'Sólo sí es sí': Una indigestión de mentiras

Eric Finch

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'Sólo sí es sí': Una indigestión de mentiras
  • TSEVAN RABTAN
Actualizado Jueves, 2 febrero 2023 - 22:51

El origen de la ley del 'solo sí es sí' es una mentira tan grande que, para ocultar la evidencia, los redactores de la norma torcieron la técnica legislativa, desoyendo las advertencias de los juristas: solo les importaba la propaganda
'Sólo sí es sí': Una indigestión de mentiras

SEAN MACKAOUI

SÓLO SÍ ES SÍ; UNA INDIGESTIÓN DE MENTIRAS

Si quisiera escribir una tribuna épica, deslizaría que la tormenta desatada contra Irene Montero es producto de la hibris. Los dioses se estarían vengando por la desmesura de las pasiones de la ministra y su loco propósito de acabar con males milenarios. Pero solo estaría añadiendo una mentira más y estoy ahíto. No me cabe una más sobre este con poca gracia asunto. De hecho, lo mejor que puede hacer la sociedad española es vomitarlas todas, no sea que muramos, como los personajes de La Grande Bouffe, entre ventosidades.

El mismo día de la sentencia de La Manada, luego corregida por el Tribunal Supremo, y sin tiempo para leer sus cientos de páginas, comenzó una marea irracional que cristalizó en eslóganes vociferados: el sistema no estaba pensado para proteger a las mujeres; no había castigo si no era todo violación; el consentimiento tenía que estar en el centro. Todos esos eslóganes eran falsos, pero a ver quién era el guapo que se ponía a discutir con centenares de miles de manifestantes. Así que, como el rey felón, España dijo «vayamos todos, y yo la primera, por la senda de la indignación». Ese fue el mal de raíz, la paridera de las mentiras que no cesan.

Era falso que el sistema no buscase proteger a las mujeres. Podía mejorarse, pero todo él llevaba décadas construido con esa finalidad, buscada por todos, como lo demuestra la penalidad de este tipo de delitos: muy superior a la de otros. Con el Código Penal hoy derogado, los miembros de La Manada fueron condenados a una pena superior a la de algunos homicidas. Era falso que todo tuviese que ser violación, porque lo que importa no es el nombre sino el castigo, como tristemente están comprobando ahora muchas víctimas. Era absolutamente falso que el consentimiento no fuese ya el pilar sobre el que se sustentaban todos estos delitos. Y la discusión sobre si es mejor o no que se defina en la ley no pasa de ser un asunto menor, de técnica legislativa, que no supone ningún cambio sustancial salvo que se hiciese algo prohibido en todos los sistemas civilizados: presumir su inexistencia en perjuicio del acusado.

Por cierto, la última mentira salida de fábrica es que el sistema va a pasar de preguntar a la víctima si consintió para preguntar al agresor si se aseguró del consentimiento. Falso: en los juicios, los acusados seguirán teniendo derecho a no declarar, a no contestar las preguntas de sus acusadores y podrán mentir sin consecuencias; y las víctimas, que son testigos, seguirán siendo preguntadas sobre los hechos y sobre su significado.

La mentira original era tan grande que, para ocultar la evidencia de que iba a temblar la montaña y aparecer un ratón, se torció el proceso legislativo. El sistema se diseñó para mejorar las leyes: de ahí los estudios preliminares, los anteproyectos, los informes, los proyectos, las comisiones, los debates. Pero como esta ley debía ser histórica y acabar con siglos de sometimiento, había que aparentar un cambio de modelo, unificando delitos que contaban con decenas de años de interpretación jurisprudencial y que obedecían a la necesidad de graduar e independizar conductas. Importaba más la propaganda, la venta del animalito, que la técnica legislativa y los efectos de la ley en la sociedad.

El proceso se pervirtió y se usó para minimizar los defectos de diseño de la ley, mintiendo. Aunque muchas personas advirtieron de ese mal de raíz y de sus consecuencias, no se les hizo caso porque eso suponía estropear el día de la victoria. Así, cuando se planteó por el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) el problema de las posibles revisiones de condenas por la reducción de las penas más altas en el anteproyecto, se elevaron. Uno de los elementos esenciales de cualquier reforma penal (la intensidad de las penas) se podía cambiar sin mover una ceja, siempre que no se tocase la cáscara, la caja con el lazo. Esta misma semana, Victoria Rosell, en declaraciones a RNE, dijo que estaban abiertos a subir también las mínimas, para evitar que los jueces tuvieran la tentación de beneficiar a condenados o acusados. La ligereza con la que se trata un asunto tan serio produce auténtico ardor de estomago.

Antes de que se aprobase la ley, muchos avisamos de que esa unificación de tipos (innecesaria, estulta) podía producir un efecto de revisiones de condena y beneficios para los acusados no sentenciados o con sus condenas recurridas. Nos llamaron de todo: intoxicadores, machistas, creadores de bulos, generadores de terror sensual. Se afirmó, con una arrogancia y una ignorancia insoportables, que no iba a producirse un solo caso. Cuando empezaron, echaron la culpa a jueces y juezas. Todos eran machistas necesitados de reeducación. Lo decían desde un ministerio, ciscándose en la separación de poderes y arrogándose incluso la capacidad de revisar el trabajo de profesionales de la judicatura, la fiscalía y la abogacía, pese a no tener ni pajolera idea de los casos concretos ni haber presenciado los juicios, las pruebas practicadas, las declaraciones de las víctimas, los acusados, los testigos y los peritos.

Cuando el número de casos fue aumentando, volvieron a mentir. Dijeron que había un problema de interpretación, que la unificación del Fiscal General resolvería el problema, que el Tribunal Supremo metería en vereda a los jueces que estaban aplicando mal la ley. Mintieron al sostener que cambiar su exposición de motivos, el «toque de atención» anunciado por el ilustre jurista Patxi López, serviría para que se interpretase correctamente. No iba a haber ni un caso, pero ahora que ya hay más de trescientos se aduce que revisiones hay pocas (procesos de revisión), cuando lo que afirmó Irene Montero fue que no se iba a conocer ni una sola reducción. Hoy, más de trescientos sujetos van a cumplir penas más bajas de las que habrían cumplido de no haberse aprobado la ley. Más y más engaños, flotando, rebosando.

La evidencia día a día llevó a los defensores de la ley a un nuevo embuste: lo importante no es que se rebajen penas, sino el cambio de paradigma. No hubo una sola disculpa por los insultos de los meses anteriores, y es comprensible: estaban demasiado ocupados recuperando a toda prisa el antipunitivismo. Lo malo de esta nueva mentira es que, como he explicado, la aplicación de una política criminal seria les había importado tanto como el segundo que tardaron en subir las penas máximas. Hacía eones que había pasado la oportunidad de vender un proyecto que no se basase en la guandoca y tirar la llave.

Cuando el PSOE, el que empujaba para salir en las fotos (miren las intervenciones de sus representantes en el Congreso y el Senado), ha percibido que el escándalo ya no le hace daño solo a Podemos, las mentiras han devenido en auténtico dadaísmo. Ahora recurren a un proyecto de ley del Gobierno (fiscalizado por el Ministerio de Justicia), apoyado con homérico entusiasmo en las cámaras por el PSOE, aunque en realidad no le gusta al Gobierno, le puso salvedades y lo aprobó arrastrado por la juvenil pasión de Irene Montero, a la que, por lo visto, hay que dejar jugar con el Código Penal para que no se enfade.

Ese mismo Gobierno anuncia que va a revisar su ley; eso sí, ahora con el asesoramiento de expertos. Les da igual saber que ninguna modificación afectará a la parte que más alarma produce. No es extraño que el partido de las tartas proteste ante una conducta tan rastrera y grite «mentira», pero recibimos su grito con la misma empatía que la del estafador por el timo de la estampita.

Todas estas falsedades, como los mandamientos de la ley de Dios, se funden en su regla de oro: pronunciarás el nombre de la ley en vano. Lo deprimente es que la ineptitud y la mentira se han convertido en noticia, no por ellas, sino por el miedo a la reacción popular. Por esa afección que deberíamos dominar y contra la que los dirigentes deberían formar a la nación. No, no es la hibris clásica; es una versión casposa, paleta y en pijama. Usaron y fomentaron la indignación irracional de la gente tras una sentencia. Hoy esa indignación, tan bien cultivada y aprovechada, se vuelve en su contra.

TSEVAN RABTAN
 
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