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Esa noche, mientras los sacerdotes y peregrinos caminaban apretujándose por la vereda lodosa y alfombrada de zacate mustio, el cometa cruzó los cielos justamente cuando un rayo caía con gran estrépito sobre el cuadrángulo del Templo Mayor, haciendo fulgurar, en un silencioso trazado blanquinegro, el orgulloso ídolo de piedra del gran dios Ometéotl. El augurio, según la interpretación abierta del cacique nahua Oluta, que había sido invitado, como tributario que era, por el mismo tlatoani para celebrar el Quecholli —la cacería ritual—, conllevaba un significado que iba más allá del poder ilustrado de los funcionarios mexicas de su reino.
Los dolores de parto de su mujer comenzaron cuando empapado de agua, Oluta, apartando a su mujer del gentío y bastante convencido de que algo tremendo estaba por ocurrir, mandó a esparcir las malas nuevas con su esclavo chontal. La noticia corrió por todo el largo y ancho del valle de Anáhuac, arrasando con la fortaleza unificadora de la psicología étnica del gran imperio, que se veía abatido por una sola chispa agorera que amenazaba con incendiar de presto y de toque la pradera entera. La voz llegó incluso más allá de los lejanos rincones de la confederación, en el sur costero, hogar del mismo Oluta, el selvático Tabasco, donde los mayas chontales se habían envalentonado contra los regimientos imperiales.
Cuando la niña era desvaciada del vientre de la progenitora, Oluta advirtió que sus ojivas tenían la forma de ojos de sierpe y que su boca, balbuceante, mostraba dos perfectos dientes, otra palmaria señal que le confirmaba la llegada de un conflicto a gran escala, “un final de los tiempos, un terrible cataclismo nahua”. A esta atrocidad hipotética, le añadía el horror de una mancha roja parecida a una flor de huauhtli que se esparcía oronda por la frente fina de la niña.
“Estamos acabados”, se dijo.
Preocupado por esto, Oluta, el cacique de Xaltipa, quiso aplacar este infortunio haciendo nombrar a la niña “flor para hacer cordeles”, Malintzin, en honor a la diosa Malinalxóchitl, bella señora de las serpientes, escorpiones y fieras del desierto, azote de los aztecas, a quienes acostumbraba a devorar el corazón y partía en dos sin piedad.
“Con amor se vence al mal de ojo”, se consolaba.
Malintzin tenía el poderoso don mágico del mal augurio y la regeneración infinita del infortunio, y su padre lo sabía. Aunque la amaba, la ocultaba y la mantenía en el oscuro ostracismo; el sacerdocio y la magia le estaban negados. Pero su poder iba más allá de esas mezquindades patriarcales; de forma natural, Malintzin conoció el uso de la magia, de las hierbas y de todas las lenguas, porque se le desbordaban de las manos, de la boca y de su vivo espíritu. Sin que lo pidiera, descubrió alegre que poseía además la capacidad innata de tras*formarse en su animal de poder, su alter ego, la esencia misma de los nahuales. Asimismo, supo que tenía la capacidad de conectarse oníricamente con la energía del Universo cuando, jugando al totoloque, apilaba pequeñas estructuras en forma de cuerda que vibraban en un espacio-tiempo para ella comprensible y que le daba acceso a todos los entes y dimensiones auténticas; en una palabra, era capaz manipularlo todo.
Su padre le temía tanto como la amaba, y sabía que de ella no saldría nada bueno si algún día su ira no era contenida. Algunos sacerdotes mexicas que administraban los tributos de la ciudad y que eran íntimos de la familia la miraban de reojo y la repudiaban porque sus facultades eran superiores a las de ellos; le reprochaban que no se hubiera consagrado a ningún dios, por tanto, no era más que una pelandusca hechicera. Debía ser acallada, aprisionada.
Cierta tarde, Malintzin tuvo un sueño terrible: Se había tras*formado en águila y mientras sobrevolaba un árbol de higueras plantado en un mar de cañas, el dios Quetzalcoatl, la Serpiente Emplumada, se le había aparecido, y atacado, para luego preñarla, con tal violencia que le perforó el vientre, del que comenzó a salir una sangre venenosa que acabaría con todo los pueblos del maíz que proliferaban en aquella pacifica y beatífica tierra. De esta miasma holocáustica, emergía una nueva raza de hombres, una raza sumisa, pendenciera y despreciada por su propio dios.
Malintzin despertó y lloró porque consideró que aquel dios era injusto. Debía pactar con él, la Gran Serpiente, para ganar su favor y evitar no sólo su humillación sino que la extinción de su gente.
Pero pronto descubrió que todo intento era inútil y que su destino estaba echado. Una madrugada de enero, un contingente militar de mayas chontales atacó la plaza de Xaltipa que acaudillaba su padre, quien como cacique respondió con una lanzadera de flechas que acabó con cientos de sus adversarios, provocando con ello la cólera del gran capitán maya Tabscoob, el Señor de los Ocho Leones, llamado el Gran Conquistador, el que había hecho retroceder a los nahuas hacia el centro del país.
Tabscoob volvió con un gran ejército de veinte mil hombres, tomó la ciudad y capturó a Oluta, quien sostenía en sus brazos a Malintzin mientras le rogaba:
“Como quiera que sea, hija, no los maldigas”.
Malintzin lloraba sobre un río de enojo, desilusión y ánimo de venganza. Tabscoob no tuvo piedad: cogió a Oluta y lo decapitó frente a Malintzin en el gran Altar de Sacrificios, al que luego convirtió en mercado por considerar indigno a su oponente. Malintzin, compungida y ardida, se costuró los labios para no pronunciar palabra y así apuntalar el juramento que le hizo a su padre; pero no era capaz de ocultar el aura de malignidad que proyectaba con colores furiosos del fondo de su alma. Tabscoob la tomó a ella y a su progenitora como ofrendas y esclavas, y no cesó de humillarlas día tras día.
Una tarde de marzo, Malintzin se descosturó los labios; el viento del norte le había susurrado al oído: “Tu hora ha llegado”. La brisa la echó andar por la arena del río. Sonrió al darse cuenta de lo que veían sus ojos: a lo lejos, unos dioses, blancos y barbados, hijos de Quetzalcoatl, vestidos con ropas centelleantes y enceguecedoras, flanqueados por dos nobles aztecas que los dirigían a través de la selva, intentaban cruzar el río. Supo ahí mismo que el día de su compensación estaba próximo. Finalmente resarciría todos los vejámenes y humillaciones a las que ella y su familia se habían visto sometidas tanto por los sacerdotes mexicas como por la élite de los mayas chontales. No pensó ya más en la promesa que le había hecho a su padre. Su corazón buscaba saciar su sed de justicia y deseaba la destrucción de aquellas anquilosas instituciones.
Pudo observar como un dios resplandeciente, bastante membrudo, tosco y de cabello hirsuto, arengaba con su voz estentórea a los guerreros de Tabscoob amenazándolos con una gigantesca cruz de madera:
“¡En el nombre de Cristo, dejadme entrar o entraré por la fuerza y desgarraré cada una de sus fortalezas para gloria de los evangelios!”
Los guerreros mayas se negaban y le gritaban que se largara. La altura de la corriente del río impedía que los dioses y los centauros cruzaran e hicieran un despliegue pleno de su poder. Al fin, un noble azteca que se hacía llamar Cuauhtémoc hizo una seña para que una parte de la legión celestial retrocediera y volviera a perderse en la selva.
Fue entonces cuando Tabscoob hizo su insolente aparición. De pronto, los ojos serpenteantes de Malintzin se enconaron. Con un calambre que le salía del corazón, posó suavemente su mano en la corriente del río y ésta bajó de inmediato; los emisarios de Quetzalcoatl lo cruzaron y arrasaron con los hombres del Señor de los Ocho Leones. Malintzin tuvo el regocijo de verlo arrodillarse y pedir clemencia mientras besaba los pies del “Ave del Cielo” y era escoltado por Cuauhtémoc y su primo.
Tabscoob la observó y le espetó con tono enfurecido:
“Has acabado conmigo, pero tú acabarás con tu propio pueblo, maldita bruja. Errante será tu vida y plañidero será tu andar”.
El dios centelleante puso su mirada en ella, la tomó de las manos, la besó y le preguntó por su nombre al oído. Malintzin sonrió astutamente, al tiempo que se inclinó para susurrarle, con el fresco aliento de un agradable vientecillo, unas palabras sediciosas en nahuatl. Inexplicablemente, el dios blanco mandó a ahorcar a los dos nobles aztecas que le acompañaban, y desde entonces la magia de la bruja nahua acaparó todos los altos montes del continente, desde los volcanes del valle de Anáhuac hasta las nevadas cordilleras andinas, acabando con cada uno de los pueblos que los habitaban y con las instituciones que los regían, llenándolos con la savia venenosa de nuevos hombres.
La venganza de la bruja Malintzin se había cumplido. Plenamente.
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