo blanco tras ella que no nos hizo ni puñetero caso estando como estaba partiendo jamón, que ahora os contaré. Al otro lado una fila de mesas normales, con asiento de esos compartidos junto a la pared y sillas alrededor que estaban ocupados más o menos en su mitad por un grupo de los que no tardé en darme cuenta eran guiris, todo con una iluminación muy discreta, nada de ruido y voces, cosa a la que uno como yo se acostumbra fácilmente aunque no deja de asombrarse después de llevar toda la vida guerreando en los bares con sus gentes, sus televisores, sus músicas y sus olores, sus codazos y empujones, tragaperras y futbolines...Lo que más me llamó la atención de todos aquellos sitios fue la ausencia de todo lo accesorio, su pureza.

Nos sentamos en mitad de la barra, solos, y enseguida me di cuenta de como tenía que hacer la jugada. Y en cuanto el viejo terminó de cortar el plato de jamón y se vino hacia nosotros con cara de pocos amigos le dije:

- Dos cervezas, por favor...¿los servicios?
- Al fondo a la derecha

Y lo dejé solo con mi hermosísima, joven, educada y encantadora novia.

Antes de los servicios estaba el salón, el inferior, que me dio tiempo a ver unas escaleras que prometían una segunda planta, quizá más reservada y exclusiva, y tengo que deciros que no he visto cosa igual nada más que en las revistas...¡Qué mesas!, ¡qué mantelería!, ¡qué cubertería!...Apenas estaban ocupadas un par de ellas pero, de verdad, que era tal que hasta el marinaledo se hubiera comportado con corrección. Y los wateres, clavaos, pero clavaos, a los de El Resplandor; tanto que miré para atrás mientras los meaba antes de que se le ocurriera llamarme a Patrick Magee.

Salí y el viejo ya tenía otra cara, estuvo charlando con nosotros todo el tiempo que no tenía que pasarlo cortando jamón para los guiris, a los que no se cortaba en ridiculizar mientras nos contaba esto o aquello. Definitivamente era de la vieja escuela. Un tío agradable.

Y en una de esas que andaba tocando el violín como a nadie he visto hacerlo, cogiendo la pezuña del jamón con una mano y dándole al cuchillo con la otra, sin jamonero ni máquina ni platanos, harto ya de ver como los malditos extranjeros se comían lo mejor de lo nuestro y encomendándome a la suerte pues ya era última hora y no iba muy largo de dinero, le dije que nos preparara uno; nos lo puso en un plato enorme cubierto por un pañito de punto, como los que enebraban nuestras abuelas, y aquello estaba...

Pagué y nos invitó a la última. Nos despedimos y me dio una caja de cerillas de la casa que puede que todavía conserve.

Calle abajo, en la perpendicular dirección a Sol, dimos en otra ocasión con un buen asturiano, uno de fama, aunque este nadie me lo contó, que lo encontré yo. Casa Parrondo, se llamaba, y así sigue llamándose según el incitador de esta historia que ya está alargándose en demasía.

Uno no aparece en la vida así como así, sin ton ni son, derecho y entero, autosuficiente y autodesmontable, no...A uno le hacen, después le forman y cuando empieza a ser consciente se desmonta a sí mismo para ver si lo han hecho mal, cosas del sindiosismo que todo lo inunda; hasta que, si no cayó entre zaques y no es demasiado menso, comprueba que tenía la forma correcta e intenta recuperarla para volver a andar con los pies: cerca de lo bueno, poco puede haber de malo.

Era una tasca, no más, que siempre estaba atestada de gente joven ansiosa por atiborrarse de su contundente tapeo a buen precio. La barra estaba a la izquierda, y el espacio donde sus camareros se desenvolvían como podían era la mitad de grande del que teníamos para hacerlo nosotros, sus clientes. Al fondo estaban los cagaderos y a un lado cuatro o cinco mesas que eran más imposibles que una butaca para Bayreuth. No había centímetro de sus paredes que no estuviera ocupado por las fotografías de sus ilustres clientes, cualquiera podía conocerlos a todos, o casi, que este país da para lo que da, tampoco conozco otro, pero eso era como un álbum de cromos de la Liga, o del cine, o del teatro, también de los toros, creo recordar que vi incluso al rey, pero yo me fijé en el mío de entonces, en José Tomás. Ahí lo tenías, sonrisa americana y manos cruzadas, en un lugar preferencial junto al bigotón y sonriente amo del garito, enorme como una cuba de vino peleón, parecía como si se oyera su vozarrón saliendo de la fotografía, hay gente que ni así te la imaginas callada...

El restaurante lo tenía justo enfrente, sólo tenías que cruzar la callejuela, no pocas veces salían camareros disparados con las viandas que le iban faltando, arrollando, gritando, casi a palos, aquello era un sufrimiento para todo el que no tuviera menos de cuarenta años, los que yo ahora. Y allí todo era ruido, y allí eras mucho menos que uno foto, y allí todos estábamos más para allá que para acá.

Nadie puede tener veinticinco años eternamente. Por eso está el dinero.

Y ahora que mi balanza está al revés...ya no son horas para bares con faltas ortográficas y cocineros punkis.

Ni aunque pudiera.

Ni entonces.
 
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